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Discursos y Conferencias

Universidad Católica Argentina – Seminario de Jurisprudencia Penal – 13-08-01.

Es para mí una grata oportunidad poder pronunciar unas palabras de apertura en este seminario de jurisprudencia penal.
Lo es por dos motivos.
En primer lugar, porque en el día de hoy el tema que se tratará en el seminario es el de la jurisprudencia del Tribunal que, juntamente con los distinguidos ministros aquí presentes, tengo el honor de integrar.
También porque es la ocasión de rendir un merecido homenaje al Profesor Dr. Francisco D’Albora, cuyos méritos como docente; sus trabajos en la especialidad y su trayectoria profesional, ampliamente conocida en el ámbito forense, justifican sobradamente el reconocimiento que el Dr. D’Albora ha sabido ganarse.

El tema que nos ha convocado en esta jornada es la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en materia penal.
Se atribuye el juez Hughes la expresión “Vivimos bajo una Constitución, pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es”, considero que –al menos para los jueces-, por varios motivos es una frase especialmente seductora.
Sospecho que hay algo de verdad en ella. En efecto, cada vez que por motivos profesionales, de docencia o investigación es necesario estudiar un tema vinculado al mundo del derecho hay un paso inevitable que es conocer la jurisprudencia que existe sobre ese tema.
Esto es así por dos razones que distinguen a la jurisprudencia de las demás fuentes del derecho.
Primero, por su origen que lo encontramos en los fundamentos jurídicos que el juez emplea para decidir un caso.

En este sentido, la jurisprudencia es como un puente que el juez tiende entre la abstracción de la norma legal y la realidad concreta que decide al dictar una sentencia. O, empleando términos de Kelsen, es la aplicación de la norma general para construir una norma individual, que es la sentencia.
Además, porque en este proceso hay un componente necesario que es el procedimiento interpretativo que el juez aplica para alcanzar ese resultado.
Vemos entonces que a diferencia de las otras fuentes del derecho, la jurisprudencia tiene un doble valor. No sólo nos interesa la conclusión a la cual el juez ha llegado en un precedente, sino también el procedimiento que el juez empleó para llegar a esa conclusión.
Y aunque el derecho penal –como es lógico- está severamente regido por el principio de legalidad, no escapa –no puede escapar- de esos rasgos que caracterizan a la jurisprudencia como fuente de derecho.
La jurisprudencia penal no puede tipificar figurar delictivas, pero aporta matices no previstos en las normas legales. Matices que pasan especialmente por los resultados que los jueces alcanzan al aplicar las leyes penales y los procedimientos que emplean para alcanzar esos resultados.
De ahí el interés que despierta el conocimiento de la jurisprudencia penal y, en este caso, especialmente, la que proviene del tribunal que es el intérprete final de nuestro ordenamiento jurídico.

En la jurisprudencia penal de la Corte concurren los propósitos del Preámbulo de la Constitución Nacional de “asegurar los beneficios de la libertad”, “afianzar la justicia”, “consolidar la paz interior”, “promover el bienestar general” y “asegurar los beneficios de la libertad”.

Ellos son los que inspiran y nutren a garantías como la irretroactividad de la ley penal; la exclusión de su aplicación analógica, el non bis in idem; las formas sustanciales del proceso penal; la prohibición de la reformatio in pejus enunciadas por el artículo 18 de la Constitución y los Tratados sobre Derechos Humanos y desarrolladas efectivamente por las normas que rigen los procesos penales.
Justicia y libertad son los valores que han regido desde sus orígenes a la jurisprudencia penal de la Corte Suprema y ellos constituyen los cimientos sobre los cuales los jueces penales asientan sus decisiones. Todos los principios y todas las garantías que he mencionado tienen por objetivo final que la decisión del juez penal, absolutoria o condenatoria, sea justa y esté fundada, precisamente porque ello hace a la esencia y al funcionamiento del Estado de Derecho.
Cabe aclarar, sin embargo, que nos toca convivir en una época en la cual –por diversos motivos, algunos comprensibles, otros, no tanto- el principio de autoridad se ha erosionado considerablemente. Por desgracia, este proceso no fue acompañado por un correlativo aumento de la responsabilidad individual; del sentido del deber.
En términos de convivencia social, la confluencia de los dos factores –pérdida de autoridad y falta de responsabilidad individual- ha producido como resultado una situación de inseguridad caracterizada por el aumento –cuantitativo y cualitativo- de los hechos delictivos; la percepción de que el sistema penal es ineficaz y la sensación de indefensión de la sociedad frente al auge del delito.
Dejando de lado, para quienes entienden del tema, las causas sociales, económicas, culturales y psicológicas que han provocado esta situación, opino que también ella es consecuencia de factores jurídicos que pasan por la manera en que algunas normas han sido concebidas y también por la forma en que han sido aplicadas.

Fundamentalmente, creo que esta sensación de inseguridad, ha sido consecuencia del diseño y aplicación de un sistema normativo inspirado más en el propósito de reparar los abusos de un gobierno autoritario, que en el afán de instalar efectivamente las reglas para convivir en democracia.
Parece que aquello que fue una respuesta histórica, y por ende, transitoria, a un pasado que se quería superar, pretendiera perpetuarse, generando así una situación de inseguridad que alienta, indirectamente, el retorno a un clima de violencia.
Se trata de una época en la que han pasado a formar parte del lenguaje cotidiano expresiones como “tolerancia cero”, “piquetes”, “custodios privados”, “autodefensa”, “gatillo fácil”, etc.
Tras ello se pretende la sustitución de un Estado que ha sido debilitado en su función de amparar los derechos de la colectividad, por distintas formas de brutalidad, pública o privada.
Por supuesto que ninguna de estas pretensiones puede encontrar amparo en la jurisprudencia penal de la Corte Suprema, inspirada en la Constitución Nacional que –como nos enseñó Joaquín v. González- es “la Carta que nos engrandece y nos convierte en fortaleza inaccesible a la anarquía y al despotismo”.
Creo que es oportuno recordar a Gustav Radbruch, cuando afirmaba que: “La democracia es por cierto un bien preciado. El Estado de Derecho, sin embargo, es como el pan nuestro de cada día, como el agua para beber o el aire para respirar. Y lo mejor de la democracia es precisamente que es la única organización adecuada para garantizar el estado de derecho”.
Precisamente esos han sido los objetivos que siempre tuvo en miras la Corte Suprema al elaborar su jurisprudencia en materia penal. Mediante sus decisiones se buscó la consolidación del Estado de Derecho y la Democracia, como cimientos de la libertad y la justicia.
Vamos a ver algunas sentencias que –en materia penal- la Corte dictó en los últimos diez años. Se trata de decisiones que han dado lugar a polémicas. Es lógico que así sea, porque, afortunadamente, la relación entre el poder y la libertad es una relación polémica y todos los intentos por conciliarlos –inspirados en la justicia y en el imperio del derecho- también lo son.
Voy a hacer referencia, primero, a algunas decisiones que la Corte debió adoptar respecto de la interpretación de normas de derecho penal sustantivo.
Así, por ejemplo, en el caso “Taboada”, publicado en Fallos 316:250 se consideró que era arbitraria la sentencia que impuso una multa como autor de tentativa de apropiación de cosa perdida. a quien se hallaba en el interior de un coche robado –al que se le había realizado un “puente” para hacerlo funcionar, con el ventilete y la consola rotos- y afirmó que tal decisión importa una contradicción con la lógica más elemental y el sentido común “en tanto deja en letra muerta las disposiciones que prevén el robo y el hurto de automotores”.
Tal criterio fue ratificado por la Corte en Fallos 316:1753.
Además, en el caso “Felicetti”, publicado en Fallos 318:419, la Corte dejó sin efecto por arbitraria una sentencia absolutoria del delito de tenencia de estupefacientes con fines de comercialización, en la que se afirmaba que “la sola portación –las drogas fueron halladas en la campera del imputado- de 53 dosis de LSD que le fueran incautadas, no evidencia el dolo de tráfico que caracteriza al tipo subjetivo de la figura agravada por la que ha sido acusado”.
Me parece oportuno mencionar también al caso “Minciotti”, publicado en Fallos: 322:702, donde la Corte revocó una sentencia absolutoria, dictada en un caso de homicidio agravado por el vínculo, que hizo mérito del estado de pánico o miedo alegado por la imputada –cuya capacidad para delinquir había sido comprobada- pero omitió considerar que aquella había buscado el momento propicio para asestar un golpe de martillo a su cónyuge, evitando, con ello, una posible reacción de la víctima a quien terminó por estrangular provocándole la muerte.
Si se me permite un comentario puramente personal quiero decirles que muchas veces me pregunto, hasta dónde habría llegado el clima de inseguridad y la sensación de indefensión que padece la sociedad argentina si la Corte –dejando de lado el rol institucional que le corresponde como tribunal de garantías constitucionales- no hubiese revocado estas sentencias.
En otros casos la Corte precisó los alcances de algunas normas penales.
Por ejemplo, en el caso “Croci”, publicado en Fallos 323: 212, se dejó establecido que la condición de “funcionario público encargado de la persecución de los delitos vinculados con el tráfico de estupefacientes” –como agravante prevista en el artículo 11, inc. d de la ley 23.737-, no requería necesariamente una dedicación específica a dicha tarea, cuando el imputado era un integrante de una Fuerza de Seguridad.
Por otra parte, en el caso “Morrone”, publicado en Fallos: 322:1699, se aclaró que cuando el artículo 2 de la 23.771 –Ley Penal Tributaria- hacía referencia a “un ejercicio o período fiscal” respecto de la evasión tributaria correspondiente al impuesto al valor agregado, debía ser entendido por años y no por períodos mensuales.

Corresponde hacer referencia también a algunas decisiones del tribunal que, inspiradas en el interés de la sociedad en que los delitos sean investigados, esclarecidos y sus autores condenados, reconocieron la validez de actos procesales en los que se sustentaba la prueba de cargo.
En 1990, en el caso “Fiscal c/Fernández, Víctor Hugo s/av. Infracción ley 20.771”, publicado en Fallos 313:1305, la Corte reconoció la validez de la prueba de cargo obtenida mediante la utilización de “agentes encubiertos”. Se trataba del caso en el que resultó imputado el Cónsul de Bolivia en Mendoza, que almacenaba 9kg. de cocaína y los había entregado en su domicilio a un cómplice, que concurrió acompañado de un agente encubierto.
Asimismo, en el caso “Torres”, publicado en Fallos 315:1043, fue admitida la validez del hallazgo de estupefacientes en el curso de un allanamiento dispuesto por un juez de faltas que investigaba infracciones a la ley local y dio inmediato aviso al juez federal competente que ordenó la continuación de las diligencias.
También puede mencionarse el caso “Vega” (Fallos 316:2464) en el que la Corte dejó sin efecto una sentencia absolutoria del delito de robo fundada en que la prueba fue obtenida en infracción a la garantía de inviolabilidad del domicilio. Sin embargo, la sentencia anulada había omitido valorar como pruebas de cargo la confesión prestada en la declaración indagatoria; las inspecciones oculares; los dichos de los damnificados y el hecho de que parte de lo sustraído fue incautado en el momento de la detención de los imputados.
Dentro de la misma línea puede citarse el caso “Ernesto Sanabria”, publicado en Fallos 317:95, en el que fue revocada una sentencia que había absuelto al imputado de homicidio en grado de tentativa, porque en el expediente reconstruido no obraba copia del acta de la declaración indagatoria.
Para revocar la sentencia se tuvo en cuenta que la prueba de la materialidad y la autoría del hecho no dependían de la confesión –que no había sido prestada por el imputado- sino de otras constancias del expediente.
Allí la Corte dijo que la arbitrariedad “… se aprecia tanto más evidente si se repara en que, por ese mal entendido respeto a la garantía de la defensa del imputado –respeto que exige una afectación sustancial que no fue invocada ni por los defensores, ni demostrada por el tribunal a quo, que se limitó a la exposición de argumentos sólo formales-, en el caso se ha venido a tornar prácticamente imposible la persecución penal de graves delitos en cuya represión también debe manifestarse la preocupación del Estado como forma de mantener el delicado equilibrio entre los intereses en juego en todo proceso penal, cuales son los del individuo sometido a proceso y los de la sociedad agredida por el delito” .
También puede recordarse el caso “Aranda” (Fallos 319:209), en el que se eximió a la parte acusadora de la carga de probar la aptitud ofensiva del arma para imponer una condena por robo agravado por el uso de armas, porque ello implicaría solamente que la agravante pudiese ser aplicada en casos de flagrancia –que permitiría el secuestro y posterior peritaje sobre el arma- o cuando se hubiesen efectuado disparos, pero no cuando nada ello hubiese ocurrido.
Una de las decisiones que más polémicas ha generado fue la publicada en Fallos 320:1717, “Norma Beatriz Zambrana Daza”.
Recuerdo que se trataba de una ciudadana boliviana que había ingerido cuarenta y cuatro cápsulas que contenían cocaína, a fin de trasladarlas desde Pocitos a la Ciudad de Buenos Aires. Al sentir fuertes dolores de estómago concurrió a un hospital público donde fue sometida a un tratamiento de desintoxicación que le permitió expulsar las cápsulas ingeridas. Los facultativos que la atendieron efectuaron la denuncia correspondiente y, en primera instancia, fue condenada a cuatro años de prisión por transporte de estupefacientes (art. 5, inc. c de la ley 23.737). En cámara fue absuelta, por considerar que había sido vulnerada la garantía constitucional que prohibe la autoincriminación.
La mayoría de la Corte –que integré- fundó su decisión revocatoria afirmando que:
“El riesgo tomado a cargo por el individuo que delinque y que decide concurrir a un hospital público en procura de asistencia médica, incluye el de que la autoridad pública tome conocimiento del delito cuando las evidencias son de índole material”.
“Los jueces tienen el deber de resguardar, dentro del marco constitucional estricto la razón de justicia que exige que el delito comprobado no rinda beneficios.
“En el procedimiento penal tiene excepcional relevancia y debe ser siempre tutelado el interés público que reclama la determinación de la verdad en el juicio, ya que aquél no es sino el medio para alcanzar los valores más altos: la verdad y la justicia”.
“La nulidad de lo actuado en el caso de un delito vinculado con el tráfico de estupefacientes, afecta los compromisos asumidos por la Nación al suscribir diversos tratados internacionales, entre ellos la Convención de Naciones Unidas, contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas”.
En 1998, en el caso “Fernández Prieto”, la Corte –por mayoría que integré- confirmó una sentencia condenatoria, sosteniendo la validez de la requisa de un automóvil en el que se transportaban drogas y la detención de sus ocupantes, efectuadas por funcionarios policiales que se encontraban patrullando, dentro del radio de su jurisdicción, en función de prevención.

La mayoría de las decisiones que he reseñado muestran especialmente el propósito de afirmar la validez de lo actuado por las autoridades de prevención.
Todos sabemos que no existe el expediente perfecto, que inevitablemente, en las actuaciones judiciales o policiales pueden deslizarse errores, algunos importantes, otros sin mayor trascendencia. Es tarea del juez de todas las instancias, examinar la real significación de esos defectos, dentro de la totalidad de las actuaciones cumplidas, para evitar un error aún mayor que es la nulidad por la nulidad misma.
En mi opinión, lo más apropiado es –como lo ha hecho muchas veces la Corte- evaluar la tarea policial dentro del contexto en el cual se realiza y evitar que el excesivo rigor formal de una estrecha nulidad frustre un trabajo esencialmente correcto.
En este sentido creo que la jurisprudencia del Tribunal fue marcando el camino que el legislador siguió al dictar –en junio del corriente año- la ley 25.434, mediante la cual se modificó el Código Procesal Penal de la Nación en materias vinculadas con la actuación de las autoridades de prevención y su valoración por los órganos judiciales.

Otras sentencias de la Corte que creo conveniente reseñar están relacionadas con la cautela personal de los procesados.
Así, en el caso, “Gotelli” (Fallos 316:1934), resuelto en 1993, concurriendo con la mayoría, sostuve con el Dr. Boggiano que:
“El respeto debido a la libertad individual no puede excluir el legítimo derecho de la sociedad a adoptar todas las medidas de precaución que sean necesarias no sólo para asegurar el éxito de la investigación sino también para garantizar, en casos graves, que no se siga delinquiendo y no se frustre la ejecución de la eventual condena por la incomparecencia del reo, procurándose así conciliar el derecho del individuo a no sufrir persecución injusta con el interés general de no facilitar la impunidad del delincuente”.
“La reglamentación razonable que establece el Código de Procedimientos en Materia Penal, al regular la procedencia de la eximición de prisión y la excarcelación, del derecho a permanecer en libertad durante el debido proceso previo, puede perder ese carácter si su aplicación automática –en supuestos extremos- destruye el delicado equilibrio entre el interés individual y el general”.
“El instituto de la exención de prisión, por su naturaleza, exige que sus normas sean interpretadas de modo que favorezcan al sometimiento real del imputado al proceso otorgándose preeminente valor a circunstancias tales como la posibilidad de entorpecimiento de la investigación o elusión de la acción de la justicia.

En un sentido concordante, en el caso “Hernán Javier Bramajo”, publicado en Fallos 319:1840, fue dejada sin efecto una sentencia que dispuso la excarcelación de un detenido aplicando los plazos de la ley 24.390 sin tener en cuenta las condiciones personales del procesado; la gravedad de los hechos que se le imputaban –homicidio criminis causae, robo doblemente agravado por haber sido cometido con armas, en despoblado y en banda-; la condena anterior que registraba y la pena solicitada por el fiscal –reclusión perpetua, con la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado- que hacían presumir que, en caso de ser puesto en libertad, intentaría burlar la acción de la justicia.
No estuve de acuerdo con la decisión que el Tribunal adoptó –por mayoría- en el caso “Morales”, publicado en Fallos 318:2252, de extender a los condenados los “beneficios” que la ley 24.390 –la llamada ley del dos por uno- concedía a los procesados en causas penales.
En mi opinión este es un buen ejemplo de la causa jurídica de la inseguridad que padece la sociedad argentina. Convengamos –lo hago bajo ciertas reservas- que la ley 24.390 hubiera sido una alternativa razonable al alcance del legislador para contemplar la situación de las personas sujetas a un proceso penal. Juega a favor de esta postura la circunstancia por todos conocida de que el procesado hasta que la sentencia condenatoria tenga autoridad de cosa juzgada mantiene la presunción de su inocencia.
¿Por qué extender, entonces, sus alcances a los condenados?. No he podido comprender las razones de este privilegio.
Sabemos que la relación que existe entre los delitos que se cometen y aquellos que concluyen con una condena de efectivo cumplimiento es muy baja.
Sabemos también que perseguir los delitos y llegar a una condena es una actividad sumamente onerosa, que la sociedad –incluidas las víctimas de los delitos- paga con sus impuestos.
¿Por qué este “premio” a aquellos cuya culpabilidad ha sido declarada en forma definitiva?.
Antes de preguntar qué daños han querido remediarles a los beneficiarios de estas medidas, debería reflexionarse acerca de los males que se provocan a los demás habitantes de este país, que sí gozan efectivamente de la presunción de inocencia.
No alcanzo a comprender el sentido “garantista” de decisiones de esta naturaleza. Antes bien, creo que con ellas se genera inseguridad y que, contrariando el propósito perseguido de buena fe y con franqueza por sus autores, tienen por efectos fomentar el descreimiento en la eficacia de las instituciones del Estado de Derecho, desalentar la convivencia democrática y estimular, indirectamente, la búsqueda de remedios de indeseable brutalidad.
Juntamente con el Dr. Moliné O’Connor disentimos de la mayoría en ese fallo. Con posterioridad, en el caso “Carrizo, Hugo Oscar y otros” publicado en “Fallos” 320:1395, los Dres. López y Vázquez adhirieron al criterio de la disidencia en “Morales”.
Afortunadamente, la sanción de la ley 25.430 respaldó la razonabilidad de la postura disidente, dado que impide extender los límites temporales contenidos en la ley del “dos por uno”, cuando los plazos fijados por ella se cumplieren después de que se haya dictado sentencia condenatoria, aunque no se encontrare firme.

Me interesa reseñar, finalmente, aquellos casos en los cuales la Corte hizo mérito de normas contenidas en Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos –a los que el artículo 75, inciso 22 de la Constitución Nacional atribuyó “jerarquía constitucional” para decidir casos penales.
Se afirma, con razón, que desde la caída del Muro de Berlín el mundo ha entrado en una era de globalización.
La globalización, originada e impulsada por los cambios revolucionarios en la tecnología de la información y las comunicaciones, combinados con la necesidad de afrontar en forma coordinada e interdependiente la solución de problemas de la índole más variada -medio ambiente; finanzas; comercio; seguridad común; terrorismo; tráfico de drogas, etc.- que son comunes a la humanidad, penetra en todos los Estados -desarrollados o no- como un fenómeno creciente, irresistible y omnipresente.
El constituyente de 1994 comprendió con claridad este fenómeno. Y delineó con precisión el sendero que han de seguir los poderes constituidos.
Por un lado, dio una respuesta adecuada a la globalización económica, a la globalización de los mercados, mediante la captación normativa de los procesos de integración contenida en el artículo 75, inciso 24 de la Constitución Nacional.
El otro camino diseñado por el constituyente pasa por la recepción de los Tratados Internacionales Sobre Derechos Humanos, atribuyéndoles jerarquía constitucional, que permite la formación de una base jurídica común que une a los Estados Partes en dichos tratados.
Me parece adecuado aquí hablar de una “globalización normativa en materia de Derechos Humanos”.
En ella, tal como sucede dentro del régimen del Pacto de San José de Costa Rica, los Estados Partes aplican –mediante sus órganos legislativos, administrativos y jurisdiccionales- normas similares en materia de Derechos Humanos y los órganos supranacionales aconsejan, advierten o juzgan acerca del cumplimiento de dichos tratados por los países firmantes.
En mi opinión personal y, en tanto se mantenga dentro de esos cauces, creo que esta globalización normativa es beneficiosa, porque además de formar un cuerpo normativo común en la importante materia de los derechos humanos, también es respetuosa, en la mayor medida posible, de la soberanía –fundamento del derecho internacional- de los estados miembros.
Por eso es que ninguna duda tuve al firmar sentencias como las dictadas en los casos “Giroldi”, o “Gorriarán Merlo” en las que la Corte invalidó normas procesales penales que entraban en colisión con los tratados sobre Derechos Humanos. Era consciente de que en esos casos contribuía a que un órgano del Estado Argentino –ejerciendo un acto soberano, como es una declaración de inconstitucionalidad- promoviera la integración normativa en materia de derechos humanos con otros Estados.
Existe, en cambio otra globalización, a la que llamaré “globalización jurisdiccional” cuya evolución observo con serios reparos.
Una de las bases sobre las que se sustenta la comunidad internacional es la cooperación entre los Estados para la persecución y el castigo de los delitos. Ella se inspira en un ideal colectivo de afianzar la justicia y el interés compartido de evitar la impunidad de los criminales.
Pero hago notar que hablo de cooperación y esto significa la voluntad de actuar de manera concertada entre dos o más estados soberanos. En ella se funda –por ejemplo- la rica normativa –convencional, legal y consuetudinaria- que rige a la extradición de criminales.
Hablar de cooperación entre estados soberanos significa, en mi opinión, que dicha actuación concertada se practique respetando la igualdad soberana entre los estados, principio que incluye dentro de su formulación al principio penal y procesal de territorialidad.
En los tiempos que corren esta “globalización jurisdiccional” a la que hice referencia se hizo manifiesta de una manera inorgánica.
Un tribunal, situado en alguno de los países que hoy exhiben al funcionamiento de sus instituciones y el respeto de los derechos y garantías con el mismo orgullo con el que –un siglo atrás- mostraban la pujanza de sus imperios coloniales, mediante una interpretación extensiva de principios que todos compartimos –como aquellos que repudian la impunidad de los crímenes de lesa humanidad- dejando de lado el principio de territorialidad, se arroga la competencia para juzgar y condenar delitos que han ocurrido en el territorio de otro estado soberano, que, naturalmente, tiene menor poderío económico y militar que el país donde tiene su asiento el tribunal requirente.
Conocemos varios casos que se han planteado en este sentido. No conozco ninguno que lo haya hecho en sentido inverso.
Una manera más orgánica de esta “globalización jurisdiccional” es la que está estructurada en el “Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional”, al que dimos cabida en nuestro ordenamiento mediante la ley 25.390, publicada el 23 de enero de este año.
Comparto, como seguramente lo harán ustedes, todos los propósitos que figuran en el Preámbulo de ese Estatuto.
Comparto, como seguramente lo harán ustedes, las tipificaciones delictivas –genocidio; crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra- que con envidiable precisión contiene el mencionado Estatuto.
¿Cuáles son entonces mis reparos?
Básicamente la posición preeminente que el Estatuto atribuye al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
El Consejo de Seguridad puede instar la acción penal internacional; puede solicitar la suspensión del trámite de un proceso sine die y la Corte Penal Internacional está obligada a decretarla; el Consejo de Seguridad es el garante del Estatuto y puede ser el ejecutor de las decisiones de la Corte Penal Internacional.
Hablando claro, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas son, en realidad, sus cinco miembros permanentes, que, a diferencia de los demás Estados tienen derecho de veto. No se trata precisamente de una institución democrática, sujeta a controles.
Cada uno de esos Estados cuenta con un poderoso arsenal de armas nucleares, quimícas y bacteriológicas de destrucción masiva, cada vez más desarrollado y sofisticado, preparado para disuadir y agredir, que resume, con fáctica brutalidad, todo el extenso catálogo de aberrantes delitos que el Estatuto define con singular detalle.
Todos ellos –algunos en el presente, otros en un pasado no muy lejano- tienen una extensa nómina de actos que contrastan con el respeto debido a los Derechos Humanos y sobre los que –amparados en su poderío- nunca han respondido, ni siquiera dando señales de arrepentimiento.
Si estos son los impulsores, los garantes y los ejecutores de la Justicia Penal Internacional, creo que no nos llevará mucho tiempo, desengañarnos y comprender que tras la apariencia del ideal de la Justicia Universal, que todos compartimos, no habremos hecho otra cosa que legitimar la prepotencia.

DISCURSO EN CORDOBA

Tener la oportunidad de pronunciar las palabras de apertura de este ciclo de disertaciones que los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación realizarán en la Universidad Nacional de Córdoba, constituye para mí una honrosa y emotiva circunstancia.
Honrosa porque esta es la primera visita que varios integrantes del Tribunal que me toca presidir efectuamos a una universidad situada en el interior del país.
Emotiva, porque en mi caso es también la vuelta de un hijo al hogar nativo después de una larga ausencia, momento en que afloran con fuerza irresistible –en la mente y en el corazón- los recuerdos de la juvenil búsqueda de la ciencia y, por supuesto, el parentesco inextinguible de la amistad formada en las aulas.
Un siglo atrás, un ilustre graduado de esta casa decía: “Confieso con íntimo regocijo, que durante toda mi vida me acompañó el recuerdo de los años pasados en la frecuencia de estas aulas, alimentando mi creencia en los sentimientos más puros, sosteniendo mi fe en los resultados del esfuerzo intelectual, y cual si me hallase confundido con su propio ser y abolengo, en los más graves conflictos de mi conciencia y en las más arduas tareas mentales, sostuvo mis entusiasmos y duplicó mis energías la convicción de un deber superior, el ser digno en todo tiempo del vínculo creado, el honor y el prestigio de mis maestros, y el anhelo de no empañar el cuadro de sus gloriosas tradiciones”.
Estas palabras de Joaquín V. González, hijo de esta Universidad y padre de otra universidad prestigiosa, creo que son compartidas por quienes salieron de esta Casa con el mandato heráldico de llevar su nombre ante las naciones.
Es indudable que, por varios motivos, la Universidad de Córdoba es el mejor lugar para realizar este primer encuentro entre universitarios del interior del país y los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
En primer lugar, porque está situada en una provincia y en una ciudad que –como el justo medio aristotélico- constituyen la síntesis más precisa entre la Argentina de las ricas llanuras y puertos activos, demasiado acostumbrados –quizás- a mirar hacia fuera y aquella Argentina de la serena reflexión que nace en las montañas, los valles y los cerros del interior profundo. Esa síntesis, en el terreno cultural -y esta universidad es una muestra de ello- se manifiesta como una incesante búsqueda del progreso, que se realiza sin descuidar el valor del respeto a las tradiciones.
Además, porque se trata de un encuentro de quienes tienen a su cargo la misión de administrar justicia en el más alto nivel y la comunidad universitaria más antigua del país.
Si, en términos generales, es importante el aporte que las universidades hacen a la vida del derecho y de las instituciones, en términos particulares el aporte que al Derecho y a las Instituciones de la República Argentina ha realizado y realiza la Universidad Nacional de Córdoba puede considerarse decisivo.

En primer término porque en todos sus aportes está el notable vigor que nace de una tradición cercana a los cuatro siglos. Basta pensar que cuando el Mayflower era un proyecto, Manhattan, tierra salvaje y Buenos Aires un caserío cuya riqueza sólo podía codiciar un corsario extraviado, aquí se alzaba un faro intelectual destinado a enseñar latinidad, artes y teología, que –como sigue haciéndolo en nuestros días- irradiaba su luz de formación humanística en el vasto territorio colonial.
“Llevad mi nombre ante las naciones” ordenaba esta Casa a sus hijos. Ese mandato, fraterno y solidario, fue cumplido cabalmente por todos aquellos que se formaron en sus aulas.
Tres de sus alumnos integraron el Primer Gobierno Patrio. Un tercio de las firmas de la Declaración de la Independencia corresponden a los egresados de esta Universidad que participaron en el Congreso de Tucumán y diez hijos de esta Casa estuvieron entre quienes, en 1853, ordenaron, decretaron y establecieron la Constitución de la Nación Argentina.
Basta pensar en Dalmacio Vélez Sársfield para comprender el vasto y perenne aporte que esta Universidad hizo a nuestro derecho privado y alcanza solamente con mencionar a Joaquín V. González para apreciar cuánto dio esta Universidad a nuestro derecho público.
Fue un hijo de esta Provincia y de esta Casa –José Figueroa Alcorta- el único argentino que dignamente presidió –en distintas etapas de su vida- a los tres poderes del Estado Nacional y, en los últimos tiempos, hemos visto como, al concluir su mandato, un egresado de esta Universidad se despojaba de la banda presidencial y la colocaba sobre el hombro de otro graduado de la Casa de Trejo que iniciaba su período constitucional.
Pero, es un deber para mí, como Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, expresar el reconocimiento que el Tribunal tiene hacia la Universidad Nacional de Córdoba por todo lo que ella le aportó.
La historia de la Corte, que no llega al siglo y medio, es breve comparada con el largo sendero cercano a los cuatro siglos que lleva recorrido esta Casa. Sin embargo, hay en esa historia un extenso e importante capítulo escrito por los egresados de esta Universidad que integraron el Tribunal.
Esa historia comienza con dos de los primeros jueces del Tribunal, Salvador María del Carril y Francisco Delgado, que aquí se formaron, y en forma continua llega hasta dos de los actuales jueces de la Corte que también son egresados de esta casa.
La cuarta parte de quienes integraron la Corte a lo largo de su historia, incluyo entre ellos a Manuel Pizarro, Salustiano Zavalía, Abel Bazán y su comprovinciano, el riojano Jorge Vera Vallejo; Luis V. Varela, Nicanor González del Solar, Cornelio Moyano Gacitúa, Lucas López Cabanillas, Agustín Díaz Bialet, Pedro J. Frías y Gustavo Bossert, obtuvieron sus diplomas en esta Universidad. Con ellos trajeron al Tribunal los conocimientos, valores y sentimientos que generosamente les proveyó la Casa de Trejo.
Cabe señalar que hubo un período en la historia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, entre 1915 y 1923, en el que, con distintas integraciones, tres de los cinco jueces del Tribunal –la mayoría- fueron egresados de la Universidad Nacional de Córdoba. Fue durante ese período en el cual la Corte posiblemente haya dictado –hay en esto una apreciación subjetiva- la sentencia más importante de toda su historia al resolver el caso “Ercolano c. Lanteri”. Todos sabemos que a partir de esa decisión y sin modificación formal del texto de la Constitución, otro fue el sentido del derecho de propiedad y de la libertad de contratar; distintos fueron los alcances del poder de policía y desde entonces cambiaron, muy profundamente, el régimen político y el ordenamiento socioeconómico en la República Argentina. Con esa sentencia la Corte certificó la defunción del individualismo decimonónico –cuyo “canto del cisne” era la disidencia del Presidente Bermejo- y expidió, con tres firmas, la partida de nacimiento al estado social o de bienestar. De esas tres firmas, dos, las de José Figueroa Alcorta y Dámaso Palacio, eran de egresados de esta Universidad.
Precisamente, entre los temas que se expondrán en este encuentro habrán de tratarse cuestiones que –como las resueltas en el caso “Ercolano”- están vinculadas con el Poder Judicial de la Nación-, sus relaciones con los otros poderes y sus vínculos con la ciudadanía –como son los temas que abordarán los doctores Guillermo López y Eduardo Moliné O’Connor y el que está a mi cargo-.
Me interesa también destacar que de los veintisiete presidentes que la Corte Suprema ha tenido, ocho fueron egresados de esta Casa. Hablar de la trayectoria de Salvador María del Carril, Abel Bazán, Benjamín Paz, José Figueroa Alcorta, Alfredo Orgaz; Adolfo Gabrielli y José Severo Caballero, significa para mí un especial compromiso porque comparto con ellos el honor de presidir el Tribunal y el orgullo de llevar el nombre de esta Casa ante las demás naciones. Ese compromiso singular implica también la responsabilidad de tratar de hacerlo con la misma dignidad, idéntico brillo y similar empeño con que lo hicieron mis predecesores.
Finalmente, quiero concluir este mensaje de apertura citando las palabras con las cuales Joaquín V. González cerró el discurso que pronunció en la colación de grados de esta Universidad el 8 de diciembre de 1904. Allí, el autor del centenario y célebre “Manual de la Constitución Argentina”, exhortaba a los graduados de esta casa a “…no olvidar jamás la Universidad que vivirá estos recuerdos perpetuados, y a trabajar sin reposo por su mayor lustre y honra en todos los tiempos, ya que es ella en sí misma una elevada síntesis de todos los conceptos constitutivos de la nacionalidad que la inspira y de la civilización universal que la sustenta.”
Muchas gracias.

INTEGRACIÓN Y COOPERACIÓN JUDICIAL ENTRE LA ARGENTINA Y CHILE: UN NUEVO ÁMBITO PARA UNA SECULAR TRADICIÓN.

Para comprender adecuadamente las posibilidades que ofrece la cooperación judicial entre Chile y la Argentina es esencial tener en cuenta las particularidades de las relaciones entre ambos países.
En primer lugar, argentinos y chilenos compartimos más de cuatro mil kilómetros de frontera común (la tercera frontera más extensa del mundo), sin embargo, a casi dos siglos de vida independiente siempre hemos resuelto por vías pacíficas nuestros conflictos limítrofes. Más aún Chile y la Argentina desde los casi centenarios “Pactos de Mayo” acordamos someter nuestros conflictos de límites al arbitraje, postura que, reafirmada en tratados posteriores, ambas naciones siempre respetaron. En este y muchos otros aspectos –como los acuerdos de desarme-, la conducta ejemplar de ambos países se adelantó bastante al admitir y poner en práctica, principios que la comunidad internacional aceptó mucho después.
Si a lo largo de su historia Chile y la Argentina han demostrado una envidiable aptitud para resolver pacíficamente sus conflictos, es factible pensar en los importantes efectos que esa capacidad puede producir cuando se emplea en relaciones de cooperación.
Me interesa recordar especialmente que, en el pasado, la Argentina recibió –del otro lado de los Andes- valiosos aportes que enriquecieron a normas fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico. Para demostrarlo, bastan tres ejemplos.
La prudente Constitución de Chile de 1833, con su envidiable secuela de estabilidad política y adelanto económico y social, se proyectó veinte años después, por obra de Juan Bautista Alberdi en la organización política argentina –especialmente en lo relativo a la configuración del Poder Ejecutivo Nacional- trayendo también de este lado de los Andes su aporte progresista.
Repasar las notas del Código Civil Argentino, es una oportunidad para reencontrarse varias veces con la pluma y la magnífica obra legislativa de Andrés Bello y comprender que en el terreno de las relaciones jurídicas privadas existen muchas normas comunes.
Finalmente, nuestro Código de Minería fue elaborado por el jurista y gobernante cordobés Enrique Rodríguez, cuyo profundo conocimiento de la especialidad tenía su fuente principal en la práctica profesional desarrollada durante largo tiempo en el foro trasandino.
En los últimos años el flujo comercial y las inversiones recíprocas han aumentado considerablemente, esta circunstancia abre un ancho cauce a la cooperación judicial. Quien invierte no sólo lleva capitales, sino también personas, conocimientos, técnicas y necesita contar –en el destino de su inversión- con un sistema jurídico confiable y eficaz, la cooperación judicial es un componente indispensable para satisfacer ese requerimiento. Ella permite que las personas vinculadas con cuestiones juridicas –abogados, jueces, funcionarios- amplíen sus horizontes y conozcan el funcionamiento real de los ordenamientos jurídicos de ambos países, señalando las diferencias y buscando las similitudes que, por motivos prácticos, tienden a aumentar. Entiendo que es función de los gobiernos –en sentido amplio, porque incluyo a los jueces- estimular el desarrollo de esta tendencia.
La integración intensifica la cooperación judicial. Sucede que cada juez, ya no es solamente juez de su país, es también un juez comunitario y este rasgo lo comparte con todos los jueces de los países que participan en el proceso de integración, es decir, la cooperación judicial ya no se desarrolla entre jueces de diferentes países, sino que la realizan jueces a los que unen objetivos, propósitos y normas comunes.
Uno de los indicadores de la importancia que se atribuye a un proceso de integración pasa por tener un órgano común, permanente e independiente, que, con métodos y principios jurídicos, decida los conflictos que derivan de la aplicación de las normas comunitarias
En este sentido, siempre he bregado porque el Mercosur cuente con un tribunal supranacional. Observo, sumamente complacido, que el Presidente de Chile, Ricardo Lagos, es también partidario de intensificar los mecanismos institucionales de solución de controversias en el Mercosur.
Ese punto de vista coincide plenamente con la ejemplar tradición que chilenos y argentinos, desde la Independencia hasta hoy, hemos tenido en el manejo de las relaciones comunes.

DISCURSO EN CATAMARCA

Pronunciar las palabras de clausura de este encuentro de magistrados federales, es para mí una singular distinción. En especial porque tengo la oportunidad manifestar mi profunda satisfacción por la realización de eventos como el que nos ha convocado.
En primer lugar, por la variedad de las cuestiones que se han debatido. Debo destacar que temas como la percepción de los recursos del tesoro nacional; la represión del narcotráfico y la prevención de la drogadicción; la seguridad de los aeropuertos; la intervención de las comunicaciones y los ilícitos informáticos, son sumamente diversos, pero todos comprometen intereses nacionales y por eso se justifica que sobre ellos se concentre la atención de quienes ejercen la jurisdicción federal.
Además, por la solvencia y dominio con los que los fueron desarrollados esos temas. Si han existido características comunes a todas las disertaciones ellas han sido la precisión, la profundidad y la brillantez de las que hicieron gala los expositores.
Asimismo, quiero destacar el esfuerzo y la permanente dedicación de los organizadores de este evento y la hospitalidad, característica de la comunidad catamarqueña, puesta de manifiesto por la calidez con que nos han recibido las autoridades de esta Ciudad Capital y de esta Provincia, que también es la mía.

Creo que es oportuno recordar que no muy lejos de aquí, la solemne jura de la Constitución distinguió entre todas, a esta querida ciudad. Es que ese 9 de julio de 1853, “el orador de la Constitución”, nos dio a todos –pero en especial a aquellos que unimos nuestra vida al Derecho- la fórmula indiscutible para transformar un momento crítico –y vaya si aquél lo era- en una prometedora esperanza, después cumplida.
Esquiú, que no había venido solamente a esparcir flores, sino a enseñar verdades, dijo aquí, en palabras que resonaron por todo el país, “sin leyes no hay Patria, no hay verdadera libertad; existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra y males de que Dios nos libre eternamente a la República Argentina”.
Para evitar esos males todos debíamos acostumbrarnos a obedecer a las leyes, mandato que Fray Mamerto sintetizó magistralmente, al decir: “Los hombres se dignifican arrodillándose ante la ley”.
Esta sumisión a la ley que el artículo 1 del Código Civil impone a “todos los que habitan el territorio de la República, sean ciudadanos o extranjeros, domiciliados o transeúntes” es un deber que desde la reforma constitucional de 1994 tiene jerarquía constitucional, porque está expresamente establecido en el art. 33 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre.
Pero, si este es un deber común para todos los habitantes, asume características especiales cuando se trata de los jueces.
En el caso concreto de los magistrados federales, creo que es necesario destacar la existencia de un lazo especial entre la función que nos toca desempeñar y la primera norma a la que debemos sumisión, que es la Constitución Nacional.
Ese vínculo especial comienza con el juramento exigido por el art. 112 de la Constitución, mediante el cual hemos ligado a nuestras creencias o convicciones el deber de desempeñar nuestras funciones “administrando justicia bien y legalmente, y en conformidad a lo que prescribe la Constitución”.
La Constitución, “la Carta que –al decir de Joaquín V. González- nos engrandece y nos convierte en fortaleza inaccesible a la anarquía y al despotismo, nos ha encomendado el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre ella, las leyes de la Nación dictadas en su consecuencia y los tratados con las potencias extranjeras. Y haciendo ostensible ese lazo particular que existe entre la Constitución Nacional y la Justicia Federal el art. 3 de la ley 27 nos dice a los magistrados que la integramos: “Uno de sus objetos es sostener la observancia de la Constitución Nacional, prescindiendo, al decidir las causas, de toda disposición de cualquiera de los otros poderes nacionales, que esté en oposición con ella”.
Muchas veces me he preguntado cuál fue el motivo por el cual la Constitución Nacional estableció ese vínculo particular con los jueces federales y la ley 27 nos encomendó la función concreta de asegurar la sumisión a la Constitución que reclamaba en su oración Fray Mamerto Esquiú.
Una de las posibles respuestas está dada, en mi opinión, porque a los magistrados federales les corresponde, en especial, el cumplimiento del primero de los objetivos que la Constitución enuncia en el Preámbulo: “constituir la unión nacional”.
A primera vista puede parecer contradictorio que un país que adopta para su gobierno la forma federal –caracterizada por admitir en su interior una pluralidad de entidades descentralizadas y autónomas- proponga como primer objetivo “la unión nacional”.
Pero un análisis más profundo –nutrido no solamente con los aportes de la ciencia política, sino también con el conocimiento de las particularidades históricas, culturales y sociales del federalismo argentino- nos muestra que un estado federal se caracteriza por buscar el equilibrio –siempre inestable- entre dos tendencias contradictorias que allí coexisten: la tendencia a la unidad y la tendencia a la diversidad.
En nuestro régimen la búsqueda de la unidad comienza por la Constitución Nacional que poniendo especial énfasis proclama su supremacía sobre todas las demás normas, que están formal y materialmente subordinadas a ella. Pero también son supremas las leyes de la Nación que el Congreso dicte en su consecuencia y que sean promulgadas –expresa o tácitamente- por el Poder Ejecutivo Nacional, a quien la Constitución atribuyó el carácter de “Jefe Supremo de la Nación”.
Si esto no alcanzara para afirmar la unidad del Estado puede agregarse el aporte de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que, entre otras funciones, da uniformidad a la interpretación y aplicación de las normas del derecho federal –entre ellas la Constitución Nacional- y además puede –lo que el Presidente y el Congreso no pueden hacer- dejar sin efecto decisiones de autoridades locales, como lo hace cuando revoca una sentencia dictada por un tribunal de provincia.
Sin embargo, para mantener la existencia del estado federal, tales medios deben ser empleados por las autoridades del gobierno central con la mayor prudencia y mesura, caso contrario, se produciría la ruptura del equilibrio federal y el ahogo las autonomías provinciales asfixiadas por la intensa presión de la uniformidad.
Fue con el objeto de mantener la armonía de las instituciones federales y evitar la ruptura de ese equilibrio entre la unidad y la pluralidad que la Constitución estableció a la justicia federal.
Para eso “El Poder Judicial de la Nación” –como correctamente lo designa el artículo 108 de la Constitución Nacional- no fue concebido como un mero órgano de administración de justicia, sino como un poder del estado encargado de velar por el mantenimiento de la separación de poderes que componen el gobierno federal y asegurar la coexistencia de los estados locales con el Gobierno Nacional.
Uno de los medios destinados a “constituir la unión nacional” es asegurar la unidad del derecho federal. Unidad en la creación de las normas federales, función a cargo –primordialmente- del Congreso, y uniformidad en la interpretación y aplicación del derecho federal, misión encomendada a los magistrados de la justicia federal.
Es interesante destacar que la tensión entre la unidad y la pluralidad que existe en la estructura formal de todo estado federal se reproduce en el ánimo de cada uno de los integrantes de la magistratura federal.
Distribuidos en todo el territorio de la República, los jueces y camaristas federales tiene la función de asegurar la uniformidad de la aplicación de las normas del derecho federal. Pero esa uniformaidad no es mecánica ni deshumanizada.
Por el contrario, en cada magistrado federal hay una persona que asumió con su juramento el compromiso de afianzar la justicia y de constituir la unión nacional. También hay una persona que puede ser oriunda de la provincia en la que le toca ejercer su magistratura o que rápidamente afincada en ella, no tarda en asimilar la mayoría de las particularidades que distinguen a la sección judicial en la que actúa.
Para esos magistrados no será lo mismo aplicar el código electoral en distritos cuya población es homogénea, está concentrada en centros densamente poblados, goza de un alto grado de alfabetización y cumple regular y mayoritariamente con sus deberes cívicos, que hacerlo en circuitos que por sus particularidades –opuestas a las indicadas anteriormente- se caracterizan por tener un alto porcentaje –a veces mayoritario- de individuos que no votan.
Bien distinta será la situación de un magistrado federal ante un plazo de seis horas, cuando la autoridad de prevención está a escasa distancia del Juzgado, de la del juez que se encuentra ante un procedimiento realizado a centenares de kilómetros o en lugares de difícil acceso.
En la búsqueda de la uniformidad del derecho federal, el magistrado debe conciliar las exigencias de normas abstractas, generales y dictadas en centros distantes, con los imperativos que resultan de las particularidades –de todo orden- del distrito en el que ejerce su jurisdicción.
Cuando un magistrado federal adopta una decisión en la que armoniza, con razonamientos sólidamente asentados, la uniformidad del derecho federal con las características específicas de la sección en que su tribunal está situado puede decirse que la función de “constituir la unión nacional” se cumple de la manera más sublime, profunda y completa.
No es la “unión nacional” que puede declamarse en un inflamado discurso que se lleva el viento, tampoco es la que puede resultar de una multitudinaria –pero fugaz- reunión política, es la unión real, concreta y efectiva que se formaliza en la soledad de un despacho y ante un expediente, cuando el juez federal une a las palabras de la ley su razonamiento y su experiencia y declara la voluntad estatal en un acto jurídico: la sentencia, en la que armoniza los intereses nacionales con las particularidades locales.
De esa manera, silenciosa y abnegada, generalmente asediados por la incomprensión y la falta de recursos, rara vez reconocidos, los magistrados federales fueron construyendo y construyen todos los días la unión nacional.
José M. Guastavino –el primer secretario que tuvo la Corte Suprema- escribió en el prefacio del tomo primero de la Colección de Fallos: “Es la Corte Suprema que con la justicia de sus fallos y con su acción sin estrépito pero eficaz está encargada de hacer la Constitución eche hondas raíces en el corazón del pueblo y se convierta en una verdad práctica”. En mi opinión, las mismas palabras pueden emplearse para caracterizar la función de los jueces federales.
Sé que no es una tarea sencilla y exige un enorme conocimiento y prudencia de parte del juez. Sus actos son observados y controlados no sólo por los tribunales superiores, sino también por los órganos a los que la Constitución atribuyó el examen de la responsabilidad de los jueces y por la opinión pública.
Creo que es importante recordar que la Corte desde sus orígenes tuvo una cabal comprensión de la importante función que la Constitución había asignado a los jueces federales. He mencionado al tomo primero de la Colección de Fallos, de él surge que el 12 de octubre de 1863, inmediatamente después de instalada en forma definitiva, la Corte dictó dos reglamentos, el interno del Tribunal y el “Reglamento para los Juzgados Seccionales”.
En la búsqueda de armonizar el ejercicio de sus funciones con las particularidades de la Sección en que el juzgado tendría su asiento, la Corte facultó a cada juez a fijar las horas en la que atendería su despacho señalando las horas “que, atendidas las costumbres de la Provincia en que residan, juzguen más cómodas para los litigantes”.
Era la hora de la Organización Nacional, los argentinos habíamos asumido como propia aquella consigna –de permanente vigencia- que Bartolomé Mitre había expresado “…debemos tomar a la República Argentina tal cual la han hecho Dios y los Hombres, hasta que los hombres, con la ayuda de Dios, la vayan mejorando”.
“El poder judicial –dijo también Mitre en otra ocasión- en el orden federativo estaba bosquejado en la Constitución; pero era una letra muerta, un símbolo de la verdad que necesitaba verse animado por el fuego sagrado de la conciencia. El poder judicial era una teoría, el programa de un derecho: necesitaba ser un hecho”.
Y hablar de “Unión Nacional” en aquél entonces podía parecer una utopía, escuchemos la descripción que hace en “Soy Roca” Félix Luna: “En esos años, las provincias norteñas se sentían más vinculadas a la riqueza boliviana que a sus hermanas del sur. Algunos dirigentes del litoral soñaban con formar una república independiente recostada en el poder brasilero. Mendoza tenía más vínculos con Valparaíso que con Buenos Aires …Sarmiento, siendo presidente, se negó a establecer una presencia argentina en el estrecho de Magallanes, porque tenía dudas sobre los derechos de nuestro país. ¡Hasta un aventurero francés se proclamó rey de la Patagonia! …Fue tan endeble en estas tierras la noción de autoridad que no existía en los pueblos la menor idea de la significación del Estado. Existían enormes territorios donde su presencia era desconocida.”.
Allí fueron para modificar profundamente esa difícil e inerte realidad los ferrocarriles y el jefe de estación; el telégrafo y la oficina de correos; las leyes de fondo y su función civilizadora; las maestras; el ejército y, con sus conocimientos, sus códigos, sus libros y sus familias, los jueces federales.
Clodomiro Zavalía –que fue juez federal- publicó en 1920 una Historia de la Corte Suprema, que dedicó “a la ilustre memoria de grandes jueces de la República”, en la que nos dice que en aquellos tiempos heroicos “fueron los Jueces Federales como avanzadas en regiones no del todo incorporadas a la plenitud de la vida organizada y tranquila: fueron esos jueces, precisamente en estos años de 1865 a 1870, los que salvaban a diario las instituciones comprometidas por la sedición y la revuelta”. Yo agrego que ellos fueron los ejecutores del imperativo de sumisión a la ley que proclamó aquí, en Catamarca, el “orador de la Constitución”.
Correspondía a la justicia federal la difícil tarea de generar el sentimiento de constitucionalidad, definido por Julio Oyhanarte como “la conocida y espontánea aceptación de una norma suprema de convivencia que sea algo así como el símbolo de la voluntad que todos tenemos de vivir juntos y realizar, sin estorbarnos, sin agredirnos, aceptándonos y respetándonos, solidariamente, en un destino común”.
El cumplimiento de esa misión puesta a cargo de los magistrados federales, posiblemente sea la tarea más delicada que tienen asignada porque, como nos enseñaba Alberdi: “La ley, la Constitución, el gobierno, son palabras vacías, si no se reducen a hechos por la mano del juez que, en último resultado, es quien los hace ser realidad o mentira”.
La Corte Suprema, que no es ajena a tal cometido, siempre puso de manifiesto su preocupación e interés porque los jueces de la Constitución –como varias veces los llamó en muchos de sus fallos- vieran allanadas todas las dificultades de hecho y de derecho que pudieran obstaculizar la realización de sus funciones. Un ejemplo de ello, por citar alguno, puede verse en la amplia delegación de facultades de superintendencia que efectuó en la Cámaras Federales, desde que éstas fueron creadas a principios de este siglo.
Además –salvando la omisión de la Convención Reformadora de 1994- la ley 24.937, reconoció –como no podía ser de otra manera- el derecho de los magistrados federales que ejercen funciones en tribunales asentados en el interior del país, de ocupar el sitial que naturalmente les corresponde en el Consejo de la Magistratura.
Finalmente, quiero cerrar estas palabras con el reconocimiento que siempre la Corte Suprema de Justicia de la Nación –en todas sus composiciones- ha tenido por sus magistrados federales que –parafraseando una feliz expresión constitucional- son sus “agentes naturales”.
He mencionado la función integradora de la Nación que le tocó desempeñar a la Justicia Federal, quiero destacar que ha sido su aporte innegable –el de todos y cada uno de los jueces federales- es el que ha hecho de la Constitución –como lo viene diciendo la Corte desde hace más de sesenta años- “una creación viva, impregnada de realidad argentina”.

DISCURSO EN CARACAS

La “Participación ciudadana en los procesos judiciales” concierne a un ámbito directamente vinculado al perfeccionamiento y a la consolidación de nuestro régimen republicano de gobierno, como lo es instaurar las instituciones y los procedimientos que sean apropiados para que el Poder Judicial pueda cumplir eficazmente frente a los ciudadanos la expresa función que en forma indelegable, y enfatizo esta condición, le atribuye la Constitución Nacional de conocer y decidir, con fuerza de verdad legal, aquellos conflictos que deriven de la aplicación del derecho.

En la búsqueda de plantear diversas alternativas del modo en que puede canalizarse, de modo directo o en forma mediata, la participación ciudadana en el marco de los procesos judiciales, se abordarán distintos institutos que coinciden en la común finalidad de intentar un fecundo acercamiento de los habitantes de nuestra tierra en la función institucional de dar a cada uno de lo suyo, de hacer justicia en cada uno de los asuntos cotidianos que, multiplicados por varios miles, se presentan en el desarrollo de nuestra comunidad.
La expansión de la legitimación activa en materia de intereses difusos, el reconocimiento de la figura del “amicus curiae”, la profundización del uso de los medios no adversariales para la solución de conflictos, el funcionamiento -en el ámbito de su competencia- de consejos de la magistratura, y el juicio por jurados son instrumentos que tienen por finalidad inmediata el logro de los altos objetivos señalados.
LA RUPTURA DE LOS MOLDES TRADICIONALES
EN MATERIA DE LEGITIMACIÓN ACTIVA.
Un tratamiento preeminente merece, por su marcada trascendencia en la participación ciudadana en los procesos judiciales, la cuestión atinente a la reformulación de los conceptos históricos relativos a los sujetos legitimados para activar la jurisdicción de nuestros tribunales en pleitos contra el Estado o contra corporaciones productoras de bienes y servicios.
Porque la tutela jurídica ya no se circunscribe únicamente al sujeto lesionado de modo directo y personal en el disfrute de sus derechos, sino que comprende además un elenco muy variado de posiciones que la Constitución denomina “derechos de incidencia colectiva”, que son aquellos cuya pertenencia es difusa o corresponde a un grupo organizado dentro de la sociedad.
Al igual que en otras latitudes, en la Argentina de los últimos años se viene desarrollando un claro proceso expansivo del marco de la legitimación, que tiende a superar el tradicional esquema liberal del Estado de Derecho donde sólo un tipo de interés social adquiría relevancia jurídica, esto es aquel que consistía precisamente en la defensa del propio círculo individualizado de actuación personal.
Sin embargo, es importante destacar que de la ampliación constitucional de los sujetos a quienes se reconoce legitimación procesal para requerir el amparo en defensa de los intereses generales, no se sigue la automática aptitud para demandar si no se acredita el cumplimiento de ciertas condiciones necesarias para instar el ejercicio de la jurisdicción.
Si bien es cierto que el reconocimiento de los derechos de incidencia colectiva o intereses difusos implica un importante paso hacia delante en cuanto se amplían los márgenes de expresión del pluralismo real, también lo es que el reconocimiento de legitimación a entes exponenciales del interés colectivo presenta nuevos y graves problemas de instrumentación que, por encontrarse en juego el recordado principio republicano de la división de poderes, deben ser regulados con la mayor precisión.
En suma, el profundo cambio cultural y estructural producido por el ensanchamiento de la base de la legitimación requiere de un nuevo ordenamiento procesal susceptible de contenerlo y canalizarlo, para evitar los efectos institucionalmente perniciosos del hecho de que los jueces definan materias que la Constitución nítidamente difiere a la exclusiva apreciación y decisión de los poderes políticos del Estado.
Este es uno de los desafíos de nuestro tiempo que debemos afrontar seriamente, pues los jueces no administran ni legislan y deben contar con una prudente autorrestricción cuando las partes les invitan, bajo el rótulo de un caso jurisdiccional, a abordar materias que escapan a su competencia. La función propia de los órganos judiciales es el juzgamiento de conflictos donde se enfrenten partes genuinamente adversarias planteando una materia que la Constitución no ha reservado al exclusivo resorte del Poder Legislativo y al ámbito del Poder Ejecutivo .

EL AMICUS CURIAE Y LA TUTELA
DE LOS INTERESES GRUPALES-
Uno de los mecanismos destinados a encauzar los vínculos entre la sociedad y el Estado, cuando este ejerce la función judicial, es la figura del “amicus curiae”, característica del procedimiento judicial en los países anglosajones.
Si bien es cierto que algunos remontan sus orígenes al Derecho Romano, su difusión actual proviene de los países del common law. Edward Coke, en las Institutas -que fueron escritas entre 1628 y 1632- afirmaba que amicus curiae era quien, para ayudar al tribunal, le suministraba información sobre cuestiones -esencialmente jurídicas- en las que el órgano judicial manifestaba dudas o podría encontrarse equivocado y le recordaba precedentes o doctrinas que podían ser aplicables para decidir con acierto un caso complejo.
En aquellos tiempos de jueces legos y de reducida divulgación de los aportes de la ciencia jurídica, coincidían la denominación de la institución -literalmente amicus curiae es “el amigo del tribunal”- con la función de asistencia jurídica que este “amigo” desempeñaba.
Hoy, dejando de lado las digresiones semánticas, podemos observar que el amicus curiae, tal como actúa ante los tribunales norteamericanos (especialmente ante la Suprema Corte) aparece como un mecanismo formidable destinado a encauzar las relaciones entre la sociedad y el Estado cuando éste ejerce su función de juzgar.
Sabido es que a los Tribunales Constitucionales -cualquiera fuese su denominación- les corresponde definir aspectos esenciales de la vida individual y social de los ciudadanos.
Establecer los límites de las expresiones, la protección del honor y de la intimidad; los alcances del derecho de propiedad y de la libertad de asociarse; aceptar o repudiar la pena de muerte, la eutanasia y la interrupción voluntaria de los embarazos; admitir la posibilidad de despenalizar la tenencia de algunas drogas llamadas “blandas”; fijar el alcance de los poderes del Estado para arrestar e interrogar a las personas y, en consecuencia, determinar hasta dónde llegan las libertades personales y establecer si han existido, o no, normas, actitudes o conductas discriminatorias, son las cuestiones que cotidianamente deben decidir los integrantes de las Cortes Constitucionales.
El ejercicio de semejante poder -que no es más que el clásico “dar a cada uno lo suyo”- necesariamente repercute -favorable o desfavorablemente, según el caso- sobre los derechos, aspiraciones o expectativas de los numerosos grupos de interés existentes en una sociedad pluralista y democrática. Lógico es suponer que tales agrupaciones intentarán persuadir al Tribunal argumentando jurídicamente acerca de las bondades de adoptar la resolución que más convenga a sus intereses. Allí es, puntualmente, donde aparece el amicus curiae de estos tiempos.
Es que aquel lobbyst -o “cabildero” si no desdeñamos la riqueza de la lengua española- que -argumentando contra la validez o la oportunidad, el mérito o la conveniencia de una ley- ha fracasado ante el Congreso y el Presidente, cuenta con la posibilidad de presentarse ante el Tribunal como amicus curiae y sostener consideraciones jurídicas en favor de sus intereses.
Es evidente que el ejercicio del derecho de peticionar –como elemento indispensable del diálogo entre gobernantes y gobernados- tiene un doble significado. Por un lado, habilita al ciudadano para formular planteos y reclamos a las autoridades; por el otro, permite a las autoridades conocer el punto de vista de la ciudadanía o de los diferentes sectores sociales acerca de una cuestión y evaluar la magnitud de los efectos de la decisión que pueden adoptar.
En ese sentido, la presencia de numerosas organizaciones intervinientes como amicus curiae constituye un dato de suma relevancia para que el Tribunal pueda apreciar la importancia que tendrá la decisión que adopte.
Tomando como referencia el desarrollo que la figura del amicus curiae tuvo en el orden federal de los Estados Unidos de América podemos ver que, al actuar ante la Corte el amicus curiae debe argumentar jurídicamente, exponiendo cuál es la cuestión que motiva su presencia ante el Tribunal, las normas que están en juego y cómo han sido interpretadas -a lo largo del tiempo- por la Corte; destacará en esos casos la intervención que cupo a los integrantes del Tribunal que ahora deben resolver; mencionará si existen precedentes dictados en otras instancias judiciales; hará referencia a las soluciones que se han adoptado respecto de la cuestión en el derecho comparado y, asimismo, pondrá de manifiesto los criterios que la doctrina haya expuesto sobre la cuestión.
Seguidamente, el amicus curiae deberá hacer explícito al Tribunal cuál es el interés que representa y expondrá los argumentos sobre los que sustenta su posición, para concluir sugiriendo al Tribunal la solución que corresponde dar al caso.
Actuando de esta forma el amicus curiae tiene la posibilidad de que el Tribunal haga mérito de argumentos jurídicamente consistentes y que quizás no hayan sido debidamente considerados por una mayoría adversa en las cámaras legislativas o un Ejecutivo obnubilado por los resultados de una encuesta de popularidad.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, por aplicación del art. 34, párrafo 1 de su reglamento, que le confiere la facultad de oír a cualquier persona u organización que pueda aportar elementos de juicio que se consideren de utilidad para la decisión que deba adoptar, ha admitido -no es necesario el consentimiento de las partes- la presentación de alegatos por parte de amicus curiae. Así lo ha hecho en los casos “Velásquez Rodríguez”; “Rodríguez Cruz” y “Fairén Garbi”, entre muchos otros.

DOS INSTRUMENTOS ÚTILES:
LA MEDIACIÓN Y EL CONSEJO DE LA MAGISTRATURA.

En trance de observar el modo en que institutos de la más diversa naturaleza pueden contribuir en el objetivo de profundizar la participación activa de nuestra ciudadanía en la función de impartir justicia, no debe soslayarse ni minimizarse el aporte que ofrece la utilización de métodos no adversariales para la resolución de conflictos.
Y enfatizo la singular trascendencia de este mecanismo, porque a partir de la intervención de mediadores que no pertenecen funcionalmente al Poder Judicial, numerosos ciudadanos que –en el caso de Argentina deben ser abogados- se incorporan activamente en la solución de disputas, descentralizando del Estado la función judicial a partir de una intervención de suma utilidad para que las partes en conflicto compongan por sí mismas sus intereses encontrados.
No debe olvidarse que todas las controversias que se resuelvan de este modo generan un resultado favorable desde dos visiones diversas; por un lado, porque el eventual litigante ha podido verificar personalmente que el Estado tiene una honda preocupación por instrumentar vías alternativas aptas para la búsqueda de soluciones justas, desacralizando al proceso judicial como única herramienta apta; por el otro, porque todas las controversias que son solucionadas de este modo implican una disminución en la tarea judicial que, ciertamente, redundará en que los jueces contarán con una mayor disponibilidad de tiempo que será de utilidad tanto para el estudio más profundo de las causas contenciosas como para destinar al perfeccionamiento a través de su participación en las escuelas judiciales.
Al respecto, son por demás elocuentes las estadísticas relativas a los resultados de la mediación. En materia laboral, en que existe un servicio de conciliación obligatoria como paso previo a la acción judicial, se observa que del total de actuaciones llevadas a cabo, el 42% de ellas arribaron a un resultado de autocomposición, con lo cual los tribunales del trabajo han visto disminuida su labor en una medida significativa.
Contrariamente a lo que podría suponerse, el rotundo éxito de este sistema no se limita a las relaciones laborales, en que podría conjeturarse que la necesidad del empleado motiva una pronta resolución del conflicto. En efecto, en el fuero federal civil y comercial en que, habitualmente, se ventilan asuntos de trascendencia económica, se ha obtenido un resultado positivo cercano al 40% de las actuaciones. En sentido concordante, en los fueros civil y comercial de la Capital Federal, en las causas en que la mediación es obligatoria, más del 65% de las que fueron iniciadas concluyeron en esa instancia, sin continuar su trámite ante el órgano jurisdiccional.
Por último, es de importancia destacar una circunstancia que no resulta expresamente de las estadísticas aludidas, pero que demuestran la función democratizadora de este instituto. El cotejo de la cantidad actual de causas en que se requiere la mediación con las correspondientes a años anteriores en que directamente se demandada en sede judicial, exhibe un notorio incremento de los pedidos de mediación, lo cual demuestra que un gran número de personas que con anterioridad resignaba sus derechos ante la pesada y costosa maquinaria judicial, hoy presenta sus reclamos tendiente a obtener la satisfacción de sus derechos vulnerados, pues se ha abierto un canal institucional de eficacia que les permite obtener mediante su activa participación el reconocimiento de intereses que en el pasado hubiesen quedado desamparados.
En cuanto al funcionamiento del Consejo de la Magistratura, órgano que fue incorporado en la República Argentina, en el orden nacional, por la reforma de 1994, considero que también constituye una herramienta de utilidad para permitir la deseada participación ciudadana en la función judicial.
Por cierto que, en el caso, me estoy refiriendo únicamente a la atribución de dicho cuerpo para la selección de los aspirantes a la magistratura. Desde el momento en que en dicho órgano, como es el caso de la República Argentina, participan representantes de académicos del derecho y legisladores que han sido elegidos por el voto popular, la elección de los futuros magistrados aparece como el fruto de un proceso dotado de mayor transparencia en que, al menos desde el punto de vista legal, se otorgará preeminencia al valor de la idoneidad por sobre la conveniencia política o negociación partidaria de determinada designación.
Más allá de que son conocidos los resultados no siempre beneficiosos de una directa elección popular de magistrados, como sucede en algunos estados de Estados Unidos de América, en la medida en que el Consejo de la Magistratura cumpla fielmente con el mandato constitucional y no reitere los vicios imputados al sistema derogado, su intervención en este ámbito debe ser recibido con beneplácito pues contribuye a que la ciudadanía controle, a través de sus representantes, el proceso de selección de magistrados, a la vez que por existir concursos públicos basados en criterios objetivos para la evaluación de antecedentes y las pruebas de oposición, permite la incorporación a los cuadros de la magistratura de abogados externos de la estructura judicial dando por tierra con cualquier tipo de sospechas que pudiera existir en la ciudadanía con respecto a conductas corporativas o de clase que conspiran contra la democratización de la justicia.
EL JUICIO POR JURADOS.
Finalmente he de referirme al juicio por jurados, que es, sin duda, la máxima expresión de la participación ciudadana en los procesos judiciales, ya que esta participación tiene por objeto, nada más y nada menos, que la función de juzgar.
Adentrarse en el estudio del juicio por jurados en la República Argentina, y por expresarlo de un modo eufemístico, en su evolución desde las épocas posteriores a la independencia –en 1816- hasta la actualidad, invita apasionadamente a encontrarse con una situación que no dudo en calificar de paradójica, pues está enmarcada en una coherente línea de silencios, dogmas y contradicciones como escasas instituciones de nuestro derecho pueden exhibir.
Esta historia atípica comienza en los albores de la independencia, pues el juicio por jurados fue incluido en las Constituciones de 1819 y 1826, bien que con una característica que lo acompañará contínuamente como un sello indeleble que despierta toda clase de conjeturas.
En las asambleas constituyentes que aprobaron la incorporación de este instituto no se registra debate alguno ni expresión de los fundamentos que sostuvieron los textos, a pesar de que las circunstancias históricas e institucionales harían sospechar todo lo contrario, en la medida en que el juicio por jurados era notoriamente extraño a las reglamentaciones vigentes en la época colonial y, por lo tanto, pareciera de la mayor razonabilidad que los constituyentes expresaran los fundamentos que sostenían la significativa innovación que incorporaban para el juzgamiento de los delitos.
Ciertamente, las sorpresas no se detienen allí. El juicio por jurados renace prolíficamente en la Constitución sancionada en 1853, al aprobarse sin tratamiento el proyecto de la Comisión de Negocios Constitucionales elaborado en base al anteproyecto o esbozo ideado por el eximio constituyente y jurista Don José Benjamín Gorostiaga, en el cual para no dejar lugar a la duda sobre el sitial emblemático que le corresponde al juicio por jurados en la organización institucional de la República, es contemplado no sólo en la parte orgánica de la Constitución cuando se precisan las facultades del Congreso de la Nación (art. 67, inc. 11) y la naturaleza de la actuación del Poder Judicial en el juzgamiento de los delitos (art. 102), sino que además -y con el énfasis que ha resaltado Joaquín V. González- en la parte dogmática regulatoria de las declaraciones, derechos y garantías, como un implícito pero inequívoco instrumento garantista en favor de los ciudadanos. No deja de ser sugestivo que a pesar de haber tenido una generosa oportunidad de explayarse sobre este instituto, el informe de la Comisión de Negocios Constitucionales mantuvo un silencio absoluto sobre el tema y los constituyentes dejaron pasar las tres disposiciones en juego sin exponer las razones que, malgrado los aislados regímenes sancionados en pocas provincias, carecía de arraigo en nuestra organización jurídica e institucional y, por ende, representaba una trascendente innovación para la administración de justicia.
Suprimido por la Constitución de 1949, renació al recobrar vigencia el texto de 1853 y no fue objeto de modificación alguna en la reforma de 1994. Lo llamativo, y hasta inexplicable, de la historia del juicio por jurados está dado porque a pesar de las tres disposiciones constitucionales que lo establecen desde 1853, esta institución no ha sido aplicada jamás en la República Argentina en el orden federal pues el Congreso de la Nación ha instituido un sistema de juzgamiento exclusivamente basado en la intervención de tribunales unipersonales o colegiados sin reglamentar jamás la intervención del jurado.
Para cerrar cualquier tipo de planteamiento constitucionales sobre la puntualizada omisión legislativa, en los tres casos en que la Corte Suprema fue llamada a intervenir en 1911, 1932 y 1947 se sostuvo la doctrina de la no inmediatez del mandato constitucional dado al legislador a pesar de que habían transcurrido más de 90 años hasta el momento del último pronunciamiento.
La primera consideración que me sugiere esta situación no tiene que ver con la interpretación de la Constitución, sino con el tiempo transcurrido para que por vez primera se planteara la cuestión en sede del máximo Tribunal. Si como ha enseñado Joaquín V. González el jurado ha sido establecido como un medio protector de los derechos y garantías de los ciudadanos ¿Qué explicación podrá encontrarse a las cinco décadas transcurridas sin peticiones de parte tendientes a hacer valer un instituto que tan enfáticamente contempla la Ley Suprema? Los sociólogos tendrán un campo fértil en esta investigación, pero -cualquiera que fuese la respuesta- no puede ser pasado por alto que desde el comienzo de su funcionamiento –en 1863- la Corte fue puesta a prueba en la interpretación de cláusulas constitucionales de la más diversa naturaleza y complejidad, como los derechos derivados de una revolución, sistema de gobierno y sus fuentes, valor de los actos públicos provinciales, expropiación, poder de policía, principio de legalidad, supremacía del derecho federal, separación de poderes, control de constitucionalidad, cláusula comercial, libertad de prensa, poderes municipales, estado de sitio, poderes de guerra, etc., muchas de las cuales eran de menor énfasis que el juicio por jurados que, sorprendentemente, permaneció olvidado en la constitución escrita sin hacerse derecho vivo en la realidad de las instituciones y de las garantías de los litigantes.
Esta historia, como adelanté, no sólo está construida a partir del silencio de los constituyentes y sobre el resultado de la interpretación de la justicia constitucional, elevado -por su reiteración- a la categoría de dogma, sino por la contradicción que he observado en la actuación de quienes, en cierta medida, tienen una cuota de responsabilidad institucional en la situación paradójica que nos viene exhibiendo desde su partida de nacimiento el juicio por jurados. Concretamente y aunque despierte sorpresa, el congresal constituyente de 1853 –Gorostiaga- que sostuvo como miembro informante la necesidad del juicio por jurados, aprobó como legislador diez años después y sin objeción alguna, un texto procesal penal que ignoraba el juicio por jurados y reconocía funciones decisorias únicamente en cabeza de jueces federales.
Desde la óptica de los autores de la doctrina, cabe puntualizar que los dos más brillantes procesalistas del derecho penal en la República Argentina, los doctores Vélez Mariconde y Claría Olmedo, descreían con severa convicción del juicio por jurados, con apoyo en conocidos argumentos de hermenéutica constitucional fundados en la tácita derogación del texto generada por la constitución real y la falta de cumplimiento del recaudo de idoneidad exigido por el art. 16 de la Ley Suprema; de orden cultural y sociológico -como la escasa formación de los jurados y la falta de arraigo del instituto en nuestro acervo consuetudinario-; y de considerar los resultados de su actuación en punto a la influencia que se ejerce sobre ellos, a la consecuente falibilidad de los veredictos y a la falta de un control judicial suficiente sobre tales decisiones.
No quiero concluir esta exposición sin antes invitar a que reflexionemos sobre la conveniencia política y jurídica del juicio por jurados, pues sólo si llegamos a una conclusión afirmativa podremos comenzar a movilizar los resortes institucionales que permitan instaurar un debate en la opinión pública, en los operadores jurídicos y en los poderes públicos que concluya con la sanción de los instrumentos necesarios para la puesta en funcionamiento de este añejo y olvidado instituto, al menos en la República Argentina.
Y reitero que el punto de partida pasa por demostrar la utilidad de este sistema de juzgamiento, porque nuestras sociedades están demandando el mejoramiento del Poder Judicial, pero no necesariamente la instalación de este instituto, el cual es ignorado en cuanto a sus resultados y que tampoco ha sido identificado por la ciudadanía como un procedimiento insustituible en la tutela de sus derechos y garantías personales, sociales y políticas.
Tal vez por este sendero podrá encontrarse alguna explicación a los 140 años de inactividad legislativa y, esencialmente, de silencio en la opinión pública. En cambio, el jurado fue altamente considerado y popular en Inglaterra en las disputas con los reyes Estuardo ocurridas en el siglo XVII, pues sirvió como control sobre los jueces reales que seguían las órdenes de la Corona, siendo emblemático el caso en el cual los jurados prefirieron ir presos antes que condenar a William Penn por ser quákero. En las colonias inglesas de América del Norte ocurrió un fenómeno semejante en cuanto a la defensa a ultranza de la institución del jury, pues durante el siglo XVIII los jurados solían hacer frente con sus veredictos a las precisas y condicionadas instrucciones de los jueces, que estaban controlados por el hostil gobierno británico.
De ahí, que la recepción del juicio por jurados en la Constitución de 1787 configuró la legitimación de un instrumento que enarbolaba la tutela de las garantías de los ciudadanos, que consideraban que la seguridad de sus vidas, de sus propiedades y de su libertad sólo se encontraban a resguardo si eran juzgados por su pares, quienes les aseguraban total imparcialidad según lo habían demostrado con la mayor valentía con anterioridad a la independencia.
La incipiente República Argentina de 1853 carecía por completo de la tradición cultural americana que dotó al jurado de un áurea místico, al extremo de que Jefferson lo consideraba de mayor importancia que las elecciones, lo cual impidió -entre otras razones- para que la incorporación constitucional del instituto bastara para generar un cambio de la mentalidad imperante y, en consecuencia, de los comportamientos necesarios para implementarlo en sustitución de los procedimientos aplicados sobre la base de la legislación española.
Creo que para abordar el análisis que estoy proponiendo, es de suma utilidad tomar en consideración cual es el fenómeno que, precisamente, está ocurriendo en Estados Unidos con respecto al juicio por jurados. Abramson -autor de lectura obligatoria en el tema y de inclaudicable inclinación pro juradista- sostiene en su obra “Nosotros, el jurado. El sistema de jurados y la idea de democracia”, que si bien son pocos los que abogan por la abolición del sistema, muchos otros están en favor del seguir el modelo inglés de restringir los tipos de casos en los que debe haber jurado. Agrega que la violencia que dejó treinta muertos a raíz del primer juicio con jurados seguido contra los policías blancos acusados de golpiza contra el afro-americano Rodney King en 1991, es elocuente sobre la pérdida de fe en el jurado.
Por mi parte, y dado que esta obra fue escrita en 1994, incorporaría a la lista de casos emblemáticos de veredictos controversiales, a los de O.J. Simpson que fue declarado no culpable por un jurado con una composición ampliamente mayoritaria de personas de raza afro-americana que deliberó sólo cuatro horas a pesar del volumen y complejidad de la evidencia, y el de Lorena Bobbit cuyo veredicto si bien pareció responder a pautas sociológicas de justicia no podría predicarse igual respecto de su adecuación a las normas legales.
Abramson nos ilustra sobre varias razones que contribuyen a generar cierto escepticismo en el pueblo norteamericano con respecto al instituto, que son de sumo interés que examinemos para aprovechar esta experiencia y, de este modo, evitar caer en una situación exactamente inversa a la deseada en 1853.
El primer punto que ha destacado se funda en que la justicia requiere distancia e impermeabilidad que la protejan de la presión para hacer lo que sea más popular, pues ésta es la razón de ser de que los jueces federales son designados y no elegidos mediante una votación electiva, y se les da el cargo en forma vitalicia. La perspectiva democrática del jurado -agrega este autor- insiste en que lo que se busca es justicia popular, la “conciencia de la comunidad”, pero no siempre la justicia es popular, como tampoco la conciencia de la comunidad es pura, existiendo una tendencia en los jurados de hoy en día a sustituir el imperio de la ley (“rule of law”), por el imperio de la gente (“rule of people”).
De mi lado, pienso que lo afirmado es exacto como observación de la realidad pero no como crítica superable, pues si se cuestionan las apreciaciones que llevan a cabo los jurados por su condición de ciudadanos, en definitiva se está postulando abandonar el sistema.
La historia es rica en decisiones que han sido cuestionadas. Sócrates fue acusado de no creer en la religión del Estado y de corromper a la juventud enseñándola a no reconocer a los dioses de la República; fue condenado a muerte por la asamblea de atenienses tal como lúcidamente lo había previsto en su alegato de defensa cuando, por conocer las ortodoxias de sus tiempos, aconsejó a los ciudadanos que lo estaban juzgando “No os enfadeis conmigo porque os diga las verdades, pero no hay hombre que pueda salir salvo ni con vosotros ni con ningún otro pueblo reunido en asamblea, si se opone noblemente a que se cometan muchas injusticias e ilegalidades en la República” (Platón en “Apología de Sócrates”).
En cambio el jurado tuteló con sus veredictos a los colonos norteamericanos frente a los jueces de la corona; protegió a los esclavos fugitivos de los estados del sur y a los abolicionistas que los ayudaban a escapar de la esclavitud; amparó a los comunistas contra la persecución lanzada en este siglo desde Washington. En definitiva y a pesar de las defecciones mencionadas, el jurado exhibió en reiteradas ocasiones un coraje en la protección de los disidentes de las ortodoxias imperantes en un determinado momento que, previsiblemente, jamás hubieran tenido jueces designados por las autoridades.
Ello demuestra que ninguna otra institución de gobierno puede competir con el jurado, en el hecho de poner el poder tan directamente en las manos de los ciudadanos, que de un día para el otro viven el drama de ser héroes a convertirse en villanos. La proposición que deberíamos replantearnos, es si este sistema permite a los jurados expedir sus veredictos sobre la base exclusiva en las evidencias del proceso frente a la influencia que hoy en día ejercen sobre la opinión pública los medios masivos de comunicación. La respuesta excede el ámbito de nuestros conocimientos y concierne, con mayor propiedad a la psicología social.
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa desde la visión del periodismo y el Dr. Carlos Fayt, prestigioso ministro decano de nuestra Corte Suprema, en su obra “La omnipotencia de la prensa”, nos han ilustrado suficientemente sobre los efectos que produce en la sociedad el bombardeo informativo. Coinciden, substancialmente, en que la realidad real ya no existe, ha sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de publicidad y los grandes medios audiovisuales; lo que se conoce con la etiqueta de “información” es un material que, en realidad, cumple una función esencialmente opuesta a la de informarnos sobre lo que ocurre en nuestro derredor, pues suplanta y vuelve inútil el mundo real de los hechos y las acciones objetivas al sustituirlas por las versiones clónicas de éstos, que llegan a nosotros a través de las pantallas de la televisión, seleccionadas por los comentarios de los profesionales de los medios, las que en nuestra época hacen las veces de lo que antes se conocía como realidad histórica.
Frente a esta situación, en que un hecho de público conocimiento es dado a conocer por los medios en las ediciones matinales destacando -desde un primer momento- un estado de sospecha en cuanto a sus responsables, los cuales ya son drásticamente acusados por los fiscales del aire y de la tinta al comenzar la tarde y son pasibles de la más severa e irrevocable condena -la social- en los noticiarios televisivos de las primeras horas de la noche, la pregunta pasa por develar cuál es el espacio de autonomía que resta a los ciudadanos para juzgar objetivamente los hechos investigados en un proceso judicial. Creo que los ocho meses que los jurados de la causa Simpson pasaron recluidos en un hotel son una muestra elocuente de los medios a los cuales debe recurrirse para mitigar, cuando menos, los perniciosos efectos que he puntualizado.
Sobre esta base de captación del juicio de valor sobre la realidad, no sería aventurado predecir que las decisiones que hubieran tomado los jurados en resonantes casos ocurridos en la República Argentina hubiesen reconocido como sustento la concorde posición adoptada por los medios de comunicación, antes que el apego a las pruebas producidas en la causa y a las leyes vigentes.
A lo expresado sobre la objetividad del sistema de jurados, Abramson ha agregado que actualmente se ha profundizado hasta límites atemorizantes la brecha existente entre la complejidad del procedimiento moderno y la calificación intelectual de los jurados; éstos raramente entienden el testimonio experto -los peritajes- en un juicio antitrust, de mala praxis médica, de competencia desleal o de vicios de un producto elaborado en serie; tampoco conocen el derecho, por lo que para comprender las instrucciones legales dadas por el juez, que en un caso que he tomado conocimiento entre dos tabacaleras alcanzaron 81 páginas para examinar 108 cuerpos de evidencias, deben hacer un curso acelerado sobre la materia controvertida. El eje de la solución del caso controvertido no pasa entonces por las cuestiones técnicas abordadas, sino por las emociones, prejuicios y simpatías de los jurados.
Por último, nos queda en pie verificar qué es lo que sucede con la búsqueda de jurados representativos, pues en ciertos casos termina hundiendo la selección de los jurados en cuestiones de balance demográfico, dando la impresión de que la justicia depende en forma precaria de la raza, sexo, religión, o incluso el origen nacional de sus miembros.
Nada tiene de casual que durante la etapa de selección de los jurados, las personas más importantes donde sesiona el tribunal sean los “Consultores en temas de jurados”, que brindan una asistencia cuasi científica a los abogados para la manipulación del jurado, para la cual cuentan con estudios estadísticos, investigaciones, vigilancias y perfiles psicológicos que tratan de predecir como votarían los potenciales jurados en base a ciertos indicadores, como raza, edad, ingresos, sexo, posición social, estado civil, historia personal y hasta tipo de automotor que conducen.
Como reflexión final de esta exposición invito a considerar un último aspecto -transcendente en mi visión- que substancialmente apunta al fortalecimiento del Poder Judicial como depositario de las garantías de los habitantes.
Conocemos como ciudadanos y como hombres que, de un modo u otro, participamos en los resultados que genera la actuación del Poder Judicial, que la sociedad está demandando, a partir de una posición altamente crítica del rol de la justicia, un profundo cambio en la actuación de este Poder del Estado, que no necesariamente pasa por lo institucional, sino -esencialmente- por vislumbrar que los jueces son el baluarte en la defensa de los derechos de los ciudadanos frente al Estado y a los poderosos, demostrando transparencia en sus conductas, independencia en sus decisiones y ejecutividad en el ejercicio de la función. De ahí, que tendríamos que sopesar con la mayor prudencia si la solución de implantar el sistema de jurados para el enjuiciamiento de los delitos, no sería percibido por nuestra sociedad como una solución de corte facilista tomada al amparo de eludir las responsabilidades institucionales que pesan hoy en día sobre el Poder Judicial, que para no tolerar su falta de prestigio ni afrontar el desafío que impone el mejoramiento del sistema, se desentiende de las funciones que viene ejerciendo indelegablemente –en Argentina, desde 1853- y las transfiere -sin consenso de ninguna naturaleza- a los ciudadanos para que éstos tomen a su cargo una situación a la que son ajenos y que ha sido incapaz de resolver el Poder Judicial.
En suma, nos encontramos frente a una temática polifacética que exige nuestro compromiso de abordarla con la mayor profundidad mediante el siempre fecundo intercambio de ideas. Dejar de lado apriorísticamente el aporte que puede significar el juicio por jurados para la consolidación y el perfeccionamiento de la República y del sistema democrático importaría una indisimulable renuncia a la tarea primordial que nos corresponde como hombres y mujeres del derecho. Sobre las consecuencias que pueden derivarse de actitudes semejantes previno Ihering en “La Lucha por el Derecho”, al señalar que en tales circunstancias “la lucha por la ley se trueca en un combate contra ella”, añadiendo que “el sentimiento del derecho, abandonado por el poder que debía protegerlo, libre y dueño de sí mismo, busca entonces los medios para obtener la satisfacción que se le niega”. Nuestro objetivo es, pues, permitir que la demanda que enfrentamos en el presente sea exclusivamente canalizada por el Estado de Derecho.
De ahí, pues, la importancia de este encuentro que nos da la oportunidad para reflexionar, intercambiar ideas y perfeccionar sobre todos los institutos que permiten una mayor participación ciudadana en los procesos judiciales, en la inteligencia del relevante aporte que pueden eficazmente efectuar para contribuir a superar -como instrumentos de origen democrático en su más genuina expresión- las falencias que -nadie lo ignora- presenta la administración de justicia y el marcado escepticismo que la ciudadanía exhibe frente al Poder Judicial. La trascendencia de estos instrumentos radica, precisamente, en que se presenta como medios de activa participación ciudadana en el ejercicio de una de las funciones esenciales del Estado; esta circunstancia nos compromete al máximo esfuerzo, para tratar de ejecutar uno de los legados expresamente declarados por nuestros constituyentes en los tiempos de la unión nacional, que es el de afianzar la justicia.

SEMINARIO DE JURISPRUDENCIA PENAL – U.C.A.

Es para mí una grata oportunidad poder pronunciar unas pa¬labras de apertura en este seminario de jurisprudencia penal.
Lo es por dos motivos.
En primer lugar, porque en el día de hoy el tema que se tra¬tará en el seminario es el de la jurisprudencia del Tribunal que, juntamente con los distinguidos ministros aquí presen¬tes, tengo el honor de integrar.
También porque es la ocasión de rendir un merecido home¬naje al Profesor Dr. FRANCISCO D’ALBORA, cuyos méritos como docente; sus trabajos en la especialidad y su trayecto¬ria profesional, ampliamente conocida en el ámbito forense, justifican sobradamente el reconocimiento que el Dr. D’AL¬BORA ha sabido ganarse.
El tema que nos ha convocado en esta jornada es la jurispru¬dencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en ma¬teria penal.
Se atribuye el juez Hughes la expresión “Vivimos bajo una Constitución, pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es”, considero que —al menos para los jueces—, por varios motivos es una frase especialmente seductora.
Sospecho que hay algo de verdad en ella. En efecto, cada vez que por motivos profesionales, de docencia o investiga¬ción es necesario estudiar un tema vinculado al mundo del derecho hay un paso inevitable que es conocer la jurispru¬dencia que existe sobre ese tema.
Esto es así por dos razones que distinguen a la jurispruden¬cia de las demás fuentes del derecho.
De ahí el interés que despierta el conocimiento de la juris¬prudencia penal y, en este caso, especialmente, la que pro¬viene del tribunal que es el intérprete final de nuestro orde¬namiento jurídico.
En la jurisprudencia penal de la Corte concurren los propó¬sitos del Preámbulo de la Constitución Nacional de “asegu¬rar los beneficios de la libertad”, “afianzar la justicia”, “consolidar la paz interior”, “promover el bienestar gene¬ral” y “asegurar los beneficios de la libertad”.
Ellos son los que inspiran y nutren garantías como la irre-troactividad de la ley penal; la exclusión de su aplicación analógica, el non bis in idem; las formas sustanciales del proceso penal; la prohibición de la reformatio in pejus enunciadas por el art. 18 de la Constitución y los Tratados sobre Derechos Humanos y desarrolladas efectivamente por las normas que rigen los procesos penales.

Justicia y libertad son los valores que han regido desde sus orígenes a la jurisprudencia penal de la Corte Suprema y ellos constituyen los cimientos sobre los cuales los jueces penales asientan sus decisiones. Todos los principios y todas las garantías que he mencionado tienen por objetivo final que la decisión del juez penal, absolutoria o condenatoria, sea justa y esté fundada, precisamente porque ello hace a la esencia y al funcionamiento del Estado de Derecho.
Cabe aclarar, sin embargo, que nos toca convivir en una época en la cual —por diversos motivos, algunos compren¬sibles, otros, no tanto— el principio de autoridad se ha ero¬sionado considerablemente. Por desgracia, este proceso no fue acompañado por un correlativo aumento de la responsa¬bilidad individual; del sentido del deber.

Primero, por su origen que lo encontramos en los funda¬mentos jurídicos que el juez emplea para decidir un caso.
En este sentido, la jurisprudencia es como un puente que el juez tiende entre la abstracción de la norma legal y la reali¬dad concreta que decide al dictar una sentencia. O, em¬pleando términos de KELSEN, es la aplicación de la norma general para construir una norma individual, que es la sen¬tencia.
Además, porque en este proceso hay un componente nece¬sario que es el procedimiento interpretativo que el juez apli¬ca para alcanzar ese resultado.
Vemos entonces que a diferencia de las otras fuentes del de¬recho, la jurisprudencia tiene un doble valor. No sólo nos interesa la conclusión a la cual el juez ha llegado en un pre¬cedente, sino también el procedimiento que el juez empleó para llegar a esa conclusión.
Y aunque el derecho penal —como es lógico— está severa¬mente regido por el principio de legalidad, no escapa —no puede escapar— de esos rasgos que caracterizan a la juris¬prudencia como fuente de derecho.
La jurisprudencia penal no puede tipificar figuras delictivas, pero aporta matices no previstos en las normas legales. Ma¬tices que pasan especialmente por los resultados que los jue¬ces alcanzan al aplicar las leyes penales y los procedimien¬tos que emplean para alcanzar esos resultados.
En términos de convivencia social, la confluencia de los dos factores —pérdida de autoridad y falta de responsabilidad individual— ha producido como resultado una situación de inseguridad caracterizada por el aumento —cuantitativo y cualitativo— de los hechos delictivos; la percepción de que el sistema penal es ineficaz y la sensación de indefensión de la sociedad frente al auge del delito.
Dejando de lado, para quienes entienden del tema, las cau¬sas sociales, económicas, culturales y psicológicas que han provocado esta situación, opino que también ella es conse¬cuencia de factores jurídicos que pasan por la manera en que algunas normas han sido concebidas y también por la forma en que han sido aplicadas.
Fundamentalmente, creo que esta sensación de inseguridad, ha sido consecuencia del diseño y aplicación de un sistema normativo inspirado más en el propósito de reparar los abu¬sos de un gobierno autoritario, que en el afán de instalar efectivamente las reglas para convivir en democracia.
Parece que aquello que fue una respuesta histórica, y por en¬de, transitoria, a un pasado que se quería superar, pretendiera perpetuarse, generando así una situación de inseguridad que alienta, indirectamente, el retorno a un clima de violencia.
Se trata de una época en la que han pasado a formar parte del lenguaje cotidiano expresiones como “tolerancia cero”, “piquetes”, “custodios privados”, “autodefensa”, “gatillo fá¬cil”, etc.
Tras ello se pretende la sustitución de un Estado que ha sido debilitado en su función de amparar los derechos de la co-lectividad, por distintas formas de brutalidad, pública o pri¬vada.
Por supuesto que ninguna de estas pretensiones puede en¬contrar amparo en la jurisprudencia penal de la Corte Supre¬ma, inspirada en la Constitución Nacional que —como nos enseñó JOAQUÍN V. GONZÁLEZ— es “la Carta que nos en¬grandece y nos convierte en fortaleza inaccesible a la anar¬quía y al despotismo “.
Creo que es oportuno recordar a GUSTAV RADBRUCH, cuando afirmaba que: “La democracia es por cierto un bien precia¬do. El Estado de Derecho, sin embargo, es como el pan nuestro de cada día, como el agua para beber o el aire para respirar. Y lo mejor de la democracia es precisamente que es la única organización adecuada para garantizar el Esta¬do de Derecho “.
Precisamente esos han sido los objetivos que siempre tuvo en miras la Corte Suprema al elaborar su jurisprudencia en materia penal. Mediante sus decisiones se buscó la consoli¬dación del Estado de Derecho y la Democracia, como ci¬mientos de la libertad y la justicia.
Vamos a ver algunas sentencias que —en materia penal— la Corte dictó en los últimos diez años. Se trata de decisiones que han dado lugar a polémicas. Es lógico que así sea, por¬que, afortunadamente, la relación entre el poder y la libertad es una relación polémica y todos los intentos por conciliar¬ios —inspirados en la justicia y en el imperio del derecho— también lo son.
Voy a hacer referencia, primero, a algunas decisiones que la Corte debió adoptar respecto de la interpretación de normas de derecho penal sustantivo.
Así, por ejemplo, en el caso “T.” [ED, 154-558], publicado en Fallos, 316:250 se consideró que era arbitraria la senten¬cia que impuso una multa como autor de tentativa de apro¬piación de cosa perdida a quien se hallaba en el interior de un coche robado —al que se le había realizado un “puente” para hacerlo funcionar, con el ventílete y la consola rotos— y afirmó que tal decisión importa una contradicción con la lógica más elemental y el sentido común “en tanto deja en letra muerta las disposiciones que prevén el robo y el hurto de automotores “.
Además, en el caso “F.” [EL DERECHO, serie especial, Dere¬cho Constitucional, 17 de abril de 2001], publicado en Fallos, 318:419, la Corte dejó sin efecto por arbitraria una sentencia absolutoria del delito de tenencia de estupefacien¬tes con fines de comercialización, en la que se afirmaba que “la sola portación —las drogas fueron halladas en la campera del imputado— de 53 dosis de LSD que le fueran incautadas, no evidencia el dolo de tráfico que caracteriza al tipo subjetivo de la figura agravada por la que ha sido acusado “.
Me parece oportuno mencionar también al caso “M”, publi¬cado en Fallos, 322:702, donde la Corte revocó una senten¬cia absolutoria, dictada en un caso de homicidio agravado por el vínculo, que hizo mérito del estado de pánico o miedo alegado por la imputada —cuya capacidad para delinquir había sido comprobada— pero omitió considerar que aque¬lla había buscado el momento propicio para asestar un golpe de martillo a su cónyuge, evitando, con ello, una posible re¬acción de la víctima a quien terminó por estrangular pro¬vocándole la muerte.
Si se me permite un comentario puramente personal quiero decirles que muchas veces me pregunto, hasta dónde habría llegado el clima de inseguridad y la sensación de indefen¬sión que padece la sociedad argentina si la Corte —dejando de lado el rol institucional que le corresponde como tribunal de garantías constitucionales— no hubiese revocado estas sentencias.
Corresponde hacer referencia también a algunas decisiones del tribunal que, inspiradas en el interés de la sociedad en que los delitos sean investigados, esclarecidos y sus autores condenados, reconocieron la validez de actos procesales en los que se sustentaba la prueba de cargo.
En 1990, en el caso “F. c. F., V. H. s/av. infracción ley 20.771” [ED, 57-897], publicado en Fallos, 313:1305, la Corte reconoció la validez de la prueba de cargo obtenida mediante la utilización de “agentes encubiertos”. Se trataba del caso en el que resultó imputado el cónsul de Bolivia en Mendoza, que almacenaba 9 kg de cocaína y los había en¬tregado en su domicilio a un cómplice, que concurrió acom¬pañado de un agente encubierto.
Dentro de la misma línea puede citarse el caso “E. S.” [ED, 158-77], publicado en Fallos, 317:95, en el que fue revocada una sentencia que había absuelto al imputado de homicidio en grado de tentativa, porque en el expediente reconstruido no obraba copia del acta de la declaración indagatoria.
Para revocar la sentencia se tuvo en cuenta que la prueba de la materialidad y la autoría del hecho no dependían de la confesión —que no había sido prestada por el imputado— sino de otras constancias del expediente.
También puede recordarse el caso “A.” [ED, 168-593] (Fa¬llos, 319:209), en el que se eximió a la parte acusadora de la carga de probar la aptitud ofensiva del arma para imponer una condena por robo agravado por el uso de armas, porque ello implicaría solamente que la agravante pudiese ser apli¬cada en casos de flagrancia —que permitiría el secuestro y posterior peritaje sobre el arma— o cuando se hubiesen efectuado disparos, pero no cuando nada de ello hubiese ocurrido.
Una de las decisiones que más polémicas ha generado fue la publicada en Fallos, 320:1717, “N. B. Z. D.” [ED, 177-378].
Recuerdo que se trataba de una ciudadana boliviana que había ingerido cuarenta y cuatro cápsulas que contenían co¬caína, a fin de trasladarlas desde Pocitos a la Ciudad de Bue¬nos Aires. Al sentir fuertes dolores de estómago concurrió a un hospital público donde fue sometida a un tratamiento de desintoxicación que le permitió expulsar las cápsulas ingeri¬das. Los facultativos que la atendieron efectuaron la denun¬cia correspondiente y, en primera instancia, fue condenada a cuatro años de prisión por transporte de estupefacientes (art. 5o, inc. c], ley 23.737 [EDLA, 1989-272]). En cámara fue absuelta, por considerar que había sido vulnerada la garantía constitucional que prohibe la autoincriminación.
La mayoría de la Corte —que integré— fundó su decisión revocatoria afirmando que:
“El riesgo tomado a cargo por el individuo que delinque y que decide concurrir a un hospital público en procura de asistencia médica, incluye el de que la autoridad pública to¬me conocimiento del delito cuando las evidencias son de ín¬dole material”.
“Los jueces tienen el deber de resguardar, dentro del marco constitucional estricto la razón de justicia que exige que el delito comprobado no rinda beneficios “.
“En el procedimiento penal tiene excepcional relevancia y debe ser siempre tutelado el interés público que reclama la determinación de la verdad en el juicio, ya que aquél no es sino el medio para alcanzar los valores más altos: la verdad y la justicia”.
En 1998, en el caso “F. P.”, la Corte —por mayoría que in¬tegré— confirmó una sentencia condenatoria, sosteniendo la validez de la requisa de un automóvil en el que se transpor¬taban drogas y la detención de sus ocupantes, efectuadas por funcionarios policiales que se encontraban patrullando, den¬tro del radio de su jurisdicción, en función de prevención.

La mayoría de las decisiones que he reseñado muestran es-

Buenos Aires, jueves 27 de setiembre de 2001 ELDEE^CHU 1 3
I
pecialmente el propósito de afirmar la validez de lo actuado ¿Por qué extender, entonces, sus alcances a los condenados?
por las autoridades de prevención. No he podido comprender las razones de este privilegio.

Todos sabemos que no existe el expediente perfecto, que inevitablemente, en las actuaciones judiciales o policiales pueden deslizarse errores, algunos importantes, otros sin mayor trascendencia. Es tarea del juez de todas las instan¬cias, examinar la real significación de esos defectos, dentro de la totalidad de las actuaciones cumplidas, para evitar un error aún mayor que es la nulidad por la nulidad misma.
En mi opinión, lo más apropiado es —como lo ha hecho muchas veces la Corte— evaluar la tarea policial dentro del contexto en el cual se realiza y evitar que el excesivo rigor formal de una estrecha nulidad frustre un trabajo esencial¬mente correcto.
En este sentido creo que la jurisprudencia del Tribunal fue marcando el camino que el legislador siguió al dictar —en junio del corriente año— la ley 25.434 [EDLA, 2001-A-163], mediante la cual se modificó el Código Procesal Penal de la Nación en materias vinculadas con la actuación de las autoridades de prevención y su valoración por los órganos judiciales.
Otras sentencias de la Corte que creo conveniente reseñar están relacionadas con la cautela personal de los procesados.
Así, en el caso, “G.” (Fallos, 316:1934) [ED, 157-585], re¬suelto en 1993, concurriendo con la mayoría, sostuve con el Dr. Boggiano que:
“El respeto debido a la libertad individual no puede excluir el legítimo derecho de la sociedad a adoptar todas las medi¬das de precaución que sean necesarias no sólo para asegurar el éxito de la investigación sino también para garantizar, en casos graves, que no se siga delinquiendo y no se frustre la ejecución de la eventual condena por la incomparecencia del reo, procurándose así conciliar el derecho del individuo a no sufrir persecución injusta con el interés general de no facilitar la impunidad del delincuente”.
“La reglamentación razonable que establece el Código de Procedimientos en Materia Penal, al regular la procedencia de la eximición de prisión y la excarcelación, del derecho a permanecer en libertad durante el debido proceso previo, puede perder ese carácter si su aplicación automática —en supuestos extremos— destruye el delicado equilibrio entre el interés individual y el general”.
“El instituto de la exención de prisión, por su naturaleza, exige que sus normas sean interpretadas de modo que favo¬rezcan al sometimiento real del imputado al proceso otorgándose preeminente valor a circunstancias tales como la posibilidad de entorpecimiento de la investigación o elu-sión de la acción de la justicia.
En un sentido concordante, en el caso “H. J. B.” [ED, 170-294], publicado en Fallos, 319:1840, fue dejada sin efecto una sentencia que dispuso la excarcelación de un detenido aplicando los plazos de la ley 24.390 sin tener en cuenta las condiciones personales del procesado; la gravedad de los hechos que se le imputaban —homicidio criminis causae, robo doblemente agravado por haber sido cometido con ar¬mas, en despoblado y en banda—; la condena anterior que registraba y la pena solicitada por el fiscal —reclusión per¬petua, con la accesoria de reclusión por tiempo indetermina¬do— que hacían presumir que, en caso de ser puesto en li¬bertad, intentaría burlar la acción de la justicia.
No estuve de acuerdo con la decisión que el Tribunal adoptó —por mayoría— en el caso “M.”, publicado en Fallos, 318:2252, de extender a los condenados los “beneficios” que la ley 24.390 [EDLA, 1994-B-1539] —la llamada ley del dos por uno— concedía a los procesados en causas penales.
En mi opinión este es un buen ejemplo de la causa jurídica de la inseguridad que padece la sociedad argentina. Conven¬gamos —lo hago bajo ciertas reservas— que la ley 24.390 hubiera sido una alternativa razonable al alcance del legisla¬dor para contemplar la situación de las personas sujetas a un proceso penal. Juega a favor de esta postura la circunstancia por todos conocida de que el procesado hasta que la senten¬cia condenatoria tenga autoridad de cosa juzgada mantiene la presunción de su inocencia.
Sabemos que la relación que existe entre los delitos que se cometen y aquellos que concluyen con una condena de efec¬tivo cumplimiento es muy baja.
Sabemos también que perseguir los delitos y llegar a una condena es una actividad sumamente onerosa, que la socie¬dad —incluidas las víctimas de los delitos— paga con sus impuestos.
¿Por qué este “premio” a aquellos cuya culpabilidad ha sido declarada en forma definitiva?
Antes de preguntar qué daños han querido remediarles a los beneficiarios de estas medidas, debería reflexionarse acerca de los males que se provocan a los demás habitantes de este país, que sí gozan efectivamente de la presunción de ino¬cencia.
No alcanzo a comprender el sentido “garantista” de decisio¬nes de esta naturaleza. Antes bien, creo que con ellas se ge¬nera inseguridad y que, contrariando el propósito persegui¬do de buena fe y con franqueza por sus autores, tienen por efectos fomentar el descreimiento en la eficacia de las insti¬tuciones del Estado de Derecho, desalentar la convivencia democrática y estimular, indirectamente, la búsqueda de re¬medios de indeseable brutalidad.
Juntamente con el Dr. Moliné O’Connor disentimos de la mayoría en ese fallo. Con posterioridad, en el caso “C, H. O. y otros” publicado en Fallos, 320:1395, los Dres. López y Vázquez adhirieron al criterio de la disidencia en “M.” [ED, 148-631].
Afortunadamente, la sanción de la ley 25.430 [EDLA, 2001-A-159] respaldó la razonabilidad de la postura disi¬dente, dado que impide extender los límites temporales con¬tenidos en la ley del “dos por uno”, cuando los plazos fija¬dos por ella se cumplieren después de que se haya dictado sentencia condenatoria, aunque no se encontrare firme.
Me interesa reseñar, finalmente, aquellos casos en los cuales la Corte hizo mérito de normas contenidas en Tratados In-ternacionales sobre Derechos Humanos —a los que el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional atribuyó “jerarquía constitucional”— para decidir casos penales.
Se afirma, con razón, que desde la caída del Muro de Berlín el mundo ha entrado en una era de globalización.
La globalización, originada e impulsada por los cambios re-volucionarios en la tecnología de la información y las co-municaciones, combinados con la necesidad de afrontar en forma coordinada e interdependiente la solución de proble¬mas de la índole más variada —ambiente; finanzas; comer¬cio; seguridad común; terrorismo; tráfico de drogas, etc.— que son comunes a la humanidad, penetra en todos los Esta¬dos —desarrollados o no— como un fenómeno creciente, irresistible y omnipresente.
El constituyente de 1994 comprendió con claridad este fenómeno. Y delineó con precisión el sendero que han de seguir los poderes constituidos.
Por un lado, dio una respuesta adecuada a la globalización económica, a la globalización de los mercados, mediante la captación normativa de los procesos de integración conteni¬da en el art. 75, inc. 24 de la Constitución Nacional.
El otro camino diseñado por el constituyente pasa por la re¬cepción de los Tratados Internacionales Sobre Derechos Humanos, atribuyéndoles jerarquía constitucional, que per¬mite la formación de una base jurídica común que une a los Estados Partes en dichos tratados.
Me parece adecuado aquí hablar de una “globalización nor¬mativa en materia de Derechos Humanos”.
En ella, tal como sucede dentro del régimen del Pacto de San José de Costa Rica, los Estados Partes aplican —me¬diante sus órganos legislativos, administrativos y jurisdic¬cionales— normas similares en materia de Derechos Huma¬nos y los órganos supranacionales aconsejan, advierten

I 4 1 ELDERjECHO | Buenos Aires, jueves 27 de sel >
o juzgan acerca del cumplimiento de dichos tratados por los países firmantes.
En mi opinión personal y, en tanto se mantenga dentro de esos cauces, creo que esta globalización normativa es bene¬ficiosa, porque además de formar un cuerpo normativo común en la importante materia de los derechos humanos, también es respetuosa, en la mayor medida posible, de la soberanía —fundamento del derecho internacional— de los Estados miembros.
Por eso es que ninguna duda tuve al firmar sentencias como las dictadas en los casos “G.” [ED, 163-162], o “G. M.” [ED, 187-1227] en las que la Corte invalidó normas proce¬sales penales que entraban en colisión con los tratados sobre Derechos Humanos. Era consciente de que en esos casos contribuía a que un órgano del Estado Argentino —ejer¬ciendo un acto soberano, como es una declaración de in-constitucionalidad— promoviera la integración normativa en materia de derechos humanos con otros Estados.
Existe, en cambio otra globalización, a la que llamaré “glo-balización jurisdiccional”, cuya evolución observo con se¬rios reparos.
Una de las bases sobre las que se sustenta la comunidad in-ternacional es la cooperación entre los Estados para la per¬secución y el castigo de los delitos. Ella se inspira en un ideal colectivo de afianzar la justicia y el interés compartido de evitar la impunidad de los criminales.
Pero hago notar que hablo de cooperación y esto significa la voluntad de actuar de manera concertada entre dos o más Estados soberanos. En ella se funda —por ejemplo— la rica normativa —convencional, legal y consuetudinaria— que rige a la extradición de criminales.
Hablar de cooperación entre Estados soberanos significa, en mi opinión, que dicha actuación concertada se practique de 2001

respetando la igualdad soberana entre los Estados, principio que incluye dentro de su formulación al principio penal y procesal de territorialidad.
En los tiempos que corren esta “globalización jurisdiccio¬nal” a la que hice referencia se hizo manifiesta de una ma¬nera inorgánica.
Un tribunal, situado en alguno de los países que hoy exhiben al funcionamiento de sus instituciones y el respeto de los de¬rechos y garantías con el mismo orgullo con el que —un si¬glo atrás— mostraban la pujanza de sus imperios colonia¬les, mediante una interpretación extensiva de principios que todos compartimos —como aquellos que repudian la impu¬nidad de los crímenes de lesa humanidad— dejando de lado el principio de territorialidad, se arroga la competencia para juzgar y condenar delitos que han ocurrido en el territorio de otro Estado soberano, que, naturalmente, tiene menor po¬derío económico y militar que el país donde tiene su asiento el tribunal requirente.
Conocemos varios casos que se han planteado en este sentido. No conozco ninguno que lo haya hecho en sentido inverso.
Una manera más orgánica de esta “globalización jurisdic¬cional” es la que está estructurada en el “Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional”, al que dimos cabida en nuestro ordenamiento mediante la ley 25.390 [EDLA, 2001-A-32], publicada el 23 de enero de este año.
Comparto, como seguramente lo harán ustedes, todos los propósitos que figuran en el Preámbulo de ese Estatuto.
Comparto, como seguramente lo harán ustedes, las tipifica¬ciones delictivas —genocidio; crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra— que con envidiable precisión contie¬ne el mencionado Estatuto.
Sin embargo, evaluado en su totalidad el sistema previsto en

el Estatuto creo que merecen una atención especial las fun¬ciones que corresponden al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Ese órgano —esencial para el funcionamiento de la Organi¬zación de las Naciones Unidas— puede instar la acción pe¬nal internacional; puede solicitar la suspensión del trámite de un proceso sine die y la Corte Penal Internacional está obligada a decretarla; es el garante del Estatuto y puede ser el ejecutor de las decisiones de la Corte Penal Internacional.
No es necesario recordar que cuando hablamos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, estamos hablando, en realidad, de sus cinco miembros permanentes (el Reino Uni¬do, Francia, Rusia, Estados Unidos y China), que, a diferen¬cia de todos los demás Estados que integran la Organización, tienen derecho de veto. No se trata precisamente de una ins¬titución democrática, sujeta a controles institucionales.
Además se puede llegar a pensar que cada uno de esos Esta¬dos, en algún caso concreto, sitúe a su interés nacional por encima del propósito colectivo de castigar a quienes han co¬metido crímenes aberrantes, aspiración que entonces podría llegar a frustrarse.
También me parece contradictorio que quienes garantizan la aplicación de un estatuto que persigue al genocidio, a los crímenes contra la humanidad y a los crímenes de guerra, cuenten, a la vez, con poderosos arsenales de armas nuclea¬res, químicas y bacteriológicas de destrucción masiva, cada vez más desarrollados y sofisticados, preparados para disua¬dir y agredir, que resumen, con fáctica brutalidad, todo el extenso catálogo de aberrantes delitos que el Estatuto define con singular detalle.
En suma, creo que en esta materia debemos ser muy pru-
dentes y evitar que, deslumhrados por el ideal de Justicia
Universal, corramos el riesgo de no advertir que, por esa
vía, terminemos legitimando la prepotencia.

Participación ciudadana en los procesos judiciales

La “Participación ciudadana en los procesos judiciales” concierne al perfeccionamiento y a la consolidación de nuestro régimen republicano de gobierno, ya que ella apunta a instaurar las instituciones y los procedimientos más apropiados para que el Poder Judicial cumpla eficazmente la expresa función que en forma indelegable, y enfatizo esta condición, le atribuye la Constitución Nacional de conocer y decidir, con fuerza de verdad legal, aquellos conflictos que deriven de la aplicación del derecho.

Enseña Karl Loewenstein que uno de los rasgos que distinguen al gobierno constitucional del autoritarismo es la participación del pueblo en la formación de la voluntad política del Estado. Más aún, cuando el citado autor alemán se refiere a la evolución de la democracia afirma que: “E/ estadio final, la democracia constitucional, seria alcanzado relativamente más tarde, cuando la masa de destinatarios de poder, organizada como electorado en los partidos políticos y con la ayuda de elecciones honestas en base a un sufragio universal, participó en el proceso político elevándose a la categoría de un independiente y originario detentador del poder”.

Ciñendo el análisis al terreno de la creación de las normas jurídicas Hans Kelsen, asigna un rol decisivo a la participación

popular en dicho ámbito para distinguir a la democracia entre las formas de gobierno. Para el jurista vienes es libre políticamente aquel individuo que está sujeto a un ordenamiento jurídico en cuya creación participa. De esa manera, la libertad existe dentro de un sistema que hace coincidir aquello que -de acuerdo con el orden social- un individuo debe hacer, con lo que quiere hacer. Para Kelsen esto implica que la democracia lleve a que la voluntad expresada por el orden jurídico del Estado sea idéntica a las voluntades de los individuos.

Ahora bien, si la participación política reviste tal importancia en el sistema democrático, al punto de que se ha llegado a hablar de “democracia participativa”, ya fuere como forma distinta, contrapuesta o complementaria de la democracia representativa, es necesario precisar el concepto de participación política y establecer cuál debe ser la magnitud o el grado que dicha participación debe tener.

Según el diccionario de la Real Academia Española el término “participación” significa “acción y efecto de participar” y “participar” quiere decir “tener uno -parte en una cosa o tocarle algo de ella”. A su vez, “partícipe” es el “que tiene parte en una cosa, o entra con otros a la parte en la distribución de ella.”

Si a esta noción conceptual añadimos el objeto de la asociación política que es la realización del bien común, podemos concluir que la participación política alude a la intervención que los integrantes de la comunidad tienen en la búsqueda del bien común y en los resultados que este produce.

Naturalmente que dentro de la realización del bien común se incluye a la adecuada prestación del servicio de justicia

La idea de la participación en la democracia dista mucho de ser novedosa, ya Tucídides en la famosa oración que pone en labios de Pericles nos dice que en la democracia ateniense: “Todos los ciudadanos, incluso los que se dedican a los trabajos manuales, toman parte en la vida pública; y si hay alguno que se desinteresa de ella se le considera como hombre inútil e indigno de toda consideración. Examinamos detenidamente los negocios públicos, porque no creemos que el razonamiento perjudique a la acción; lo que si creemos perjudicial para la patria es no instruirnos previamente por el estudio de lo que debemos ejecutar.”

En los tiempos que corren se ve en la participación un remedio contra la apatía y el adormecimiento de los ciudadanos, desinteresados respecto de la actuación de representantes con los que muchas veces no se sienten identificados. Se considera que ella constituye un valor sustancial de la democracia porque permite que las personas actúen como dueñas de sí mismas decidiendo aquellos asuntos que les conciernen. Por otra parte, la participación puede constituir un remedio eficaz contra la burocratización de los dirigentes y de los procedimientos.

También se ve en ella un mecanismo destinado a complementar a la democracia representativa, superando a la fórmula, que se considera retrógrada, que identifica a la democracia con el solo hecho de ir a votar.

Dentro de esta línea ha afirmado Bidart Campos: “No cabe duda deque las sociedades contemporáneas se han forjado una representación colectiva favorable a la participación, y hasta exigente de la ampliación y apertura intensas de las formas participativas. No sienten abastecida esa apetencia con la sola existencia y el regular funcionamiento del derecho de votar.”

En este sentido, fue La Rio ja una de las primeras provincias que, en 1986, introdujo en su texto constitucional a los valores de la democracia participativa.

En efecto, el Preámbulo de la Constitución Provincial incluye entre sus propósitos el de “consolidar un Estado democrático basado en la participación popular…”.

Además el artículo Io declara que el pueblo ejerce el poder por medio de sus representantes legítimos y por las otras formas de participación democrática establecidas en la Constitución, y el artículo 3o procura una democracia participativa en lo político, en lo económico y en lo social.

La democracia participativa requiere un compromiso y una responsabilidad de parte de los ciudadanos mucho mayores que los que son necesarios en la democracia representativa.

Esto significa que el ciudadano asume una responsabilidad intransferible cuando interviene directamente en la adopción de una decisión. Es él quien actúa por sí y quien recoge los beneficios o paga las consecuencias por lo actuado, no existe aquí el desdoblamiento característico de la democracia representativa.

La participación asigna al ciudadano un mayor grado de injerencia en las asuntos de la comunidad que, como tales, le conciernen. Requiere un grado mayor de interés, de preocupación, de conocimiento y de estudio de las cuestiones públicas de los que son necesarios en la democracia representativa. Indudablemente, si uno de los presupuestos del gobierno -cualquiera fuere su forma-es la educación del soberano, mayor es su extensión cuando ese gobierno es -en cualquiera de sus formas- una democracia, pero mucho mayor ha de ser su intensidad -por el compromiso y la responsabilidad que le son inherentes- si esa democracia es participativa.

Es que la participación tiene por efecto que los ciudadanos asuman las consecuencias de los actos que aprueban, sin que puedan atribuir a otros las responsabilidades de las decisiones que ellos contribuyeron a adoptar. Esto significa también que la participación acentúa y hace más intensa la legitimidad de la voluntad estatal.

En la búsqueda de plantear diversas alternativas del modo en que puede canalizarse, de modo directo o en forma mediata, la participación ciudadana en el marco de los procesos judiciales, se abordarán distintos institutos que coinciden en la común finalidad de intentar un fecundo acercamiento de los habitantes de nuestra tierra en la función institucional de dar a cada uno de lo suyo, de hacer justicia en cada uno de los asuntos cotidianos que, multiplicados por varios miles, se presentan en el desarrollo de nuestra comunidad.

La expansión de la legitimación activa en materia de intereses difusos, el reconocimiento de la figura del “amicus curiae”, la profundización del uso de los medios no adversariales para la solución de conflictos, el funcionamiento -en el ámbito de su competencia- de consejos de la magistratura, y el juicio por jurados son instrumentos que tienen por finalidad inmediata el logro de los altos objetivos señalados.

LA RUPTURA DE LOS MOLDES TRADICIONALES EN MATERIA DE LEGITIMACIÓN ACTIVA.

Un tratamiento preeminente merece, por su marcada trascendencia en la participación ciudadana en los procesos judiciales, la cuestión atinente a la reformulación de los conceptos históricos relativos a los sujetos legitimados para activar la jurisdicción de nuestros tribunales en pleitos contra el Estado o contra corporaciones productoras de bienes y servicios.

Porque la tutela jurídica ya no se circunscribe únicamente al sujeto lesionado de modo directo y personal en el disfrute de sus derechos, sino que comprende además un elenco muy variado de posiciones que la Constitución denomina “derechos de incidencia colectiva”, que son aquellos cuya pertenencia es difusa o corresponde a un grupo organizado dentro de la sociedad.

Al igual que en otras latitudes, en la Argentina de los últimos años se viene desarrollando un claro proceso expansivo del marco de la legitimación, que tiende a superar el tradicional esquema liberal del Estado de Derecho donde sólo un tipo de interés social adquiría relevancia jurídica, esto es aquel que consistía precisamente en la defensa del propio círculo individualizado de actuación personal.

Sin embargo, es importante destacar que de la ampliación constitucional de los sujetos a quienes se reconoce legitimación procesal para requerir el amparo en defensa de los intereses generales, no se sigue la automática aptitud para demandar si no se acredita el cumplimiento de ciertas condiciones necesarias para instar el ejercicio de la jurisdicción.

Si bien es cierto que el reconocimiento de los derechos de incidencia colectiva o intereses difusos implica un importante paso hacia delante en cuanto se amplían los márgenes de expresión del pluralismo real, también lo es que el reconocimiento de legitimación a entes exponenciales del interés colectivo presenta nuevos y graves problemas de instrumentación que, por encontrarse en juego el recordado principio republicano de la división de poderes, deben ser regulados con la mayor precisión.

De esto hay un ejemplo que es muy claro y muy completo. Cuando la Corte en el caso “Ekmekdjián c. Sofovich”, reconoció al actor legitimación procesal para demandar el ejercicio del derecho de réplica y afirmó que ejercía “..una suerte de representación colectiva…”    (cons.   25   del   voto   mayoritario),   emitió   un pronunciamiento que parecía sumamente innovador y efectivamente lo era.

Pero también era prudente porque a esa legitimación le asignó “un carácter provisional”, fundado en “la falta de legislación en el orden nacional sobre la materia, el carácter de primer pronunciamiento sobre el asunto, y la trascendencia jurídica e institucional de la cuestión” (cons. 24 del voto mayoritario).

La sentencia, por medio de la cual la Corte asumió la responsabilidad de dar efectiva vigencia al derecho de réplica, fue dictada el 7 de julio de 1992. Habían pasado ocho años desde que el Pacto de San José de Costa Rica había sido incorporado a nuestro derecho positivo y, sin embargo, aún carecía de regulación legislativa.

Han pasado ocho años más. En todo ese tiempo hubo más sentencias sobre el derecho de réplica; el tema ha sido objeto de tratamiento en numerosas publicaciones y abordado desde las mas variadas perspectivas en diferentes eventos científicos y académicos. Hubo también una reforma constitucional que atribuyó jerarquía constitucional al Pacto de San José de Costa Rica y aportó nuevos elementos para examinar la legitimación para la defensa de los derechos. Han pasado dos elecciones presidenciales y cuatro elecciones de renovación de diputados nacionales y, sin embargo, aquella legitimación procesal de representación colectiva que una ajustada mayoría de la Corte reconoció con carácter provisional en el caso “Ekmekdjián c. Sofovich” lleva ocho años ya sin que exista a su respecto la necesaria regulación legislativa.

En suma, el profundo cambio cultural y estructural producido por el ensanchamiento de la base de la legitimación requiere de un nuevo ordenamiento procesal susceptible de contenerlo y canalizarlo, para evitar los efectos institucionalmente perniciosos del hecho de que los jueces definan materias que la Constitución nítidamente difiere a la exclusiva apreciación y decisión de los poderes políticos del Estado.

Este es uno de los desafíos de nuestro tiempo que debemos afrontar seriamente, pues los jueces no administran ni legislan y deben contar con una prudente autorrestricción cuando las partes les invitan, bajo el rótulo de un caso jurisdiccional, a abordar materias que escapan a su competencia. La función propia de los órganos judiciales es el juzgamiento de conflictos donde se enfrenten partes genuinamente adversarias planteando una materia que la Constitución no ha reservado al exclusivo resorte del Poder Legislativo y al ámbito del Poder Ejecutivo.

Precisamente, cabe recordar el caso “Gómez Diez”, resuelto por la Corte el 31 de marzo de 1999, donde tres diputados nacionales elegidos en Salta promovieron una acción declarativa de certeza en la cual solicitaban la declaración de inconstitucionalidad de la ley 24.669, que había prorrogado la vigencia del “Pacto Federal para el Empleo, la Producción y el Crecimiento” y que el Tribunal requiriese al Congreso el dictado de una Ley de Coparticipación Federal de Impuestos acorde con las pautas establecidas en el artículo 75, inc. 2o de la Constitución Nacional.

Estas pretensiones fueron rechazadas por la Corte que fundó su decisión en la falta de legitimación de los actores, diputados nacionales que en el ámbito institucional natural -la cámara que integraban- habían tenido oportunidad de intervenir en el debate y participar en la votación del proyecto legislativo, quedando en minoría.

La Corte -con la firma de ocho de sus integrantes y sin disdencias- no desaprovechó la oportunidad para prevenir acerca de la necesidad de preservar al Poder Judicial de aquello que Antonín Scalia llamó “la sobrejudicialización de los procesos de gobierno” (cons. 9o).

Naturalmente, que no se trata de una voz aislada. Dos décadas atrás, cuando el 12 de julio de 1980, quedó solemnemente constituido el Tribunal Constitucional Español, su primer presidente, Manuel García Pelayo advertía acerca del “riesgo, mucho más probable y en cierto sentido más grave, de que unos y otros entiendan su propio enfoque de los problemas o su propio repertorio de soluciones como los únicos constitucionalmente posibles y acudan ante el Tribunal en demanda de que se declaren ilegítimos los enfoques o las soluciones discordantes… el intento de resolver por vía jurisdiccional contiendas que sólo por vía política pueden encontrar satisfactoria es el medio más seguro para destruir una institución cuya autoridad es la autoridad del Derecho”.

EL AMICUS CURIAE Y LA TUTELA DE LOS INTERESES GRUPALES-

Uno de los mecanismos destinados a encauzar los vínculos entre la sociedad y el Estado, cuando este ejerce la función judicial, es la figura del “amicus curiae”, característica del procedimiento judicial en los países anglosajones.

Si bien es cierto que algunos remontan sus orígenes al Derecho Romano, su difusión actual proviene de los países del common law. Edward Coke, en las Instituías -que fueron escritas entre 1628 y 1632- afirmaba que amicus curiae era quien, para ayudar al tribunal, le suministraba información sobre cuestiones -esencialmente jurídicas- en las que el órgano judicial manifestaba dudas o podría encontrarse equivocado y le recordaba precedentes o doctrinas que podían ser aplicables para decidir con acierto un caso complejo.

En aquellos tiempos de jueces legos y de reducida divulgación de los aportes de la ciencia jurídica, coincidían la denominación de la institución -literalmente amicus curiae es “el amigo del tribunal”- con la función de asistencia jurídica que este “amigo” desempeñaba.

Hoy, dejando de lado las digresiones semánticas, podemos observar que el amicus curiae, tal como actúa ante los tribunales norteamericanos (especialmente ante la Suprema Corte) aparece como un mecanismo formidable destinado a encauzar las relaciones entre la sociedad y el Estado cuando éste ejerce su función de juzgar.

Sabido es que a los Tribunales Constitucionales -cualquiera fuese su denominación- les corresponde definir aspectos esenciales de la vida individual y social de los ciudadanos.

Establecer los límites de las expresiones, la protección del honor y de la intimidad; los alcances del derecho de propiedad y de la libertad de asociarse; aceptar o repudiar la pena de muerte, la eutanasia y la interrupción voluntaria de los embarazos; admitir la posibilidad de despenalizar la tenencia de algunas drogas llamadas

“blandas”; fijar el alcance de los poderes del Estado para arrestar e interrogar a las personas y, en consecuencia, determinar hasta dónde llegan las libertades personales y establecer si han existido, o no, normas, actitudes o conductas discriminatorias, son las cuestiones que cotidianamente deben decidir los integrantes de las Cortes Constitucionales.

El ejercicio de semejante poder -que no es más que el clásico “dar a cada uno lo suyo”- necesariamente repercute -favorable o desfavorablemente, según el caso- sobre los derechos, aspiraciones o expectativas de los numerosos grupos de interés existentes en una sociedad pluralista y democrática. Lógico es suponer que tales agrupaciones intentarán persuadir al Tribunal argumentando jurídicamente acerca de las bondades de adoptar la resolución que más convenga a sus intereses. Allí es, puntualmente, donde aparece el amicus curiae de estos tiempos.

Es que aquel lobbyst -o “cabildero” si no desdeñamos la riqueza de la lengua española- que -argumentando contra la validez o la oportunidad, el mérito o la conveniencia de una ley- ha fracasado ante el Congreso y el Presidente, cuenta con la posibilidad de presentarse ante el Tribunal como amicus curiae y sostener consideraciones jurídicas en favor de sus intereses.

Es evidente que el ejercicio del derecho de peticionar -como elemento indispensable del diálogo entre gobernantes y gobernados- tiene un doble significado. Por un lado, habilita al ciudadano para formular planteos y reclamos a las autoridades; por el otro, permite a las autoridades conocer el punto de vista de la ciudadanía o de los diferentes sectores sociales acerca de una cuestión y evaluar la magnitud de los efectos de la decisión que pueden adoptar.

En ese sentido, la presencia de numerosas organizaciones intervinientes como amicus curiae constituye un dato de suma relevancia para que el Tribunal pueda apreciar la importancia que tendrá la decisión que adopte.

Tomando como referencia el desarrollo que la figura del amicus curiae tuvo en el orden federal de los Estados Unidos de América podemos ver que, al actuar ante la Corte el amicus curiae debe argumentar jurídicamente, exponiendo cuál es la cuestión que motiva su presencia ante el Tribunal, las normas que están en juego y cómo han sido interpretadas -a lo largo del tiempo- por la Corte; destacará en esos casos la intervención que cupo a los integrantes del Tribunal que ahora deben resolver; mencionará si existen precedentes dictados en otras instancias judiciales; hará referencia a las soluciones que se han adoptado respecto de la cuestión en el derecho comparado y, asimismo, pondrá de manifiesto los criterios que la doctrina haya expuesto sobre la cuestión.

Seguidamente, el amicus curiae deberá hacer explícito al Tribunal cuál es el interés que representa y expondrá los argumentos sobre los que sustenta su posición, para concluir sugiriendo al Tribunal la solución que corresponde dar al caso.

Actuando de esta forma el amicus curiae tiene la posibilidad de que el Tribunal haga mérito de argumentos jurídicamente consistentes y que quizás no hayan sido debidamente considerados por una mayoría adversa en las cámaras legislativas o un Ejecutivo obnubilado por los resultados de una encuesta de popularidad.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos, por aplicación del art. 34, párrafo 1 de su reglamento, que le confiere la facultad de oír a cualquier persona u organización que pueda aportar elementos de juicio que se consideren de utilidad para la decisión que deba adoptar, ha admitido -no es necesario el consentimiento de las partes- la presentación de alegatos por parte de amicus curiae. Así lo ha hecho en los casos “Velásquez Rodríguez”; “Rodríguez Cruz” y “Fairén Garbi”, entre muchos otros.

DOS INSTRUMENTOS ÚTILES:

LA MEDIACIÓN Y EL CONSETO DE LA MAGISTRATURA.

En trance de observar el modo en que institutos de la más diversa naturaleza pueden contribuir en el objetivo de profundizar la participación activa de nuestra ciudadanía en la función de impartir justicia, no debe soslayarse ni minimizarse el aporte que ofrece la utilización de métodos no adversariales para la resolución de conflictos.

Y enfatizo la singular trascendencia de este mecanismo, porque a partir de la intervención de mediadores que no pertenecen funcionalmente al Poder Judicial, numerosos ciudadanos que -en el caso de Argentina deben ser abogados- se incorporan activamente en la solución de disputas, descentralizando del Estado la función judicial a partir de una intervención de suma utilidad para que las partes en conflicto compongan por sí mismas sus intereses encontrados.

No debe olvidarse que todas las controversias que se resuelvan de este modo generan un resultado favorable desde dos visiones diversas; por un lado, porque el eventual litigante ha podido verificar personalmente que el Estado tiene una honda preocupación por instrumentar vías alternativas aptas para la búsqueda de soluciones justas, desacralizando al proceso judicial como única herramienta apta; por el otro, porque todas las controversias que son solucionadas de este modo implican una disminución en la tarea judicial que, ciertamente, redundará en que los jueces contarán con una mayor disponibilidad de tiempo que será de utilidad tanto para el estudio más profundo de las causas contenciosas como para destinar al perfeccionamiento a través de su participación en las escuelas judiciales.

Al respecto, son por demás elocuentes las estadísticas relativas a los resultados de la mediación. En materia laboral, en que existe un servicio de conciliación obligatoria como paso previo a la acción judicial, se observa que del total de actuaciones llevadas a cabo, el 42% de ellas arribaron a un resultado de autocomposición, con lo cual los tribunales del trabajo han visto disminuida su labor en una medida significativa.

Contrariamente a lo que podría suponerse, el rotundo éxito de este sistema no se limita a las relaciones laborales, en que podría conjeturarse que la necesidad del empleado motiva una pronta resolución del conflicto. En efecto, en el fuero federal civil y comercial en que, habitualmente, se ventilan asuntos de trascendencia económica, se ha obtenido un resultado positivo cercano al 40% de las actuaciones. En sentido concordante, en los fueros civil y comercial de la Capital Federal, en las causas en que la mediación es obligatoria, más del 65% de las que fueron iniciadas concluyeron en esa instancia, sin continuar su trámite ante el órgano jurisdiccional.

Por último, es de importancia destacar una circunstancia que no resulta expresamente de las estadísticas aludidas, pero que demuestran la función democratizadora de este instituto. El cotejo de la cantidad actual de causas en que se requiere la mediación con las correspondientes a años anteriores en que directamente se demandada en sede judicial, exhibe un notorio incremento de los pedidos de mediación, lo cual demuestra que un gran número de personas que con anterioridad resignaba sus derechos ante la pesada y costosa maquinaria judicial, hoy presenta sus reclamos tendiente a obtener la satisfacción de sus derechos vulnerados, pues se ha abierto un canal institucional de eficacia que les permite obtener mediante su activa participación el reconocimiento de intereses que en el pasado hubiesen quedado desamparados.

En cuanto al funcionamiento del Consejo de la Magistratura, órgano que fue incorporado en la República Argentina, en el orden nacional, por la reforma de 1994, considero que también constituye una herramienta de utilidad para permitir la deseada participación ciudadana en la función judicial.

Por cierto que, en el caso, me estoy refiriendo únicamente a la atribución de dicho cuerpo para la selección de los aspirantes a la magistratura. Desde el momento en que en dicho órgano, como es el caso de la República Argentina, participan representantes de académicos del derecho y legisladores que han sido elegidos por el voto popular, la elección de los futuros magistrados aparece como el fruto de un proceso dotado de mayor transparencia en que, al menos desde el punto de vista legal, se otorgará preeminencia al valor de la idoneidad por sobre la conveniencia política o negociación partidaria de determinada designación.

Más allá de que son conocidos los resultados no siempre beneficiosos de una directa elección popular de magistrados, como sucede en algunos estados de Estados Unidos de América, en la medida en que el Consejo de la Magistratura cumpla fielmente con el mandato constitucional y no reitere los vicios imputados al sistema derogado, su intervención en este ámbito debe ser recibido con beneplácito pues contribuye a que la ciudadanía controle, a través de sus representantes, el proceso de selección de magistrados, a la vez que por existir concursos públicos basados en criterios objetivos para la evaluación de antecedentes y las pruebas de oposición, permite la incorporación a los cuadros de la magistratura de abogados externos de la estructura judicial dando por tierra con cualquier tipo de sospechas que pudiera existir en la ciudadanía con respecto a conductas corporativas o  de clase que  conspiran contra la democratización de la justicia. EL JUICIO POR TURADOS.

Finalmente he de referirme al juicio por jurados, que es, sin duda, la máxima expresión de la participación ciudadana en los procesos judiciales, ya que esta participación tiene por objeto, nada más y nada menos, que la función de juzgar.

Adentrarse en el estudio del juicio por jurados en la República Argentina, y por expresarlo de un modo eufemístico, en su evolución desde las épocas posteriores a la independencia -en 1816-hasta la actualidad, invita apasionadamente a encontrarse con una situación que no dudo en calificar de paradójica, pues está enmarcada en una coherente línea de silencios, dogmas y contradicciones como escasas instituciones de nuestro derecho pueden exhibir.

Esta historia atípica comienza en los albores de la independencia, pues el juicio por jurados fue incluido en las Constituciones de 1819 y 1826, bien que con una característica que lo acompañará continuamente como un sello indeleble que despierta toda clase de conjeturas.

En las asambleas constituyentes que aprobaron la incorporación de este instituto no se registra debate alguno ni expresión de los fundamentos que sostuvieron los textos, a pesar de que las circunstancias históricas e institucionales harían sospechar todo lo contrario, en la medida en que el juicio por jurados era notoriamente extraño a las reglamentaciones vigentes en la época colonial y, por lo tanto, pareciera de la mayor razonabilidad que los constituyentes expresaran los fundamentos que sostenían la significativa innovación que incorporaban para el juzgamiento de los delitos.

Ciertamente, las sorpresas no se detienen allí. El juicio por jurados renace prolíficamente en la Constitución sancionada en 1853, al aprobarse sin tratamiento el proyecto de la Comisión de Negocios Constitucionales elaborado en base al anteproyecto o esbozo ideado por el eximio constituyente y jurista Don José Benjamín Gorostiaga, en el cual para no dejar lugar a la duda sobre el sitial emblemático que le corresponde al juicio por jurados en la organización institucional de la República, es contemplado no sólo en la parte orgánica de la Constitución cuando se precisan las facultades del Congreso de la Nación (art. 67, inc. 11) y la naturaleza de la actuación del Poder Judicial en el juzgamiento de los delitos (art. 102), sino que además -y con el énfasis que ha resaltado Joaquín V. González- en la parte dogmática regulatoria de las declaraciones, derechos y garantías, como un implícito pero inequívoco instrumento garantista en favor de los ciudadanos. No deja de ser sugestivo que a pesar de haber tenido una generosa oportunidad de explayarse sobre este instituto, el informe de la Comisión de Negocios Constitucionales mantuvo un silencio absoluto sobre el tema y los constituyentes dejaron pasar las tres disposiciones en juego sin exponer las razones que, malgrado los aislados regímenes sancionados en pocas provincias, carecía de arraigo en nuestra organización jurídica e institucional y, por ende, representaba una trascendente innovación para la administración de justicia.

Suprimido por la Constitución de 1949, renació al recobrar vigencia el texto de 1853 y no fue objeto de modificación alguna en la reforma de 1994. Lo llamativo, y hasta inexplicable, de la historia del juicio por jurados está dado porque a pesar de las tres disposiciones constitucionales que lo establecen desde 1853, esta institución no ha sido aplicada jamás en la República Argentina en el orden federal pues el Congreso de la Nación ha instituido un sistema de juzgamiento exclusivamente basado en la intervención de tribunales unipersonales o colegiados sin reglamentar jamás la intervención del jurado.

Para cerrar cualquier tipo de planteamiento constitucionales sobre la puntualizada omisión legislativa, en los tres casos en que la Corte Suprema fue llamada a intervenir en 1911,1932 y 1947 se sostuvo la doctrina de la no inmediatez del mandato constitucional dado al legislador a pesar de que habían transcurrido más de 90 años hasta el momento del último pronunciamiento.

La primera consideración que me sugiere esta situación no tiene que ver con la interpretación de la Constitución, sino con el tiempo transcurrido para que por vez primera se planteara la cuestión en sede del máximo Tribunal. Si como ha enseñado Joaquín V. González el jurado ha sido establecido como un medio protector de los derechos y garantías de los ciudadanos ¿Qué explicación podrá encontrarse a las cinco décadas transcurridas sin peticiones de parte tendientes a hacer valer un instituto que tan enfáticamente contempla la Ley Suprema? Los sociólogos tendrán un campo fértil en esta investigación, pero -cualquiera que fuese la respuesta- no puede ser pasado por alto que desde el comienzo de su funcionamiento -en 1863- la Corte fue puesta a prueba en la interpretación de cláusulas constitucionales de la más diversa naturaleza y complejidad, como los derechos derivados de una revolución, sistema de gobierno y sus fuentes, valor de los actos públicos provinciales, expropiación, poder de policía, principio de legalidad, supremacía del derecho federal, separación de poderes, control de constitucionalidad, cláusula comercial, libertad de prensa, poderes municipales, estado de sitio, poderes de guerra, etc., muchas de las cuales eran de menor énfasis que el juicio por jurados que, sorprendentemente, permaneció olvidado en la constitución escrita sin hacerse derecho vivo en la realidad de las instituciones y de las garantías de los litigantes.

Esta historia, como adelanté, no sólo está construida a partir del silencio de los constituyentes y sobre el resultado de la interpretación de la justicia constitucional, elevado -por su reiteración- a la categoría de dogma, sino por la contradicción que he observado en la actuación de quienes, en cierta medida, tienen una cuota de responsabilidad institucional en la situación paradójica que nos viene exhibiendo desde su partida de nacimiento el juicio por jurados. Concretamente y aunque despierte sorpresa, el congresal constituyente de 1853 -Gorostiaga- que sostuvo como miembro informante la necesidad del juicio por jurados, aprobó como legislador diez años después y sin objeción alguna, un texto procesal penal que ignoraba el juicio por jurados y reconocía funciones decisorias únicamente en cabeza de jueces federales.

Desde la óptica de los autores de la doctrina, cabe puntualizar que los dos más brillantes procesalistas del derecho penal en la República Argentina, los doctores Vélez Mariconde y Ciaría Olmedo, descreían con severa convicción del juicio por jurados, con apoyo en conocidos argumentos de hermenéutica constitucional fundados en la tácita derogación del texto generada por la constitución real y la falta de cumplimiento del recaudo de idoneidad exigido por el art. 16 de la Ley Suprema; de orden cultural y sociológico -como la escasa formación de los jurados y la falta de arraigo del instituto en nuestro acervo consuetudinario-; y de considerar los resultados de su actuación en punto a la influencia que se ejerce sobre ellos, a la consecuente falibilidad de los veredictos y a la falta de un control judicial suficiente sobre tales decisiones.

No quiero concluir esta exposición sin antes invitar a que reflexionemos sobre la conveniencia política y jurídica del juicio por jurados, pues sólo si llegamos a una conclusión afirmativa podremos comenzar a movilizar los resortes institucionales que permitan instaurar un debate en la opinión pública, en los operadores jurídicos y en los poderes públicos que concluya con la sanción de los instrumentos necesarios para la puesta en funcionamiento de este añejo y olvidado instituto, al menos en la República Argentina.

Y reitero que el punto de partida pasa por demostrar la utilidad de este sistema de juzgamiento, porque nuestras sociedades están demandando el mejoramiento del Poder Judicial, pero no necesariamente la instalación de este instituto, el cual es ignorado en cuanto a sus resultados y que tampoco ha sido identificado por la ciudadanía como un procedimiento insustituible en la tutela de sus derechos y garantías personales, sociales y políticas.

Tal vez por este sendero podrá encontrarse alguna explicación a los 140 años de inactividad legislativa y, esencialmente, de silencio en la opinión pública. En cambio, el jurado fue altamente considerado y popular en Inglaterra en las disputas con los reyes Estuardo ocurridas en el siglo XVII, pues sirvió como control sobre los jueces reales que seguían las órdenes de la Corona, siendo emblemático el caso en el cual los jurados prefirieron ir presos antes que condenar a William Penn por ser quákero. En las colonias inglesas de América del Norte ocurrió un fenómeno semejante en cuanto a la defensa a ultranza de la institución del jury, pues durante el siglo XVIII los jurados solían hacer frente con sus veredictos a las precisas y condicionadas instrucciones de los jueces, que estaban controlados por el hostil gobierno británico.

De ahí, que la recepción del juicio por jurados en la Constitución de 1787 configuró la legitimación de un instrumento que enarbolaba la tutela de las garantías de los ciudadanos, que consideraban que la seguridad de sus vidas, de sus propiedades y de su libertad sólo se encontraban a resguardo si eran juzgados por su pares, quienes les aseguraban total imparcialidad según lo habían demostrado con la mayor valentía con anterioridad a la independencia.

La incipiente República Argentina de 1853 carecía por completo de la tradición cultural americana que dotó al jurado de un áurea místico, al extremo de que Jefferson lo consideraba de mayor importancia que las elecciones, lo cual impidió -entre otras razones-para que la incorporación constitucional del instituto bastara para generar un cambio de la mentalidad imperante y, en consecuencia, de los comportamientos necesarios para implementarlo en sustitución de los procedimientos aplicados sobre la base de la legislación española.

Creo que para abordar el análisis que estoy proponiendo, es de suma utilidad tomar en consideración cual es el fenómeno que, precisamente, está ocurriendo en Estados Unidos con respecto al juicio por jurados. Abramson -autor de lectura obligatoria en el tema y de inclaudicable inclinación pro juradista- sostiene en su obra “Nosotros, el jurado. El sistema de jurados y la idea de democracia”, que si bien son pocos los que abogan por la abolición del sistema, muchos otros están en favor del seguir el modelo inglés de restringir los tipos de casos en los que debe haber jurado. Agrega que la violencia que dejó treinta muertos a raíz del primer juicio con jurados seguido contra los policías blancos acusados de golpiza contra el afro­americano Rodney King en 1991, es elocuente sobre la pérdida de fe en el jurado.

Por mi parte, y dado que esta obra fue escrita en 1994, incorporaría a la lista de casos emblemáticos de veredictos controversiales, a los de O.J. Simpson que fue declarado no culpable por un jurado con una composición ampliamente mayoritaria de personas de raza afro-americana que deliberó sólo cuatro horas a pesar del volumen y complejidad de la evidencia, y el de Lorena Bobbit cuyo veredicto si bien pareció responder a pautas sociológicas de justicia no podría predicarse igual respecto de su adecuación a las normas legales.

Abramson nos ilustra sobre varias razones que contribuyen a generar cierto escepticismo en el pueblo norteamericano con respecto al instituto, que son de sumo interés que examinemos para aprovechar esta experiencia y, de este modo, evitar caer en una situación exactamente inversa a la deseada en 1853.

El primer punto que ha destacado se funda en que la justicia requiere distancia e impermeabilidad que la protejan de la presión para hacer lo que sea más popular, pues ésta es la razón de ser de que los jueces federales son designados y no elegidos mediante una votación electiva, y se les da el cargo en forma vitalicia. La perspectiva democrática del jurado -agrega este autor- insiste en que lo que se busca es justicia popular, la “conciencia de la comunidad”, pero no siempre la justicia es popular, como tampoco la conciencia de la comunidad es pura, existiendo una tendencia en los jurados de hoy en día a sustituir el imperio de la ley (‘rule oflaw”), por el imperio de la gente (“rule ofpeople”).

De mi lado, pienso que lo afirmado es exacto como observación de la realidad pero no como crítica superable, pues si se cuestionan las apreciaciones que llevan a cabo los jurados por su condición de ciudadanos, en definitiva se está postulando abandonar el sistema.

La historia es rica en decisiones que han sido cuestionadas. Sócrates fue acusado de no creer en la religión del Estado y de corromper a la juventud enseñándola a no reconocer a los dioses de la República; fue condenado a muerte por la asamblea de atenienses tal como lúcidamente lo había previsto en su alegato de defensa cuando, por conocer las ortodoxias de sus tiempos, aconsejó a los ciudadanos que lo estaban juzgando “No os enfadéis conmigo porque os diga las verdades, pero no hay hombre que pueda salir salvo ni con vosotros ni con ningún otro pueblo reunido en asamblea, si se opone noblemente a que se cometan muchas injusticias e ilegalidades en la República” (Platón en “Apología de Sócrates”).

En cambio el jurado tuteló con sus veredictos a los colonos norteamericanos frente a los jueces de la corona; protegió a los esclavos fugitivos de los estados del sur y a los abolicionistas que los ayudaban a escapar de la esclavitud; amparó a los comunistas contra la persecución lanzada en este siglo desde Washington. En definitiva y a pesar. de las defecciones mencionadas, el jurado exhibió en reiteradas ocasiones un coraje en la protección de los disidentes de las ortodoxias imperantes en un determinado momento que, previsiblemente, jamás hubieran tenido jueces designados por las autoridades.

Ello demuestra que ninguna otra institución de gobierno puede competir con el jurado, en el hecho de poner el poder tan directamente en las manos de los ciudadanos, que de un día para el otro viven el drama de ser héroes a convertirse en villanos. La proposición que deberíamos replantearnos, es si este sistema permite a los jurados expedir sus veredictos sobre la base exclusiva en las evidencias del proceso frente a la influencia que hoy en día ejercen sobre la opinión pública los medios masivos de comunicación. La respuesta excede el ámbito de nuestros conocimientos y concierne, con mayor propiedad a la psicología social.

Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa desde la visión del periodismo y el Dr. Carlos Fayt, prestigioso ministro decano de nuestra Corte Suprema, en su obra “La omnipotencia de la prensa”, nos han ilustrado suficientemente sobre los efectos que produce en la sociedad el bombardeo informativo. Coinciden, substancialmente, en que la realidad real ya no existe, ha sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de publicidad y los grandes medios audiovisuales; lo que se conoce con la etiqueta de “información” es un material que, en realidad, cumple una función esencialmente opuesta a la de informarnos sobre lo que ocurre en nuestro derredor, pues suplanta y vuelve inútil el mundo real de los hechos y las acciones objetivas al sustituirlas por las versiones clónicas de éstos, que llegan a nosotros a través de las pantallas de la televisión, seleccionadas por los comentarios de los profesionales de los medios, las que en nuestra época hacen las veces de lo que antes se conocía como realidad histórica.

Frente a esta situación, en que un hecho de público conocimiento es dado a conocer por los medios en las ediciones matinales destacando -desde un primer momento- un estado de sospecha en cuanto a sus responsables, los cuales ya son drásticamente acusados por los fiscales del aire y de la tinta al comenzar la tarde y son pasibles de la más severa e irrevocable condena -la social- en los noticiarios televisivos de las primeras horas de la noche, la pregunta pasa por develar cuál es el espacio de autonomía que resta a los ciudadanos para juzgar objetivamente los hechos investigados en un proceso judicial. Creo que los ocho meses que los jurados de la causa Simpson pasaron recluidos en un hotel son una muestra elocuente de los medios a los cuales debe recurrirse para mitigar, cuando menos, los perniciosos efectos que he puntualizado.

Sobre esta base de captación del juicio de valor sobre la realidad, no sería aventurado predecir que las decisiones que hubieran tomado los jurados en resonantes casos ocurridos en la República Argentina hubiesen reconocido como sustento la concorde posición adoptada por los medios de comunicación, antes que el apego a las pruebas producidas en la causa y a las leyes vigentes.

A lo expresado sobre la objetividad del sistema de jurados, Abramson ha agregado que actualmente se ha profundizado hasta límites atemorizantes la brecha existente entre la complejidad del procedimiento moderno y la calificación intelectual de los jurados; éstos raramente entienden el testimonio experto -los peritajes- en un juicio antitrust, de mala praxis médica, de competencia desleal o de vicios de un producto elaborado en serie; tampoco conocen el derecho, por lo que para comprender las instrucciones legales dadas por el juez, que en un caso que he tomado conocimiento entre dos tabacaleras alcanzaron 81 páginas para examinar 108 cuerpos de evidencias, deben hacer un curso acelerado sobre la materia controvertida. El eje de la solución del caso controvertido no pasa entonces por las cuestiones técnicas abordadas, sino por las emociones, prejuicios y simpatías de los jurados.

Por último, nos queda en pie verificar qué es lo que sucede con la búsqueda de jurados representativos, pues en ciertos casos termina hundiendo la selección de los jurados en cuestiones de balance demográfico, dando la impresión de que la justicia depende en forma precaria de la raza, sexo, religión, o incluso el origen nacional de sus miembros.

Nada tiene de casual que durante la etapa de selección de los jurados, las personas más importantes donde sesiona el tribunal sean los “Consultores en temas de jurados”, que brindan una asistencia cuasi científica a los abogados para la manipulación del jurado, para la cual cuentan con estudios estadísticos, investigaciones, vigilancias y perfiles psicológicos que tratan de predecir como votarían los potenciales jurados en base a ciertos indicadores, como raza, edad, ingresos, sexo, posición social, estado civil, historia personal y hasta tipo de automotor que conducen.

Como reflexión final de esta exposición invito a considerar un último aspecto -transcendente en mi visión- que substancialmente apunta al fortalecimiento del Poder Judicial como depositario de las garantías de los habitantes.

Conocemos como ciudadanos y como hombres que, de un modo u otro, participamos en los resultados que genera la actuación del Poder Judicial, que la sociedad está demandando, a partir de una posición altamente crítica del rol de la justicia, un profundo cambio en la actuación de este Poder del Estado, que no necesariamente pasa por lo institucional, sino -esencialmente- por vislumbrar que los jueces son el baluarte en la defensa de los derechos de los ciudadanos frente al Estado y a los poderosos, demostrando transparencia en sus conductas, independencia en sus decisiones y ejecutividad en el ejercicio de la función. De ahí, que tendríamos que sopesar con la mayor prudencia si la solución de implantar el sistema de jurados para el enjuiciamiento de los delitos, no sería percibido por nuestra sociedad como una solución de corte facilista tomada al amparo de eludir las responsabilidades institucionales que pesan hoy en día sobre el Poder Judicial, que para no tolerar su falta de prestigio ni afrontar el desafío que impone el mejoramiento del sistema, se desentiende de las funciones que viene ejerciendo indelegablemente -en Argentina, desde 1853- y las transfiere -sin consenso de ninguna naturaleza- a los ciudadanos para que éstos tomen a su cargo una situación a la que son ajenos y que ha sido incapaz de resolver el Poder Judicial.

En suma, nos encontramos frente a una temática polifacética que exige nuestro compromiso de abordarla con la mayor profundidad mediante el siempre fecundo intercambio de ideas. Dejar de lado apriorísticamente el aporte que puede significar el juicio por jurados para la consolidación y el perfeccionamiento de la República y del sistema democrático importaría una indisimulable renuncia a la tarea primordial que nos corresponde como hombres y mujeres del derecho. Sobre las consecuencias que pueden derivarse de actitudes semejantes previno Ihering en “La Lucha por el Derecho”, al señalar que en tales circunstancias “la lucha por la ley se trueca en un combate contra ella”, añadiendo que “el sentimiento del derecho, abandonado por el poder que debía protegerlo, libre y dueño de sí mismo, busca entonces los medios para obtener la satisfacción que se le niega”. Nuestro objetivo es, pues, permitir que la demanda que enfrentamos en el presente sea exclusivamente canalizada por el Estado de Derecho.

De ahí, pues, la importancia de este encuentro que nos da la oportunidad para reflexionar, intercambiar ideas y perfeccionar sobre todos los institutos que permiten una mayor participación ciudadana en los procesos judiciales, en la inteligencia del relevante aporte que pueden eficazmente efectuar para contribuir a superar -como instrumentos de origen democrático en su más genuina expresión- las falencias que -nadie lo ignora- presenta la administración de justicia y el marcado escepticismo que la ciudadanía exhibe frente al Poder Judicial. La trascendencia de estos instrumentos radica, precisamente, en que se presenta como medios de activa participación ciudadana en el ejercicio de una de las funciones esenciales del Estado; esta circunstancia nos compromete al máximo esfuerzo, para tratar de ejecutar uno de los legados expresamente declarados por nuestros constituyentes en los tiempos de la unión nacional, que es el de afianzar la justicia.

Quiero cerrar estas palabras evocando una imagen. En el acceso al Arsenal de Venecia hay un conjunto de estatuas de cuño renacentista. Una de ellas representa a la serenísima República, otra -de ubicación prominente- se refiere a la Justicia. Pero, esta última es una estatua bastante particular, no coincide exactamente con la imagen habitual con que los artistas han representado a la Justicia.

Para empezar, esta Justicia no es ciega, al contrario, su mirada es vivaz, directa y profunda. Es la mirada vigorosa de una persona que está convencida de actuar razonablemente en la búsqueda del bien común. Hay también transparencia en esa mirada.

Su brazo izquierdo está más adelantado, como si tratase de exhibir la balanza que es sostenida por la mano. Los platillos de la balanza están perfectamente equilibrados.

El otro brazo, como señal de advertencia, lleva en recta vertical una espada hacia arriba. Representa la fuerza, el Poder del Estado que respalda a una decisión que es razonable, prudente y justa. Vista en el conjunto aquella mirada transparente y serena se vuelve ahora desafiante y también puede ser temible.

La armonía de la obra -que irradia confianza y seguridad- se completa con el cuerpo, que es ágil y equilibrado, y descansa sobre unos pies asentados sólidamente en la tierra.

Esta es -según creo- la imagen de la justicia cuando es vivificada por la participación ciudadana.

LUCHA CONTRA LA CORRUPCIÓN EN LA REPÚBLICA ARGENTINA. BEIJIN – CHINA

Antes de desarrollar el tema considero impor­tante precisar algunos conceptos. En primer lugar defini­ría a la corrupción como la utilización de un cargo, público o privado, en provecho propio. Corromper, por otra parte, sería el acto de sobornar o cohechar a una persona, con dádivas o de otra manera, para obtener un beneficio. Es necesario destacar, también, que cualquie­ra de estas conductas guía indefectiblemente a una defi­ciente prestación de servicios, por parte de la adminis­tración .

De estas definiciones podemos extraer tres características de un acto de corrupción: Io el mismo es indebido o persigue un beneficio indebido a obtener por un acto legítimo, 2o su recompensa es secreta, 3o hay un reemplazo de los fines públicos por el interés privado del autor.

Como la sociedad nunca se corrompe en su totalidad hay que tratar de generar anticuerpos para dar respuesta a este problema, y producir no sólo su castigo legal sino una repulsa social. Pon ello la lucha contra la misma debe librarse en todos sus estamentos.

La situación política en la República Argentina

La historia de la República Argentina, mues­tra interrupciones institucionales, que rompieron la continuidad política y jurídica del Estado, de sus pode­res, de sus funcionarios y el ejercicio pleno de los derechos.

Desde 1955 a 1983, hubo 18 años de gobiernos de  facto,   y solo 10 de jure.   Los gobiernos de facto eran cada vez de mayor duración y más intensos, mientras que los gobiernos de jure eran más débiles en su funcionamien­to y mas limitados en el proceso temporal. En cada golpe de estado se contraponía eficiencia con la legitimidad, como si fueran valores antagónicos.

Estas practicas políticas cuyas característi­cas eran el abuso del poder por parte de la clase gober­nante para el enriquecimiento personal, la parcialidad en la administración pública, los bajos salarios de la mis­ma, y el nepotismo y favoritismo en la distribución de los cargos, favorecieron el paulatino aumento de hechos de corrupción.

Durante estos años se produjo un período de estancamiento y desencuentros, que finalizó con la norma­lización de las instituciones políticas en la década del 80 .

De esta forma, comenzó la estabilidad políti­ca con la asunción del Dr. Alfonsín, como presidente de la República. Posteriormente le sucedió el Dr. Menem, quien encaró una profunda transformación del estado.

Este cambio, se evidenció en la estructura de la economía, que acompañada de la estabilidad políti­ca, produjeron una mutación en la conducta de los argenti­nos en todo lo referido principalmente a los servicios públicos. En este momento es posible exhibir un claro mejoramiento de los mismos.

Antes, estaban en manos del estado los ferro­carriles, los teléfonos, las autopistas,la venta de hidro­carburos, la distribución del agua potable y un sector de la aeronavegación comercial.

Este estado prestador de servicios y produc­tor   de   bienes   llegó   a   su   máxima   expresión,   cuando   fue propietario de una fábrica de zapatos y hasta de una pista de baile.

Toda esta actividad prestada por el estado, en la mayoría de los casos en forma monopólica se tradu­cía en una serie de hechos de corrupción. Entre ellos y por mencionar solo algunos, es posible asegurar, que los trenes prestaban un mal servicio, sin el debido control de seguridad, fuera de horario y sin los mínimos detalles de confort. El déficit de esta empresa alcanzó tal magni­tud que se lo sindicó como una de las razones de la cri­sis financiera del país.

En cuanto a los teléfonos, la corrupción se traducía en un mal funcionamiento de los mismos, con tecnología en desuso, era difícil conseguir la instala­ción de una línea en las grandes ciudades, y en los pue­blos pequeños no había aparatos telefónicos.

Lo mismo ocurría en cuanto al agua potable, y al servicio del gas domiciliario,  entre otros.

Estas actividades en manos del estado, gene­raron grandes empresas dirigidas por burócratas que no siempre resultaron ser los mas capaces, con una permanen­cia muy breve en sus cargos, lo que imposibilitaba imple-mentar cualquier plan correctivo importante.

Simultáneamente se reflejaban en sus balan­ces grandes pérdidas, que las debía absorber el estado. Esto generaba un servicio cada vez mas deficiente.

Al amparo de esta situación, se generaron una serie de corruptelas tendientes a lograr que estas empresas cumplieran con su obligación, que era la presta­ción de un servicio.

De esta manera la instalación de un teléfo­no, el transporte en horarios de los usuarios de los servicios   ferroviarios  en  condiciones  medias  de  confort, y que el gas tuviera presión en invierno parecían condi­ciones inalcanzables. Pero no sólo se fue obteniendo paulatinamente una deficiente prestación de servicios, sino que también se fueron generando una serie de corrup­telas que crecían proporcionalmente con la deficiente prestación de los mismos.

En efecto, se fue montando lo que la prensa denominó la industria del juicio, cuyo máximo exponente operó en Ferrocarriles Argentinos, que era la empresa prestataria de todos los servicios ferroviarios de pasaje­ros y de carga.

Así, abogados inescrupulosos en connivencia con los letrados de la empresa ferroviaria, demandaban indemnizaciones millonarias, por accidentes pequeños o inexistentes, paralelamente los letrados de la empresa estatal dejaban vencer los términos procesales, la empre­sa quedaba en estado de indefensión y los pleitos se perdían en forma reiterada e irremediable.

Esto llegó a su punto culminante, cuando se pudo determinar en un expediente que investigó la Corte Suprema de Justicia, la connivencia de una juez, en los juicios que esta última empresa era parte.

En estos pleitos intervenían siempre los mismos peritos, que confeccionaban! informes falsos, que daban fundamento a sentencias que condenaban al estado por cifras millonarias.

Las obras públicas por su parte no escapaban a esta realidad. En efecto, la obra civil, de la represa hidroeléctrica de Yaciretámereció la calificación, por parte del Presidente de la Nación, de monumento a la corrupción. Por otra parte, el Banco Mundial, veía con preocupación   como   los   fondos   destinados   a   estas   obras, terminaban favoreciendo a funcionarios y empresarios locales.

Esta   situación   tenía,    su   correlato   aunque con variantes,  en muchas de las actividades del estado.

Del mismo modo no resultaban ajenos a esta corrupción generalizada las maniobras financieras, entre las que podemos distinguir las siguientes: Io) Créditos para financiación de exportaciones: Los bancos privados entre los que podemos citar a los bancos de Italia y Rio de la Plata, Alas, Unicor, Crédito Rural y Santurce, entre otros, defraudaron al Banco Central solicitando créditos destinados a industrias que se comprometían a exportar sus mercaderías y que el Estado promocionaba. Así se concedían créditos a bajos intereses a empresarios exportadores.

De las investigaciones judiciales se pudo determinar que a veces se exportaban las mercaderías para luego reingresarlas y previo cambiarles el nombre se exportaban nuevamente, en otros casos se acreditó que la fábrica no existía. De esta forma mediante un ardid se engañó al Banco Central y se estimó que cada una de las supuestas exportaciones dejó una utilidad financiera aproximada de dos millones quinientos mil dólares. 2o) Créditos a empresas vinculadas. Al amparo de una legisla­ción perfeccionista se formaron grupos empresarios que a su vez eran propietarios de entidades financieras. En esta situación estaban los bancos del Oeste, Oddone, Los Andes, Banco de Intercambio Regional, Caries, Banco de Italia y Río de la Plata y Centro Financiero.

En estos casos, el banco obtenía créditos para empresas cuyos directivos estaban vinculados, y luego ante la imposibilidad de pago transferían el proble­ma al Banco Central en su carácter de garante de los depósitos. Por ejemplo, el Banco de Italia concedió crédi­tos a Laki S.A., cuyo presidente, era el hijo del presi­dente del directorio del banco mencionado. Laki S.A.por su parte estaba en una situación económica financiera calamitosa, así durante el año 1981 perdió seis mil cien­to cincuenta y nueve australes por cada unidad de esta moneda que invertía.

Esta situación, no podía ser ignorada por las autoridades del Banco por la relación que unía a sus presidentes y por que el presidente y el director titular de Laki, eran integrantes del comité de asesoramiento crediticio y de la sindicatura de la entidad financiera. MESAS DE DINERO

Esta actividad, cuya característica, es la toma de fondos para prestarlos a terceros, funcionaba al margen de la regulación monetaria.

Así algunos de estos bancos tenían en forma paralela mesas de dinero que funcionaban en los mismos locales. La entidad financiera captaba fondos oficialmen­te y los desviaba hacia el mercado marginal. La caída de los negocios paralelos, solía arrastrar a la entidad oficial como ocurrió con el Banco Caries, Iguazú y Popu­lar de Rosario. En los escándalos; de cierre de estas entidades era habitual el cambio de los recibos informa­les por certificados respaldados por el Banco Central. PROMOCIÓN INDUSTRIAL

Por la ley 21.608 se establecieron excencio-nes impositivas a las empresas radicadas entre otras, en las provincias de Tierra del Fuego, La Rioja, Catamarca, y San Luis . Al amparo de estos beneficios y con el único objeto de obtener un crédito fiscal que luego en algunos casos era vendido,   se montaron empresas  fantasmas que en varias oportunidades se llegó a determinar que no sólo no producían nada, sino que tampoco consumían electrici­dad y que además por la ubicación en la que estaban requerían de materia prima imposible de obtener en esos parajes.

Uno de los casos mas importantes fue el del grupo Koner Salgado que montaron una serie de empresas que simulaban ventas entre sí, llegando a obtener un crédito en contra de la Dirección General Impositiva de cuatrocientos millones de dólares.

Esto llevó a que muchos empresarios argenti­nos se ocuparan de pedir audiencias y de mover expedien­tes y se olvidaran de bajar costos y de aumentar la pro­ductividad. Ciertas decisiones del gobierno podían defi­nir las ganancias de muchos negocios.

Cada una de estas corruptelas, fueron comba­tidas respetando las distintas esferas de los poderes del estado.

Así desde el poder ejecutivo se impulsó una reforma, cuyo objetivo principal fue conseguido. Se tomó conciencia que la corrupción perjudicaba a todos. No solo en el costo de la plata perdida sino en la modificación de los incentivos económicos. Se detectó que la corrup­ción prosperaba sobre las fallas de¡ los sistemas, por sus complicaciones y por las complicidades que el mismo permi­tía o alentaba.

De esta manera las empresas que antes esta­ban en manos del estado volvieran a manos de empresarios privados, que las explotarían en condiciones de competen­cia libre, donde además de beneficiar al usuario con un buen servicio, se preocuparían por el mantenimiento y modernización tecnológica.

Los elementos de la corrupción -monopolio mas discrecionalidad menos transparencia- se dejaron de lado.

Ahora, a varios años de iniciada esta refor­ma, es posible advertir la evidente mejora en la presta­ción de los servicios, el crecimiento de la obra civil destinada a los mismos, y la eliminación de corruptelas como las mencionadas.

Para que un país crezca, es necesaria la innovación tecnológica, la eficiencia en al asignación de recursos y la especialización, que el presupuesto que fija límites al gasto del estado sea sancionado a tiempo, que la inflación y que el desorden económico e institucio­nal se acaben. La estabilidad económica era una condición previa para toda política de control de la corrupción.

Todo esto fue realizado sin descuidar la función del estado que a travéz de entes reguladores, controla el debido cumplimiento de las condiciones de venta, la correcta prestación del servicio, y la inver­sión en obras de infraestructura.

La intervención del estado como guardián del servicio   común, no debía dejarse de lado.

Por otra parte, es necesario destacar que las privatizaciones no son el único camino para luchar contra la corrupción. Estas privatizaciones pudieron llegar a derivar el problema de las empresas públicas al ámbito privado, los actos de adjudicación y venta pudie­ron llegar a producir grandes actos de corrupción k afec­tando el servicio posterior. Por otra parte quedan tam­bién todas las demás funciones del estado que no se pue­den privatizar. Por ello no hay que creer que este camino fue el único elemento determinante para concluir con esta deficiente gestión. Esta venta de activos debió ir acompa­nada de inversiones en sistemas mas razonables de organi­zación y control que evitaron que los recursos públicos fueran derivados fraudulentamente a cuentas privadas.

Fueron necesarios una serie de elementos para poder emprender esta lucha. Así hubo que combatir, la resignación de la sociedad ante estos hechos, su impu­nidad, y la abierta exhibición de poder y riqueza de dudoso origen.

También jugo un papel preponderante la opi­nión pública, que se empezó a manifestar por medio de las encuestas, y que situó a la corrupción, a la educación y al desempleo, entre los problemas que mas acusiaban a esta sociedad.

El origen de este movimiento mundial, del que la Argentina no podía permanecer al margen, podemos situarlo en la década del 70, durante la presidencia de Richard Nixon, quien renunció acusado de haber obstruido la acción de la justicia, mediante testimonios falsos, ocultando evidencias e instando a testigos a cometer falso testimonio.

Pero volviendo al tema central es importante advertir el círculo vicioso que se plantea entre los integrantes del estado de los países subdesarrollados. De esta manera los bajos salarios producen una baja de la moral en los agentes de la administración pública, esto trae aparejado la ineficiencia y corrupción, a su vez esto traer mayor ineficiencia, excesiva politización, una mala selección y una mayor ineficiencia y corrupción.

Las consecuencias de este flagelo, entre otras cosas, es la mala asignación de fondos de por si escasos, de esta manera se distorsiona los incentivos económicos,   haciendo  depender  los mejores negocios  de  la capacidad de influencia en quien toma la decisión, de esta forma se destruyen inevitablemente.

Para combatir la corrupción en la república, fue necesario que el Presidente de la Nación y cada uno de los representantes del pueblo, se comprometieran perso­nalmente con el problema del control y adoptaran la deci­sión política de realizar una selección razonable de los funcionarios estatales poniendo énfasis en aquellos que tienen poder de decisión y manejo de fondos, que se inclu­yeran procedimientos adecuados con los medios que se disponían, que se asegurara un nivel de salarios que se corresponda con las necesidades mínimas de los funciona­rios, que se adoptara diferentes clases de contoles inde­pendientes y transparencia en la gestión, lo que trae aparejada necesariamente la publicidad de las cuentas públicas.

De esta forma podemos mencionar a tres pila­res básicos que incidieron la lucha contra la corrupción, primero al titular del Ejecutivo como autoridad dentro de la sociedad, segundo al poder Legislativo quien dictó las leyes necesarias, y tercero a la Justicia como encargada de investigar y juzgar los hechos. ANÁLISIS DE LA LEGISLACIÓN APLICABLE:

EL código penal argentino se refiere a este tipo de faltas en el titulo XI, que trata de los delitos contra la administración pública.

En estas figuras penales el bien jurídico protegido, es el normal funcionamiento de los órganos del estado. De esta forma, se resguarda la conducta de los funcionarios públicos quienes con su incumplimiento entor­pecen la regularidad funcional del estado y por otra la actitud de los particulares que no debe obstruir esa actividad.

En consecuencia los hechos podrán ser cometi­dos por los propios funcionarios como por los particula­res y dentro’ del concepto de órganos del estado esta comprendido el ejercicio de las funciones legislativas, ejecutivas o judiciales.

Cuando   la   ley  menciona   a   los   funcionarios, se refiere a todo aquel que participa accidental o perma­nentemente   en   funciones   públicas,   ya   sea   en   un   cargo electivo o por un nombramiento de autoridad competente. COHECHO.

El art. 256 reprime con prisión de seis meses a dos años o reclusión de dos a seis años e inhabi­litación absoluta por tres a diez años al funcionario público que, por sí o por persona interpuesta, recibiere dinero o cualquier otra dádiva o aceptare una promesa para hacer o dejar de hacer algo relativo a sus funciones o para hacer valer la influencia derivada de su cargo ante otro funcionario público a fin de que éste haga o deje de hacer algo relativo a sus funciones.

Esta figura penal, referida al cohecho impli­ca un resguardo de la administración pública frente a la veracidad de los funcionarios o a la incitación en el ejercicio de sus propias funciones.

Es importante destacar; que este tipo penal comprende aquellos casos en que se los incita para que cumplan su deber legal.

Estimo importante diferenciar el cohecho pasivo del activo, en el primer caso esta comprendido el funcionario que por sí o por interpósita persona recibe dinero u otra dádiva o acepta una promesa para hacer o dejar de hacer algo relativo a sus funciones.

En este caso el sujeto activo del delito sólo  puede   ser  un  funcionario  público  nacional,   provin­cial o municipal. Esto presupone una codelincuencia con un tercero coechante.

El cohecho pasivo supone un acuerdo explíci­to o implícito propuesto por un tercero y aceptado por un funcionario.

El acuerdo debe tener su origen en un acto de entrega de un precio o en la promesa de su entrega.

El precio puede consistir en dinero o en cualquier otro valor económico sin que interese su canti­dad o valor, no siendo necesario que el precio guarde proporción con la conducta esperada.

Este delito exige que el funcionario tenga conciencia de la dación o de la oferta, y la voluntad de recibirla o aceptarla, por lo que es imputable a título de dolo.

La consumación, se opera con la recepción del dinero o dádiva.

El cohecho activo se refiere al sujeto que da u ofrece una dádiva a un funcionario. La dádiva tiene que tener valor económico y como tal comprende el dine­ro, y se consuma con la entrega de la misma.

El sujeto activo del delito sólo puede ser un funcionario público, y dentro de esta categoría esta comprendido el juez.

NEGOCIACIONES INCOMPATIBLES CON EL EJERCICIO DE FUNCIO­NES PÚBLICAS

El código penal reprime con reclusión o prisión de dos a seis años e inhabilitación absoluta de tres a diez años al funcionario público que por sí o por persona interpuesta o por acto simulado se interesare en cualquier contrato u operación en que intervenga por razón de su cargo.

Esta disposición se aplica también a los peritos y contadores particulares respecto de los bienes en cuya tasación, partición o adjudicación hubieren inter­venido, y a los tutores, curadores, albaceas y síndicos respecto de los pertenecientes a pupilos, curados, testa­mentarias o concursos.

Este capítulo resguarda la fidelidad funcio­nal pública en contratos y operaciones realizados entre la administración pública y terceros. También resguarda la fidelidad de los particulares intervinientes en tasa­ciones, partición, adjudicación o administración de bienes de particulares.

Lo punible es el simple acto del agente de tomar interés ajeno al de la administración pública o al del particular en cuyo interés debió haber obrado.

Los autores son los funcionarios públicos o los asimilados.

Lo trascendental en este caso no es la cali­dad que inviste, sino que este interviniendo en el contra­to u operación por razón de su cargo.

La realización del contrato o la operación, debe ser legítima frente a las normas administrativas o de representación. En este caso se castiga el abuso de quien debe resguardar el contrato..  ;

Para  imputar  este  delito,   basta  la  concien­cia y la voluntad del autor de tomar interés en el nego­cio  y  se  consuma con el  hecho de  inmiscuirse  en él,   sin importar las resultas de este acto. EXACCIONES ILEGALES

Otras de las figuras que prevé nuestro orde­namiento penal está referida al funcionario que abusando de su cargo exigiere o hiciere pagar o entregar indebida­mente una contribución, un derecho o una dádiva o cobrare mayores derechos que los que le corresponden.

En este caso se atenta tanto contra la administración pública como contra la propiedad del suje­to pasivo. Este delito puede ser cometido únicamente por un agente público. El abuso estará dado si el autor opera con el temor del sujeto pasivo a la potestad pública.

La coerción deriva del propio poder del cargo o de su ejercicio arbitrario.

También ocurre el abuso si por persuasión o engaño se induce en error al sujeto pasivo o se aprovecha del mismo acerca de qué está obligado a pagar o entregar, o de que esto es exigible. En este caso es el funcionario el que pretende algo de un tercero y éste es víctima de la coerción o del error y paga o entrega.

Figuran entre los agravantes el empleo de la intimidación, la invocación de orden superior, comisión, mandamiento judicial u otra autorización legítima.

El delito se consuma cuando el autor se apropia del valor, lo utiliza o se beneficia con él, o lo utiliza o beneficia a un tercero.

ENRIQUECIMIENTO ILÍCITO DE FUNCIONARIOS Y EMPLEADOS

En este capítulo están contenidas dos figu­ras delictivas:

Io) la utilización de información o datos de carácter reservado,y

2o) la no justificación de su enriquecimien­to patrimonial.

Al respecto, el código, reprime con pena de prisión o reclusión, al funcionario que con fines de lucro utiliza para sí o para un tercero, información o datos reservados, de los que tomó conocimiento en razón de su cargo.

Por su parte en otro de sus artículos, repri­me al funcionario o empleado público que no pueda justifi­car su enriquecimiento patrimonial al ser debidamente requerido para que lo haga.

El enriquecimiento debe ser apreciable, esto es un acrecentamiento del activo o una disminución del pasivo, que en razón de la capacidad económica de la persona al asumir el cargo y de las posibilidades económi­cas ulteriores exige, una justificación particular.

No puede tener su origen en una fuente legítimamente compatible con el desempeño del cargo o empleo. En este caso, la ley no exige que se pruebe un determinado acto o abuso del cargo, sino que basta con demostrar el enriquecimiento posterior.

El  requerimiento presupone una autoridad que esta investigando la posible comisión de un hecho delicti­vo,   consecuentemente el requerimiento deberá ser formula­do por una autoridad judicial. PREVARICATO

Este delito resguarda la infidelidad de las personas encargadas de administrar justicia. El prevarica­to es un atentado contra la administración de justicia cometido con violación de sus deberes esenciales, por los jueces, abogados, mandatarios, fiscales, asesores u otros funcionarios competentes para emitir dictámenes ante las autoridades.

El prevaricato de un juez y de las personas equiparadas, requiere el dictado de una resolución contra­ria a la ley, expresamente invocada por las partes o por el magistrado, o que cite para fundarlas, hechos o resolu­ciones falsas.

Si la sentencia fuere condenatoria en causa criminal,  operará como un agravante  (art.  269 CP.) .

El sujeto activo puede ser un juez, letrado o lego que tiene competencia para reconocer o resolver un asunto justiciable, no importa que actúe como tribunal colegiado o unipersonal,  en cualquier instancia o grado.

La ley también incluye a los arbitros o amigables componedores que resuelven conflictos.

El delito supone el dictado de una resolu­ción o sentencia en un juicio, cualquiera sea su naturale­za, no importando que ésta hayan sido revocada con poste­rioridad.

Por otra parte es importante destacar que el sólo hecho de una resolución contraria a la ley, expresa­mente invocada por las partes, con la cita de hechos o resoluciones falsas, no constituye prevaricato, siempre que sea fruto de una opinión de buena fe, que obedezca ignorancia, error, y reflexión o negligencia. Este delito presupone la mala fe del juzgador. DENEGACIÓN Y RETARDO DE JUSTICIA

Esta figura reprime con inhabilitación abso­luta de uno a cuatro años, al juez que se negare a juzgar so pretexto de obscuridad, insuficiencia o silencio de la ley. En esta pena incurrirá también al juez que retarde maliciosamente la administración de justicia después de requerido por las partes y vencido los términos legales.

En estos casos el criterio para resolver variará según la cuestión a resolver sea en materia civil o penal. En el primer caso se deberá resolver aten­diendo a los principios de las leyes análogas, o por los principios generales del derecho, teniendo en considera­ción las circunstancias del caso.En el segundo no se podrá recurrir en perjuicio del imputado a la aplicación de analogía o a principios generales del derecho.

De esta manera, si la ley penal no dice nada o lo dice en forma insuficiente u obscura, el juez deberá resolver en la forma más favorable al imputado.

El sujeto activo será únicamente el juez. El término “juzgar” se refiere a todas aquellas resoluciones que ponen fin a la cuestión planteada, sin importar si lo resuelto pone fin o no,  definitivamente,  a la causa .

El delito requiere un obrar malicioso, , a sabiendas de la improcedencia del motivo. Basta que consciente y voluntariamente se niegue a juzgar.

Estas   figuras   penales   son   las   vigentes   ac­tualmente en la República.  No obstante es necesario seña­lar que  sufrieron modificaciones  durante  el  curso de  los años 1964,   1973,   1984 y 1994. NUEVAS FIGURAS DELICTIVAS

Desde octubre de 1989 y a través de la ley 23.737 se castiga a quienes intervienen en el lavado de dinero proveniente de la droga, en efecto el art. 25 de dicha ley, reprime al que sin haber tomado parte ni cooperado en la ejecución de los hechos, interviniera en la inversión, venta, picnoración, transferencia; ó cesión de las ganancias, cosas o bienes provenientes de aquellos o del beneficio económico del delito, siempre que hubiera conocido o sospechado su origen. Del mismo modo se casti­ga al que compra, guarda, oculta o recepta dichas ganan­cias .

A estos fines no importa que el hecho que originó las ganancias se haya producido en el extranjero. En estos casos el imputado deberá probar el legítimo origen de los fondos. En el caso que no sea posible acre­ditar su origen, el juez deberá decidir definitivamente en   cuanto   a   los   bienes   decomisados   y  a   los   beneficios económicos que deberán ser destinados a la lucha contra el trafico ilegal de estupefacientes.

Esto último, es demostrativo de los * años de lucha, y de la búsqueda por desterrar definitivamente el flagelo de la corrupción de la República Argentina.

La lucha judicial contra la corrupción tiene dos inconvenientes principales, primero la exigencia de la prueba que impide que la mayoría de los sobornos que se ofrecen o pagan puedan acreditarse en juicio y segundo el problema del tiempo de duración del proceso.

No obstante lo expuesto, y en el convenci­miento de que la mejor manera de luchar contra esta enfer­medad social, es acabar con la sensación de impunidad, se sancionó el nuevo Código de Procedimientos en materia procesal penal, para toda la Justicia Nacional y Federal. LA ORALIZACIÓN DEL PROCESO PENAL

Hasta el año 1991 se aplicaba un código de procedimientos escrito que regía desde el año 1889, que diferenciaba claramente las etapas, sumarial o instructo-ria y la plenaria o de juicio. La primera de estas presen­taba las características de ser preponderanternente secre­ta, no contradictoria, escrita e inquisitiva. La segunda iniciada a partir de la acusación, era pública, contradic­toria y escrita.

Por otra parte las etapas impugnativas del proceso hasta la sentencia definitiva se verificaban en las respectivas cámaras de apelaciones.

Paralelamente, uno de los estados de la República Argentina, la provincia de Córdoba, en el año 1940, sancionó un código de procedimientos que introdujo el juicio oral para todos los casos, cuyas característi­cas  eran  las  de  ser público,   contradictorio,   continuo y con desarrollo ante un tribunal colegiado de instancia única.

Este    sistema,    seguido    posteriormente    por las  provincias  de   Santiago  del   Estero,   La  Rioja,   Mendoza Jujuy,    Catamarca,    San   Juan,    La   Pampa,    Salta,    Entre Ríos,   Corrientes y Chaco,   demostró una serie de ventajas, entre ellas,  la celeridad para dictar sentencias.

Debido a los óptimos resultados, la Nación abandonó el sistema escrito que rigió desde 1889 e intro­dujo para la justicia federal y nacional un código de procedimientos oral y público, cuya autoría le cabe al doctor Don Ricardo Levene (h), Ministro de la Corte Supre­ma de Justicia de la Nación, que entró en vigencia a partir del 5 de septiembre de 1992.

Este proceso adoptó un sistema mixto basado en una instrucción formal y escrita, en una etapa interme­dia de clausura de la instrucción y de elevación a juicio y en un juicio oral de instancia única.

La etapa del juicio con debate oral se desa­rrolla ante un tribunal colegiado de tres vocales y el trámite y la decisión se tomarán en esta única instancia, sin perjuicio del contralor de la casación.

La valoración de los elementos convictivos deberá ser realizada conforme a }as reglas de la sana crítica racional y la decisión será adoptada por unanimi­dad o por mayoría de votos motivados. La sentencia deberá ser dictada sin solución de continuidad, pero en casos complejos, o por lo avanzado de la hora podrá autorizarse solamente la lectura de la parte dispositiva, fijando audiencia dentro del término de cinco días, para la lectu­ra de los fundamentos de esa decisión.

Este sistema, además de la celeridad en el dictado de la sentencia,   tiene un efecto disuasorio frente a la sociedad, habida cuenta que acabó con la demora en la duración de los procesos.

Este    nuevo    ordenamiento    procesal    fijó    en cuatro meses  el  plazo para  concluir  la  instrucción,   pro-rrogables   por   otros   dos,   y   sólo   -para   casos   de   extrema gravedad- previo una nueva prórroga. ORGANISMOS DE CONTROL DEL ESTADO

A los fines del control de la función del estado hay una serie de organismos.

En primer lugar, nos ocuparemos de la Sindi­catura General de la Nación que tiene la responsabilidad del control interno del Poder Ejecutivo Nacional. Tiene personería jurídica propia y goza de autarquía administra­tiva y financiera. Es competente en el control interno de las jurisdicciones que componen el Poder Ejecutivo Nacio­nal, los organismos descentralizados y las empresas y sociedades del estado.

Esta entidad es responsable del mantenimien­to del control interno que incluye los instrumentos del control previo y posterior de todas las actividades finan­cieras y administrativas. Este control abarca los aspec­tos presupuestarios, económicos, financieros, patrimonia­les, normativos de gestión y la evaluación de proyectos y programas. Esta evaluación deberá estar fundada en crite­rios de economía, eficiencia y eficacia.

Entre sus funciones están las de, emitir y supervisar la aplicación de las normas de auditoría inter­na, vigilar el cumplimiento de las normas contables emana­das de la Contaduría General de la Nación, supervisar el adecuado funcionamiento del sistema de control interno, facilitando el desarrollo de las actividades de la Audito­ría General de la Nación, formular y controlar la puesta en práctica  de  las observaciones y recomendaciones efec­tuadas. Informar al Presidente de la Nación, la gestión financiera y operativa de los organismos de su competen­cia, y de los actos que hubiesen acarreado o estime pue­dan acarrear significativos perjuicios para el patrimonio público.

Además deberá también informar sobre la gestión cumplida por los entes bajo su fiscalización a la Auditoría General de la Nación,  y a la opinión pública.

La Auditoria General de la Nación, por su parte, tiene a su cargo el control externo del sector público nacional, y depende del Congreso de la Nación.

Es materia de su competencia el control el control externo posterior de la gestión presupuestaria, económica, financiera, patrimonial, legal, así como el dictamen   sobre   los   estados   contables   financieros   de   la administración     central,      organismos     descentralizados, empresas y sociedades del estado, entes reguladores de servicios públicos, municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y los entes privados adjudicatarios de procesos de privatización, en cuanto a las obligaciones emergentes de los respectivos contratos.

Por otra parte, también está encargada del control externo posterior del Congreso General de la Nación.

También tendrá entre sus funciones las de, fiscalizar el cumplimiento de las disposiciones legales y reglamentarias en relación con la utilización de los recursos del Estado, una vez dictados los actos correspon­dientes, realizar auditorías financieras, de legalidad, y de gestión; auditar por sí o mediante profesionales inde­pendientes de auditoría, a unidades ejecutoras de progra­mas y proyectos financiados por los organismos internacio­nales  de  crédito  conforme  con  los  acuerdos  que,   a  estos efectos, se llegue entre la Nación Argentina y dichos organismos; examinar y emitir dictámenes sobre los esta­dos contables’ financieros de los organismos de la adminis­tración nacional, preparados para el cierre del ejerci­cio; auditar y emitir dictámenes sobre los estados conta­bles financieros del Banco Central de la República Argen­tina; verificar que los órganos de la Administración mantengan el registro patrimonial de sus funcionarios públicos. A estos efectos todo funcionario está obligado a presentar dentro de las 4 8 hs. de asumir su cargo una declaración jurada patrimonial.

Finalmente es importante destacar que la titularidad de este organismo, en la república, ha sido cedida al principal partido de la oposición, y con este procedimiento ha sido recientemente designado a cargo del mismo el Dr. Paixao, ex secretario de justicia del presi­dente Alfonsín.

Del funcionamiento de estos dos organismos es posible advertir, como se conjugan los distintos tipos de control, habida cuenta que la Auditoría General de la Nación, dependiente del Congreso estará a cargo del control externo del Poder Ejecutivo Nacional, sus ministerios, los organismos descentralizados y de las empresas y sociedades del estado.

Por su parte, el poder ejecutivo nacional, efectúa el control de estos mismos organismos a través de la Sindicatura General de la Nación.

Dentro de los organismos de control, no se puede dejar de mencionar a la Defensoría del Pueblo, que es un órgano creado dentro del ámbito del poder legislati­vo de la nación, cuyo objetivo fundamental es el de prote­ger los derechos e intereses de los individuos y la comu­nidad frente a los actos, hechos y omisiones de la Admi­nistración Pública Nacional.

Este funcionario cuyo mandato dura cinco años y que goza de inmunidades deberá ser designado por el congreso de la Nación.

Tendrá competencia, dentro de la administra­ción pública nacional, entes autárquicos, empresas del estado, sociedades del estado y sociedades de economía mixta,  entre otras.

Podrá iniciar y proseguir de oficio o a petición de un interesado cualquier investigación condu­cente al esclarecimiento de hechos, actos y omisiones de la administración pública nacional y sus agentes, que impliquen ejercicio ilegítimo, defectuoso, irregular, abusivo, arbitrario, discriminatorio, negligente, grave­mente inconveniente o inoportuno de sus funciones,

Todos los legisladores podrán recibir quejas de los interesados, debiendo dar traslado de los mismos en forma inmediata al defensor del pueblo.

Quedan exceptuados de la competencia de este organismo, el Poder Judicial de la Nación, el Poder Legis­lativo, la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, y los organismos de defensa y seguridad.

Además, es posible mencionar otros organis­mos que aunque son privados, a través de conferencias, disertaciones y publicaciones efectúan también un con­trol, aunque de otro tipo. Entre ellos podemos mencionar a las Universidades, Nacional de Buenos Aires, San Andrés y Austral, y al Instituto de Desarrollo Empresario Argen­tino, que desarrollan actividades académicas relativas a la corrupción.

Finalmente y aunque no es un organismo típi­camente   de   control   es   importante   mencionar   al   Sistema

Nacional de la Profesión Administrativa (Sinapa), que tiene a su cargo sentar las bases y los principios para una carrera administrativa, de esta forma se establece el ingreso por concurso, el incentivo salarial, el buen desempeño de los empleados del estado, un sistema de selección que tenga en cuenta la idoneidad, el mérito y la eficiencia. De esta forma se deja de lado el amiguis-mo, el acomodo y el clientelismo político, jerarquizando al empleo público, avanzando con eficacia hacia el profe­sionalismo .

DECISIONES DE LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA NACIÓN ARGENTINA

Esta Corte convencida que la demora injusti-Ficada en la administración de justicia es una de las formas de la corrupción, resolvió que podía conocer en las quejas por retardo de justicia efectuadas por alguna de las partes, por la tramitación dilatoria de una causa ante las cámaras federales de apelación.

En el precedente de Fallos 246:67 se declaró que la garantía constitucional de defensa en juicio supo­ne, elementalmente, la posibilidad de ocurrir ante algún órgano jurisdiccional en procura de justicia, la que no deberá ser frustrada por consideraciones de orden proce­sal o de hecho. Así, en caso de considerarlo procedente, la Corte devolverá la causa al tribunal de origen para que en el término perentorio fijado,  se dicte sentencia.

Finalmente, el 27 de diciembre de, 1990, la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina, por Acordada Nro.84/90, dispuso la creación del Cuerpo de Auditores Judiciales quién tendría como funciones  :

Practicar las auditorías de los órganos de la administración de justicia que determine la Corte.

Instruir los sumarios que disponga, el tribu­nal, a los efectos de verificar el cumplimiento de las leyes, acordadas y resoluciones, que regulan la actividad de la justicia.

Además, dentro de sus funciones deberá reci­bir las denuncias que funcionarios o particulares deseen formalizar sobre eventuales irregularidades en la adminis­tración de justicia.

Finalmente, deberá colaborar con las diferen­tes cámaras, cuando éstas lo requiriesen, en la instruc­ción de los sumarios.

Fruto de la labor del Cuerpo citado, me detendré en tres casos paradigmáticos, en dos de ellos los jueces investigados, cesaron en sus funciones como resultado de estas investigaciones, y en el tercero de ellos se conmino a los jueces de una cámara federal para que en un tiempo determinado dictaran sentencia en todos aquellos expedientes que tenían los plazos vencidos.

En el primero de ellos se investigó a instan­cias de algunos funcionarios judiciales la responsabili­dad en que incurrió la señora Juez doctora María Rosa García Foucault, titular del Juzgado Nacional en lo Civil Nro.80, quien habría efectuado designaciones de oficio, no dando cumplimiento a lo previsto en el Reglamento para la Justicia Nacional.

En los juicios que tramitaban en su juzgado se encontraron comprobadas irregularidades en los nombra­mientos de peritos de oficio y en los de interventores. En ellos la parte demandada era la Empresa Ferrocarriles Argentinos en su mayoría, o un particular, pero la coinci­dencia estaba en que el profesional que intervenía en todos los casos era el mismo.

Esto motivó una investigación exhaustiva de la Cámara de Apelaciones del fuero, quien elevó los ante­cedentes a la Corte, que completó la misma y con todos los antecedentes, remitió las actuaciones a la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, para la promoción del respectivo juicio político.

Como resultado del mismo quedó acreditada la responsabilidad de la magistrada, quién fue separada de su cargo, sin perjuicio de la acciones civiles y penales que pudieron corresponderle.

En el segundo caso la Corte Suprema investi­gó la actuación de un Juez Federal de Bahía Blanca, por los siguientes hechos:
-Detuvo a tres policías provincia­les, sin ser el juez competente y sin remitir los antece­dentes al juez de turno.
-Ordenó la detención de un agente policial, que lo reconvino por haber estacionado su vehí­culo particular en un lugar restringido.
-Se entrometió indebidamente en unas actuaciones que tramitaban ante la justicia provin­cial, sin ser competente.
-Se ausentó de su jurisdicción sin la autorización de la cámara respectiva.
-Fue demandado por falta de pago de su tarjeta de crédito y embargados sus haberes.
-Fue inhabilitado como cuentaco­rrentista por el Banco Central de la República Argentina.
-Retiró, sin autorización y sin haberlo comprado, un rodado de una concesionaria de auto­motores, que posteriormente colisionó con otro vehículo.

La Corte comisionó a tres funcionarios para que se constituyeran en la ciudad mencionada y verifica­ran la certeza de los hechos denunciados.

Cumplido este trámite y previo informar a los señores Ministros se resolvió remitir las actuaciones a la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, quien a través del procedimiento del Juicio Político dispuso el cese de las funciones de este magistrado.

Finalmente y como tercer caso, no quiero dejar de tratar uno que reviste menor gravedad , pero no por ello deja de ser importante.

Durante el curso del año 1993 esta Corte tomó conocimiento del vencimiento de los plazos para dictar sentencia que en forma reiterada, se sucedían en la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia.

En consecuencia destacó a tres funcionarios para que verificaran la exactitud de los hechos denuncia­dos y si había otros casos, que no hubieran llegado a conocimiento de la Corte Suprema de Justicia

De esta forma se hizo un arqueo de todos los expedientes existentes en la cámara y de los plazos para dictar sentencia en cada uno de ellos.

Así se pudo determinar que el desarrollo de las funciones a cargo de la cámara, por la lentitud, distaba mucho del sentido rector que debía tener, esto es la realización de la justicia.

Se pudo observar también, que la vacancia de uno de los miembros del tribunal, afectaba el debido funcionamiento del mismo.

En consecuencia y como fruto de esta investi­gación, se resolvió hacer saber a ese tribunal que, den­tro de un plazo perentorio de seis meses, debía fallar las causas que se encontraban para sentencia definitiva y que en lo sucesivo debería dar cumplimiento al plazo previsto en los códigos de procedimientos, además fue cubierta la vacante mencionada.

En estos tres casos, la rápida actuación de la Corte Suprema, permitió dar debida respuesta a los distintos tipos de irregularidades y por otra parte quedó demostrado el correcto funcionamiento de los mecanismos constitucionales. REFORMA CONSTITUCIONAL:

No puedo finalizar esta exposición sin refe­rirme a la Constitución Nacional.

En efecto, este cuerpo legal que data del año 1853, reformado en el año 1994, incorporó el art. 36 que establece que esta Constitución mantendrá su imperio aunque se interrumpiere su observancia por actos de fuer­za contra el orden institucional y el sistema democrático y en su parte final establece que el Congreso de la Na­ción, sancionará una ley sobre ética pública para el ejercicio de la función.

En este punto, es importante revisar las opiniones que vertieran durante el debate algunos de los señores convencionales constituyentes.

Así, el convencional Cafiero dijo que el artículo proyectado incluía una novedad en el sistema constitucional argentino, atento que equipara la corrup­ción con un delito que tiene el mismo significado que el atentado contra el sistema democrático y concluyó afirman­do que, si se quería conservar a la democracia como una forma de gobierno, uno de los males que se debía atacar era el de la corrupción. Finalmente afirmó que en este mal, los enemigos de la democracia, encontraban el elemen­to base de sus críticas a un sistema en el que no creían.

Por otra parte, el convencional Martínez Sameck afirmó qué, la sociedad sospecha, lo que es fruto de múltiples complicaciones, pero, lo primero que le exige a sus sectores políticos es que salgan de su estruc­tura corporativa, que salgan de la burbuja, que tengan la valentía de acuñar redes y vasos comunicantes con esa sociedad que hoy reclama de sus funcionarios transparen­cia,  claridad y grandeza de objetivos.

De la misma manera el convencional Batta-gion, propició que se debía insistir en la idea del juicio de transparencia como un mecanismo a incorporar en la Constitución, a ser reglamentado por el Congreso y al que tendrán que someterse todos aquellos funcionarios que hayan administrado fondos públicos a los efectos de que quienes hayan abusado de esta responsabilidad puedan ser sometidos a una rendición de cuentas y el caso se escla­rezca, que.es lo que la sociedad en estos tiempos reclama.

Otros convencionales, por su parte, destaca­ron que el tema específico de la clausula ética no podía permanecer al margen de la defensa del orden constitucio­nal, porque aquella clausula precisamente desemboca o era una consecuencia.

La clausula ética se refiere a la virtud republicana en el desempeño de la función pública más allá de la representatividad, porque la quiebra^del orden constitucional implica la quiebra de los órganos natura­les de la democracia.

Asimismo también destacaron que el corrupto agraviaba a la República, porque una de las condiciones para desempeñarse como funcionario era la idoneidad, entendida, no sólo como capacidad si no también referida a los valores éticos.

Del desarrollo del debate es posible adver­tir claramente que esta incorporación responde a un reque­rimiento de tipo social porque al pueblo le intereesa la tranquilidad, a los trabajadores la mejor calidad de vida y a los inversores la posibilidad de lucro, y a todos los habitantes,  la seguridad jurídica.

Finalmente, también rondó en la incorpora­ción de esta clausula, la idea de acabar con la impunidad de los delincuentes políticos y económicos.

Es importante destacar que la Constitución establece figuras penales que concuerdan con las ya pre­vistas en el Código respectivo, pero esta incorporación permite afirmar que estamos frente a un derecho penal constitucional con reglas y principios análogos, para la tutela, defensa y protección de la Constitución aseguran­do su imperio.

También se incorporó a la Constitución, el atentado contra el patrimonio público, contra el patrimo­nio del Estado, con el objetivo de generar una sanción legal respecto del enriquecimiento ilícito de los funcio­narios públicos. Es este un aporte ante la falta de ética en el manejo de los fondos y del patrimonio público.

La elevación a rango constitucional de una cuestión de tanta trascendencia y actualidad, resulta un signo positivo de nuestro ordenamiento jurídico en favor de la lucha contra la corrupción.

Es importante advertir, que antes de la reforma, en modo alguno la Constitución impedía la san­ción de una norma de la especie que ahora enuncia.

CIMIENTOS PARA UN PROCESO DE INTEGRACIÓN EN EL MERCADO COMÚN DEL SUR.

Comunicación del doctor Julio S. Nazareno Presidente de la Corte Suprema

Cuando los procesos de interacción entre dos o más Estados arriban a una instancia de sostenida coopera­ ción intergubernamental, generalmente en al ámbito económico y político, suelen aparecer dos alternativas con respecto al desenvolvimiento de dicha relación, cuya elección por una u otra dependerá del grado de compromiso y de la disposición a pagar los costos implícitos de dichas opciones que tenga cada una de las partes.

Por un lado, se pueden profundizar los lazos de cooperación alcanzados, realizando los cambios imprescin­dibles para modificar la naturaleza de la relación, para lo cual se debe tomar la decisión de crear instituciones comu­nes que administren y custodien los grandes objetivos que estuvieron en el origen del acercamiento y posterior coopera­ción gubernamental. La otra salida, es mantener el status quo en el mero nivel intergubernamental.

La primer opción supone un gran paso en el camino hacia la armonización y posterior integración, ya que implica la autolimitación comprometida de los Estados en una buena porción de sus respectivas soberanías. Bien entendido que la mera creación de instituciones comunes sólo indica la existencia de un compromiso de mayor profundidad entre los Estados en miras a un futuro, pues la efectiva voluntad integracionista depende en significativa medida del grado y extensión de las atribuciones y competencias que dichos Estados estén dispuestos a otorgar a las instituciones comunes. La otra solución, en cambio, supone privilegiar la autonomía de no cumplir determinados acuerdos cuando se considere que ellos entran en conflicto con los intereses propios del Estado, sin posibilidad de tomar a su cargo responsabilidad internacional por dicha inejecución.

La línea divisoria entre ambas soluciones no es nítida, pues más allá del natural gradualismo que exige el tránsito de un extremo hacia el otro, el adecuado encuadramiento de cada hipótesis remite a un examen que considere la interacción de instituciones, estructuras, procesos y efec­tos.

Como modelo de la primera opción enunciada podemos considerar a la Unión Europea en que, a pesar de ciertos criterios todavía imperantes que consideran la relación dentro de una dinámica profundizada de la coopera­ción intergubernamental, se ha formado un genuino derecho comunitario, diferente del derecho de los Estados Miembros a partir -sobremanera- de un notorio y persistente activismo del Tribunal de Luxemburgo, que dejando de lado las feroces críticas que se le formulaban desde el gobierno de los Estados imputando un ilegal Gobierno de los jueces y la creación ex nihilo de normas, se ha convertido en el princi­pal bastión del proyecto supranacional aun en los momentos de las crisis de mayor agudeza, al extremo que ha sostenido que la Comunidad Económica Europea es una comunidad de derecho en tanto que ni sus Estados miembros ni sus institu­ciones escapan al control de conformidad de sus actos a la carta constitucional que son los tratados comunitarios.

Aún cuando no es pacífica la consideración de que dichos tratados, entre los que se cuenta el de Maastricht, queden comprendidos dentro de la categoría científi­ca de “Constitución” en
el sentido que todos conocemos, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha consagra­do como principios estructurales de toda integración comuni­taria la eficacia directa de las normas comunitarias en cada uno de los Estados miembros, vale decir sin necesidad de ningún complemento normativo del derecho interno; la primacía del derecho comunitario sobre el derecho interno frente a una situación de conflicto, y la responsabilidad del Estado por los daños causados como consecuencia de la violación del derecho comunitario, ya que ambién son suje­tos de éstos los particulare  a partir de la invocabilidad directa de sus normas.

En cambio, como modelo de esa crítica etapa en que es inexorable adoptar una decisión de inclinarse por mantener un creciente y arraigada interrelación de coopera­ ción o comenzar el complejo proceso tendiente a la integra­ción, el Mercado Común del Sur (MER.CO.SUR) es un ejemplo paradigmático por encontrarse en una fase en que el progreso de la integración depende más de la negociación y de la toma de decisiones de naturaleza política que de la deducción jurídica.

Las normas fundacionales -Tratado de Asunción y Protocolos de Brasilia y Ouro Preto- no definen al MercadoComún sino que lo implican, sentando la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos mediante la eliminación de los derechos aduaneros; la coordinación de políticas macroeconómicas y sectoriales y el compromiso de armonizar sus legislaciones en las áreas pertinentes para lograr el fortalecimiento del proceso de integración.

Esta matriz de lo que puede ser un proceso de integración dependerá de decisiones políticas, que -deadoptarse- inexorablemente deberán estar orientadas a la crea­ción de instituciones administrativas, legislativas y judi­ciales cerradas, que le den  solidez al proyecto común garan­tizando la consecución de los objetivos definidos y que permitan superar la inevitable tensión que se producirá entre los intereses de los Estados miembros y la Comunidad.

A propósito del paso insoslayable puntualiza­ do, el Comité Jurídico Interamericano de la O.E.A. elaboró un trascendente dictamen concerniente al “perfil jurídico institucional del fenómeno de la integración latinoamerica­ na”, en el cual sostuvo que “para la preservación del perfil comunitario, se requiere que las constituciones nacionales estén adaptadas a las nuevas exigencias del derecho emergente, para lo cual es recomendable que los Estados que deseen avanzar por este camino, incorporen en ellos, si fuere necesario, las correspondientes habilitacio­ nes para la delegación externa de ciertas competencias que hasta hoy habían estado reservadas a sus órganos, como así también la explicación de las nuevas relaciones de suprema­ cía normativa y la admisión de una justicia común. En concre­ to, puede resultar necesario prever la supremacía del derecho comunitario sobre el derecho interno, así como su
interpretación uniforme y la aplicación directa en el ámbito interno de las decisiones normativas o judiciales de los órganos del poder público del Estado”. Concordemente, el dictamen destacó la conveniencia de que los Estados procedan a reformar o enmendar sus Constituciones para adecuarlas a los cambios se¡alados.

La reforma efectuada en 1994 ha adecuado nuestra Carta Magna a dichos requerimientos, asignando jerarquía constitucional a ciertos pactos en materia de derechos humanos, regulando la primacía de los tratados sobre el derecho federal infraconstitucional y autorizando la delegación de competencias legislativas y jurisdiccionales en organizaciones supranacionales. Aunque quedan en pie los conflictos que puedan suscitarse con respecto a los poderes que se reservaron las provincias en los términos del art. 12 5 de la Ley Superior y que se derivan de nuestraorganización federal -cuestión que no es de menor entidad como lo demuestra la experiencia de los Landers en Alemania y la previsión tomada en el art. 28 de la Convención America­na sobre Derechos Humanos- esta regulación constitucional y la vigencia en nuestra República de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, conforman un molde normativo en el cual se puede vaciar con la mayor solidez la decisión política de avanzar en el proceso de integración.

La asimetría del sistema constitucional e infraconstitucional argentino es patente con respecto al socio de mayor entidad del MER.CO.SUR.

La República Federativa del Brasil, a pesar de contar con una Constitución de sanción reciente -1988-, no solamente ha omitido todo tratamiento sobre el conflicto de primacía ni la transferencia de competencias a organismos supranacionales, sino que al reglamentar las atribuciones legislativas en los arts. 22 a 24 ha asignado exclusividad al Congreso de la Unión para legislar en forma privativa sobre comercio exterior, transportes, derechos civil y comercial, de lo cual la doctrina prevaleciente en dicha nación deduce que dicha competencia es también indelegable; en igual sentido y con referencia a la solución de disputas, el art. 5o dispone que la ley no excluirá de la apreciación del Poder Judicial ninguna lesión o amenaza al derecho, de lo que concordemente concluyen los autores especializados que toda cuestión que tengan personas residentes en Brasil, aún en materia comunitaria, deberá pasar siempre por los tribunales de la Nación. Por último, los arts. 177 y 178 tratan sobre los monopolios del Estado con respecto a cier­tas explotaciones.

No obstante el silencio del constituyente brasilejo respecto de las dos cuestiones que han sido explí­citamente abordadas y reglamentadas por la Constitución Nacional -conflicto entre normas de fuente nacional e inter­nacional y aplicación directa de normas originadas en las instituciones del MER.CO.SUR- todos conocemos la decisiva trascendencia que tienen los pronunciamientos del más alto Tribunal de una Nación para resolver esta tensión, en cuanto a que el contenido y la conclusión de la decisión bastan para favorecer o coartar el código genético que constituye­ron los instrumentos fundacionales del MER.CO.SUR, máxime cuando el art. 4 o de la Constitución del Brasil dispone que dicha República buscará la integración económica, política, social y cultural de los puebles de América Latina, en vista a la formulación de una comunidad latinoamericana de naciones. Como muestra emblemática de las consecuencias que se derivan de un fallo en que se ventilan cuestiones de la mayor significación institucional, basta remitir a los precedentes de esta Corte -anteriores a la reforma- en las
causas “EKmerkdjian” y “Cafés La Virginia”, en las cuales no sólo dejó de lado criterios anteriores sino que con mayor trascendencia- las doctrinas establecidas fueron especialmente consideradas por los constituyentes de 1994 para sancionar el texto del actual art. 75, inc. 22, de nuestra Constitución.

Por ello, es relevante traer a consideración el pronunciamiento dictado el pasado 4 de mayo por el Supe­rior Tribunal Federal de la República del Brasil, a través de su Presidente, en el cual resolvió desfavorablemente desde una visión enriquecedora del proceso de integración en ciernes- las dos cuestiones que se le plantearon. Por un lado, que el Protocolo de Medidas Cautelares aprobado en Ouro Preto por el Consejo del Mercado Común no es aplicable, ya que no ha sido incorporado al derecho interno mediante el procedimiento constitucionalmente contemplado, consistente en un decreto de promulgación por parte del Poder Ejecutivo. Asimismo, reconoció a las disposiciones de dicho protocolo “..el mismo plan de validez y eficacia que las normas infraconstitucionales…en relación de paridad normativa”, por lo que la procedencia de los actos internacionales sobre las leyes internas solamente ocurrirá no en virtud de una inexistente primacía jerárquica, pero siempre, enfrente de la aplicación del criterio cronológico (lex posteriori derogat priori) o, cuando sea aplicable el criterio de la especialidad”.

Esta oportunidad desaprovechada por nuestros colegas del Alto Tribunal Brasile|o nos convencen de que el eje del proceso de integración no pasa únicamente por la reforina de los textos constitucionales, pues sabemos que los arts. 38 y 42 del Protocolo de Ouro Preto prescriben el compromiso de los Estados Partes de asegurar el cumplimiento de las normas emanadas del Consejo y el carácter obligatorio de ellas, disposiciones que razonablemente podrían haber fundado un pronunciamiento exactamente opuesto al adoptado sin apartarse de la ermenéutica constitucional dinámica e integradora. Si el Tribunal hubiese contado con el convenci­miento político de que su decisión contribuiría sobremanera a desarrollar el embrión de los principios que hacen a la esencia de un derecho comunitario, contaba con las herramien­tas interpretativas adecuadas para hacerlo, tal como lo hizo en su momento y en una situación de mayor precariedad norma­tiva y política, la Corte de las Comunidades Europeas.

Los tratados constitutivos del MER.CO.SUR no prevén, lamentablemente, una institución supranacional de carácter permanente con plenas facultades jurisdiccionales destinada a resolver los conflictos que se le planteen ni a interpretar el derecho originario o derivado, por lo que carecemos del órgano que en la experiencia europea sirvió como instrumento vehiculizador de la actual situación que se vive en dichas latitudes. Empero, no todo está perdido, pues todos los jueces de la Nación, federales o provinciales, cuentan con plenas atribuciones para resolver las controver­sias en que se ventilen asuntos que involucren normas dicta­das por el Consejo, el Grupo o la Comisión de Comercio, respetando los principios de aplicación e invocacióndirecta y de primacía que surgen de nuestra Constitución.

La trascendencia del aporte que puede efectuar el Poder Judicial en el ámbito interno en torno a la ‘alterna­tiva de paralizar o favorecer el proceso de integración, no es de menor entidad desde una visión institucional. Es por ello, que la Corte Suprema -modificando, a partir del fallo dictado en la causa “Méndez Valles”, una vez más una arraigada doctrina- ha decidido tomar intervención por la vía del recurso extraordinario en todas las cuestiones que se lleven ante sus estrados en que se encuentren en tela de juicio los derechos emergentes de un tratado internacional, aún cuando la materia en sí remita al examen del derecho común, pues el origen federal de su fuente y la responsabilidad internacio­nal para la República que podría nacer del incumplimiento de un pacto de dicha naturaleza, exigen que el titular de este Departamento Judicial del Gobierno Federal sea el intérprete final de las normas en juego, tomando la decisión definitiva. Creo no estar exagerando, a pesar de que el criterio no goza de unanimidad entre los Se¡ores Jueces del Tribunal, si concluyo sosteniendo que la Corte Suprema ha asumido a partir de dicha doctrina un rol protagónico en miras al proceso de integración, tomando para sí y del modo más enérgico las indeclinables responsabilidades que surgen de su posicionamiento en el gobierno de la Nación como cabeza del Poder Judicial.

CONFERENCIA DE LAS CORTES SUPREMAS DE LAS AMÉRICAS, WASHINGTON, D.C. 23-26 DE OCTUBRE DE 1995.

COMENTARIO DEL DR. JULIO SALVADOR NAZARENO.
He escuchado muy cuidadosamente las palabras del Juez Breyer. He oído con mucha atención la exposición de mi colega de Jamaica, y no cabe duda que todos nosotros estamos consagrados a hacer realidad el principio de la independencia judicial. Me preocupa el tema al que hizo referencia el Miembro de la Corte Suprema de Estados Unidos Breyer, enmarcado en los pilares en que se asienta la independencia judicial, de la protección que brinda la Constitución a los efectos de una administración propia e independiente del Poder Judicial, a los conflictos de intereses, y a la eficacia de las decisiones judiciales. Y quisiera detenerme en el segundo punto; el referente a la disciplina judicial en el contexto de una autoadministración de justicia. Puedo aportar la experiencia argentina, a la que hice referencia anteriormente en la reunión que celebramos en Chile. En esa ocasión pude observar que existían ideas; que existían proyectos. Algunos, ya aplicados a los efectos de establecer en los diversos países de las Américas los denominados consejos de la magistratura. En la reunión de Chile exprese que, en Argentina, ya estaba en vigencia la reforma constitucional de 1994, estableciendo el mencionado consejo de la magistratura. A ese tema me referí en la mencionada reunión, y di a conocer a mis colegas mi opinión de que debíamos ser cuidadosos en lo que respecta a las instituciones de ese género. Tratemos de determinar qué alcance van a tener dentro de la organización judicial, de modo que por esa vía no estemos enajenando atribuciones del Poder Judicial, al que la mayoría de nuestras constituciones ya han dado el carácter de uno de los Poderes de Gobierno.
La mayoría de nuestras naciones poseen una forma republicana de gobierno, estando el poder dividido en tres ramas: judicial, ejecutiva y legislativa. Obviamente, el Poder Judicial utiliza un lenguaje diferente. El lenguaje del Poder Judicial es diferente del lenguaje de los otros Poderes de Gobierno. Los otros Poderes de Gobierno utilizan, quizá, el lenguaje de la pasión. Tal vez su lenguaje sea el del amor al poder. Nuestro Poder Judicial, en cambio, se vale del lenguaje del equilibrio, de la moderación, de la austeridad.
Por esas razones, estamos constantemente expuestos a batallas de voluntades con otros Poderes de Gobierno, que procuran sustraernos la autonomía con que contamos en algunos de nuestros países. Creo que, al igual que cualquier otro de los poderes, el Poder Judicial posee lo que hemos denominado poderes implícitos; poderes que guardan relación con el arte del Gobierno y que en realidad tipifican la verdadera división del poder. No podemos concebir poderes gubernamentales que no posean la necesaria autonomía para llevar a cabo sus funciones, administrarse a sí mismos, gozar del derecho de someter por sí mismos a sus miembros, a normas disciplinarias. Esos son atributos esenciales de todo tipo de poderes de gobierno. El proceso de expansión del Poder Judicial que se ha llevado a cabo en la Argentina, al igual que en todos los países de las Américas, pone de manifiesto que
nuestras estructuras administrativas eran, en cierta medida, excesivamente reducidas para nuestras necesidades. Ahora, en Argentina, necesitamos cuatro secretarias judiciales para manejar nuestros problemas administrativos. Obviamente, Estados Unidos posee además una conferencia judicial. Hay una oficina administrativa y un centro Judicial que tienen que ver con los aspectos administrativos de ese Poder de Gobierno y se ocupa de la autorregulación de sus propios intereses económicos, que en general van más allá de esos conflictos y están vinculados con la organización del sistema judicial. Quizá se nos pretendió convencer de esta idea de los consejos de la magistratura con el argumento de que los jueces deben tomar asiento en el tribunal y dispensar justicia. Si: ello es totalmente acertado y conveniente para el público que lo escucha Nosotros, los jueces,
debemos dictar sentencias. Pero formamos parte de un Poder de Gobierno supuestamente en situación de equilibrio y en régimen de independencia con respecto a los demás Poderes de Gobierno. Y creo que en ello está la clave del asunto. Necesitamos estructuras administrativas. Necesitamos la ayuda y la asistencia de esas estructuras administrativas, porque en efecto tenemos una misión diferente que cumplir. Pero esas estructuras nunca deben tratar de ser autónomas. Siempre deben estar sujetas a la voluntad del Poder Judicial que por lo menos en mi país, ha sido establecido por la Constitución y es encabezado por la Corte Suprema de Justicia. Esto debe quedarnos muy claro. De lo contrario, creo que habrá sucumbido ese principio de separación de poderes y seremos, exclusivamente un departamento de administración de justicia.
No olvidemos que fue de ese modo que esos consejos vieron la luz, importados de Italia, Francia y España, países en los cuales constituyeron, sin duda, un avance. Pero eran organismos que dependían del Poder Ejecutivo. Esa no fue la estructura establecida en nuestras constituciones. Por lo menos no en la Constitución Argentina, en que el Poder Judicial está dotado de su propia autonomía conforme a la Constitución. Así el art. 114, que fue insertado en nuestra constitución nacional y que establece, ni mas ni menos, que ese consejo se encargará de administrar el Poder Judicial y esta facultado para establecer reglamentos y aplicar normas disciplinarias. Además administra su propio presupuesto.
Obviamente, creo que con ello se ha afectado el Poder Judicial. Debemos atemperar ese régimen mediante futuras normas legales. Lamentablemente, en mi país, la sanción de esas leyes se ha demostrado en virtud de los grandes conflictos que nos suscita la importación de un nuevo sistema a nuestro sistema americano. Puede haber representado un avance en el Viejo Mundo, pero creo que es un paso en la dirección equivocada en el Nuevo Mundo, y esto tenemos que tenerlo presente.
Creo que nuestra misión consiste, precisamente en defender con vigor lo que ya poseemos; esas facultades autónomas de un Poder Judicial independiente de los demás poderes, a las que se ha referido muy claramente el Juez Breyer. Creo que algunos otros países de nuestra América, como Colombia, Venezuela y Chile, quizá no tienen exactamente el mismo sistema que nosotros tenemos en Argentina, pero ya vemos consejos de ese tipo en funcionamiento en esos países. Por lo tanto -lo repito- queremos y necesitamos una ayuda de ese género para resolver nuestros conflictos administrativos, pero esa asistencia debe sernos brindada en el ámbito del Poder Judicial, porque así está establecido en nuestra Constitución. El Poder Judicial jamás debe ser desposeído de facultad alguna. Jamás debe socavarse al Poder Judicial, porque, obviamente, como lo señaló el Juez Breyer, ello revela, simplemente, la presión de otros poderes sobre el Poder Judicial según la fórmula muy amplia que expresaba a mis colegas: nosotros, los jueces, debemos dictar sentencia. Pero cuando mi pluma se ha gastado de tanto escribir y tengo que pedir otra ese consejo, y se me dice que se me dará una nueva lapicera en futuro presupuesto, evidentemente ya se me está presionando. Por supuesto, éste no es un muy bueno. Pero, ¿qué sucede si se me rompe la silla cuando estos elaborando la decisión judicial ?. Va a ocurrir lo mismo. Sin embargo, lamentablemente, esto es lo que estamos experimentando en mi país con el nuevo texto que han tratado de agregar con el respaldo de personas que, inclusive, diría que quizá actuando ligeramente estaban tratando de quebrar la espina dorsal del Poder Judicial. Primero se ha atacado al Poder Judicial. Dicen que los jueces son corruptos. Se ataca a los tribunales. Y luego traen esta nueva invención de España, donde no existe la independencia de poderes que tenemos en las Américas. Y a continuación se van a enajenar atribuciones del Poder Judicial. Y les estoy diciendo a algunos amigos legisladores: quiero saber cómo se sentirían ustedes, que están ahí sentados, que se supone que están legislando, si les mando un grupo de jueces para que les digan cómo tienen que elaborar las leyes. Y veamos si podemos enseñarles a legislar. Esa es su tarea. Yo tengo una tarea diferente. Y ésta es, precisamente, la situación con la que nos vemos confrontados ahora. Y cuando se les dicen estas cosas a los legisladores, pues bien, a veces los miembros del Congreso, de los otros poderes de Gobierno, no saben qué decir. Pero además ¿ que atribuciones va a tener ese consejo de la magistratura?. Algunos dicen que es autónomo. Pero, ¿ dónde funciona ?. Bueno, lo hace dentro del Poder Judicial, por lo tanto depende del Poder Judicial. Pero no puede ser ajeno al Poder Judicial, porque, obviamente, no puede regular a un poder dentro del cual no se encuentra. ¿ Y quién va a adoptar decisiones a su respecto?. Bien, representantes del Congreso; representantes de instituciones académicas, en menor medida.
Los jueces. Y bien: éste carece en gran medida de fundamento jurídico. Quieren que esté dentro del poder, fuera del poder. Realmente no saben dónde colocarlo, porque en realidad no es congruente con la división en tres poderes de Gobierno independientes. Lamentablemente, tengo que decirles que no dispongo de más tiempo, pero, como es obvio, seguiremos debatiendo este tema. Por lo tanto, a modo de conclusión. quiere repetir lo que les dije a algunos de ustedes en Chile el año pasado para alertarlos sobre esta situación. Y Manifestar que estamos dispuestos a recibir asistencia, pero no a que se nos prive de nuestras facultades. Esos consejos tienen que ayudar al Poder Judicial, actuar con el Poder Judicial, pero no asumir ninguna de las atribuciones del Poder Judicial.

PRIMER SEMINARIO INTERNACIONAL DE DERECHO PROCESAL PENAL

La invitación efectuada por las autoridades organizadoras del Primer Seminario Internacional de Derecho Procesal Penal para que participe de este encuentro y la delicadeza que tuvieron al asignarme su apertura a pesar de que destacados y reconocidos juristas especializados han sido
convocados para exponer sobre la trascendente materia que nos convoca, me imponen la necesidad de subrayar la importancia de las cuestiones que han sido seleccionadas como objeto de estudio, consideración y debate, pues conciernen a un ámbito directamente vinculado al perfeccionamiento
y a la consolidación de nuestro régimen republicano de gobierno, como lo es instaurar las instituciones y los procedimientos que sean apropiados para que el Poder Judicial pueda cumplir eficazmente frente a los ciudadanos con la expresa función que en forma indelegable, y enfatizo
esta condición, le atribuye la Constitución Nacional.
De este modo, y aquí es donde el marco del encuentro trasciende al aspecto técnico o normativo, se estará contribuyendo a satisfacer aunque fuera en una medida de parcial alcance la ingente demanda de nuestra sociedad con respecto al mejoramiento de los resultados que actualmente
percibe de la administración de justicia, a la par que permitirá ratificar la creencia en el ideario democrático y en las instituciones que nuestros constituyentes moldearon para llevar a cabo y preservar dichos principios pétreos, axiomáticos, de nuestra forma de gobierno y de vida institucional.
El proceso penal abreviado y el juicio por jurados son dos mecanismos que tienen por finalidad inmediata el logro de los altos objetivos señalados.
El primero de ellos ha sido recientemente incorporado por el Congreso de la Nación al procedimiento penal en el orden federal y de la Ciudad de Buenos Aires, presentando su estudio trascendentes aspectos jurídicos e interdisciplinarios que no dudo que serán abordados con la mayor profundidad.
Por un lado, la tensión que las disposiciones legales en vigor presentan frente a las garantías reconocidas a los procesados por la Carta Magna según la interpretación constitucional llevada a cabo por la Corte Suprema; sobremanera, en lo que atañe a la incoercibilidad de la confesión, la
necesidad del juicio previo y el rol del órgano jurisdiccional.
Por un lado, la tensión que las disposiciones legales en vigor presentan frente a las garantías reconocidas a los procesados por la Carta Magna según la interpretación constitucional llevada a cabo por la Corte Suprema; sobremanera, en lo que atañe a la incoercibilidad de la confesión, la
necesidad del juicio previo y el rol del órgano jurisdiccional en lo que atañe a la calificación de los hechos, el grado en la autoría y la gravedad de la pena.
Asimismo, este proceso abreviado invita a examinar otra cuestión de raigambre constitucional, configurada por la distribución de competencias entre la Nación y los estados locales, pues si bien el instituto es regulado también en el ámbito de las provincias de Córdoba y Formosa, sería de
sumo interés interrogarse si las facultades que se confieren al procesado de “autocomponer” con el Ministerio Público su responsabilidad penal no conciernen a aspectos sustantivos de la acción penal que, como todos sabemos, han sido aprehendidos en nuestra tradición parlamentaria por el
Congreso de la Nación al amparo de la atribución de dictar el Código Penal deferida por el art. 75, inc. 12, de la Ley Suprema.
No cabe soslayar que la cuestión trasciende el aspecto meramente ritual, pues se encontraría en juego la garantía constitucional de igualdad.
Por el otro, nos encontramos frente a aspectos éticos, culturales y sociológicos que no deben ser soslayados en un examen global y totalizador de este proceso penal monitorio, pues presentan interrogantes que inexorablemente deben ser desentrañados para juzgar las bondades del sistema
implementado y, en todo caso, el alcance que se le debe asignar a las normas en juego. Al respecto, no es vano indagar si la autocomposición en el proceso penal responde a las opciones éticas dominantes en nuestra comunidad; si el consenso entre un fiscal y el procesado será apreciado
como un modo pragmático de evitar un proceso público con un resultado condenatorio inevitable o como una nueva forma de ocultar a la comunidad el modo en que sus jueces deciden hechos de pública repercusión; si la publicidad de los actos de gobierno y la consecuente transparencia en
los procedimientos son satisfechas por medio de acuerdos que dejan latente un estado de sospecha sobre el favoritismo y la falta de independencia del Poder Judicial y del Ministerio Público; si, por último, es justificado adoptar un instituto con fundamento en las estadísticas supuestamente
insuperables de los tribunales cuando, de un lado, dicha circunstancia es puesta en tela e juicio y, del otro, nuestra sociedad parece inclinarse por un decidido activismo de sus magistrados en procesos de pública difusión antes que por estadísticas ejemplares logradas al amparo de convertir
al Poder Judicial en un mero espectador de acuerdos incausados que retacean los derechos del querellante damnificado y, con mayor énfasis, la participación ciudadana y la fé en el Poder Judicial.
En definitiva, nos encontramos frente a un instituto que en el hoy es derecho vigente y que invita a profundas reflexiones que seguramente nos permitirán un cauce adecuado para desandar los desafíos actuales que nos presenta desde las diferentes visiones señaladas.
El otro gran tema de nuestra convocatoria está dado por el juicio por jurados. Contamos con la certeza de que los expositores que prestigian este seminario han abordado el estudio de este instituto con una profundidad como la que claramente surge de la lectura de sus obras, dejando un
estrecho margen para el aporte de elementos referentes a los aspectos históricos y normativos, pero invitando a un debate que, en mi caso, aguardo con particular interés.Sé que las llamadas palabras de apertura se limitan generalmente a una breve presentación como la que he realizado con respecto a la autocomposición en el proceso penal.
Empero, y esto vale como un reconocimiento para las autoridades organizadoras, no he podido sustraerme a la importancia del intercambio de ideas que generará el examen del juicio por jurados y su situación en la República Argentina, por lo que aprovecharé esta oportunidad para hacerlos
partícipes de unas reflexiones liminares sobre la trascendente cuestión que nos convoca.
Comenzaré por señalar un elemento que, seguramente, a quienes participan de este encuentro los orientará sobre cual ha sido mi concepción con respecto al juicio por jura dos. Tuve el honor de haber cursado derecho procesal penal en la Universidad Nacional de Córdoba con dos ilustres
juristas cuya calidad humana, conocimientos científicos y excelencia como docentes han marcado una huella en mi formación académica que me acompañará por siempre y que, con referencia al instituto que examinamos en este seminario, tenían una posición claramente definida y defendida
con pasión desde la cátedra y desde sus obras.
Los doctores Vélez Mariconde y Claría Olmedo descreían con severa convicción del juicio por jurados, con apoyo en conocidos argumentos de hermenéutica constitucional fundados en la tácita derogación del texto generada por la constitución real y la falta de cumplimiento del recaudo de
idoneidad exigido por el art. 16 de la Ley Suprema; de orden cultural y sociológico como la escasa formación de los jurados y la falta de arraigo del instituto en nuestro acervo consuetudinario; y de considerar los resultados de su actuación en punto a la influencia que se ejerce sobre los jurados,
a la consecuente falibilidad de los veredictos y a la falta de un control judicial suficiente sobre tales decisiones.
Adentrarse en el estudio del juicio por jurados en nuestra República, y por expresarlo de un modo eufemístico, en su evolución desde las épocas posteriores a Mayo hasta la actualidad, invita apasionadamente a encontrarse con una situación que no dudo en calificar de paradójica, pues está
enmarcada en una coherente línea de silencios, dogmas y contradicciones como escasas instituciones de nuestro derecho pueden exhibir.
Esta historia atípica comienza desde los albores de la independencia, pues el juicio por jurados fue incluido en las Constituciones de 1819 y 1826, bien que con una característica que lo acompañará continuamente como un sello indeleble que despierta toda clase de conjeturas. En las asambleas
constituyentes que aprobaron la incorporación de asambleas constituyentes que aprobaron la incorporación de este instituto no se registra debate alguno ni expresión de los fundamentos que sostuvieron los textos, a pesar de que las circunstancias históricas e institucionales harían sospechar
todo lo contrario en la medida en que el juicio por jurados era extraño a las reglamentaciones vigentes en la época colonial y, por lo tanto, pareciera de la mayor razonabilidad que los constituyentes expresaran los fundamentos que sostenían la significativa innovación que
incorporaban para el juzgamiento de los delitos.
Ciertamente, las sorpresas no se detienen allí. Soslayado en el proyecto que Alberdi acompañó a Las Bases, el juicio por jurados renace prolíficamente en la Constitución sancionada en 1853, al aprobarse sin tratamiento el proyecto de la Comisión de Negocios Constitucionales elaborado en base al anteproyecto o esbozo ideado por el eximio constituyente y jurista Don José Benjamín Gorostiaga, en el cual para no dejar lugar a la duda sobre el sitial emblemático que le corresponde al juicio por jurados en la organización institucional de la República, es contemplado no sólo en
la parte orgánica de la Constitución cuando se precisan las facultades del Congreso de la Nación (art. 67, inc. 11) y la naturaleza de la actuación del Poder Judicial en el juzgamiento de los delitos (art. 102), sino que además y con el énfasis que ha resaltado Joaquín V. González en la parte
dogmática regulatoria de las declaraciones, derechos y garantías, como un implícito pero inequívoco instrumento garantista en favor de los ciudadanos. No deja de ser sugestivo que a pesar de haber tenido una generosa oportunidad de explayarse sobre este instituto, el informe de la
Comisión de Negocios Constitucionales mantuvo un silencio absoluto sobre el tema y los constituyentes dejaron pasar las tres disposiciones en juego sin exponer las razones que, malgrado los aislados regímenes sancionados en pocas provincias, carecía de arraigo en nuestra organización
jurídica e institucional y, por ende, representaba una trascendente innovación para la administración de justicia.
La milimétrica revisión de 1860 efectuada por la Provincia de Buenos Aires que se materializó en la reforma constitucional de ese año, dejó al margen de toda controversia el juicio por jurados previsto en el texto de 1853; como una constante, la comisión soslayó toda referencia al juicio por jurados.
Suprimido por la Constitución de 1949, renació al recobrar vigencia el texto de 1853. La reforma de 1994 brindó una nueva oportunidad para poner la situación en su quicio, pues cabe presumir que los legisladores que declararon la necesidad de la reforma mediante la ley 24.309 eran
conocedores tanto de la omisión legislativa en reglamentar el juicio por jurados como de los precedentes de la Corte Suprema sobre esta materia. No obstante, el núcleo de coincidencias básicas en cuanto a las modificaciones sometidas a la convención constituyente (art. 2?) y los temas
habilitados para su debate (art. 3?), demuestran una total prescindencia de interés en resolver la situación del juicio por jurados, bien entendido que el consecuente silencio de los constituyentes al respecto no puede linealmente interpretarse como una ostensible declaración de implementar
inmediatamente este sistema de juzgamiento, en la medida en que este argumento debería superar el escollo dado por el preciso límite objetivo puesto a la convención por el art. 4? de la ley y por la doctrina resultante de recientes decisiones de la Corte Suprema en cuanto al infranqueable
ámbito de competencias que la ley declaratoria de necesidad de la reforma impone a la convención depositaria del poder constituyente derivado.
Desde una visión sociológica fundada en el tratamiento jurisdiccional dado a los tres textos constitucionales aludidos, el enjuiciamiento por jurados nos enfrenta una vez más a una situación que no parece avenirse al ideario de los constituyentes de 1853 y al contundente mandato que
legaron al legislador, que impusieron al poder judicial y que garantizaron a los ciudadanos.
Ante una defensa de falta de acción opuesta por un procesado con apoyo en que la Constitución le asegura que sólo podía ser acusado ante el jurado, la Corte Suprema resolvió el 7 de octubre de 1911 que la Carta Magna no impuso al Congreso el deber de proceder inmediatamente al establecimiento del juicio por jurados, al igual que no impuso término perentorio para la reforma de la legislación. El Alto Tribunal agregó otra reflexión de mayor significación, puntualizando que del art. 102 no se desprende que la creación del jurado sea obligatoria en la Capital Federal y que,
en todo caso, la ley regulatoria de los procedimientos penales (nro. 483) ha aceptado implícitamente las organizaciones judiciales preexistentes (Fallos 115:92).
Dos décadas después, el 22 de marzo de 1932, la Corte reiteró su doctrina ante un planteo similar, pero no en toda su extensión sino sólo con referencia a que no pesaba el deber del Congreso de proceder de inmediato a establecer el juicio por jurados, abandonando el argumento fundado en
la no obligatoriedad de la prescripción constitucional (Fallos 165:258). En 1947, la Corte continuó manteniendo su doctrina de la no inmediatez del mandato constitucional dado al legislador (Fallos 208: 21 y 225).
La primer consideración que me sugiere esta situación no tiene que ver con la intepretación de la Constitución, sino con el tiempo transcurrido para que por vez primera se planteara la cuestión en sede el máximo Tribunal. Si como ha enseñado Joaquín V. González el jurado ha sido establecido
como un medio protector de los derechos y garantías de los ciudadanos, qué explicación podrá encontrarse a las cinco décadas transcurridas sin peticiones de parte tendientes a hacer valer un instituto que tan enfáticamente contempla la Ley Suprema. Los sociólogos tendrán un campo fértil
en esta investigación, pero cualquiera que fuesen las conclusiones investigación, pero cualquiera que fuesen las conclusiones que se obtengan no puede ser pasado por alto que desde el comienzo de su funcionamiento la Corte fue puesta a prueba en la interpretación de cláusulas constitucionales
de la más diversa naturaleza y complejidad, como los derechos derivados de una revolución, sistema de gobierno y sus fuentes, valor de los actos públicos provinciales, expropiación, poder de policía, principio de legalidad, supremacía del derecho federal, separación de poderes, control
de constitucionalidad, cláusula comercial, libertad de prensa, poderes municipales, estado de sitio, poderes de guerra, etc., muchas de las cuales eran de menor énfasis que el juicio por jurados que, sorprendentemente, permaneció olvidado en la constitución escrita sin hacerse derecho vivo en la realidad de las instituciones y de las garantías de los litigantes.
Desde el otro punto de vista, si bien la Corte ulteriormente no reiteró el argumento de la no obligatoriedad de las normas constitucionales, parece claro que no fue suficientemente ahondada la extensión de la regla reconocida de la “no inmediatez” y que, por el contrario, fue repetida
dogmáticamente en los fallos posteriores, pues si bien podría aceptarse reitero que afirmo “podría” dicha proposición en 1911, el Tribunal debería haber fundado la razón por la cual consideró 35 años después que aquella regla hermenéutica debía ser mantenida. De no ser así y si se reiterara
periódicamente la primera conclusión, la no inmediatez terminaría convirtiéndose, aún sin reconocerlo lingüísticamente, en la no obligatoriedad que el propio Tribunal descartó en sus pronunciamientos posteriores a 1911. Sólo como un tó en sus pronunciamientos posteriores a 1911. Sólo como una pauta indicativa sobre la menor importancia que el Tribunal parece haberle asignado a la cuestión, cabe resaltar que en 1947 se remitió derechamente a los precedentes sin agregar ninguna otra consideración como si se tratara de una de las denominadas cuestiones constitucionales “insubstanciales” y que en la publicación oficial de Fallos realizada entonces por los Secretarios del Tribunal, la doctrina aparece en un mero sumario sin constar el texto completo de la sentencia como habitualmente se realiza, por lo menos, con las decisiones de regular trascendencia.
Esta historia, como adelanté, no sólo está construida sobre el silencio de los constituyentes y sobre el resultado de la interpretación de la justicia constitucional, elevado por su reiteración a la categoría de dogma, sino por la contradicción que he observado en la actuación de quienes, en cierta medida, tienen un cuota de responsabilidad institucional en la situación paradójica que nos viene exhibiendo desde su partida de nacimiento el juicio por jurados.xEn primer lugar me referiré a uno de los padres de nuestra constitución, esclarecido jurista y profundo conocedor y admirador sin retaceos del sistema constitucional norteamericano. El doctor José Benjamín Gorostiaga es fundadamente sindicado dada su intervención en la Comisión de Negocios Constitucionales y miembro informante del proyecto ante el Congreso como el autor de mayor protagonismo en la ante el Congreso como el autor de mayor protagonismo en la redacción de la parte orgánica de nuestra Carta Magna, al extremo de que el texto sancionado siguió casi literalmente el anteproyecto que había elaborado, en el cual dos disposiciones que ya hemos citado contemplaban expresamente el juicio por jurados.
En cuanto a la fuente de los textos, más allá de la similitud que los autores de la doctrina han señalado con relación a la constitución venezolana, Gorostiaga admitió que “…el proyecto está vaciado en el molde de la Constitución de Estados Unidos de América, único modelo de verdadera
federación que existe en el mundo”. La discordancia en el pensamiento y actuación de este constituyente queda patentizada cuando, diez años más tarde, tomó intervención como diputado nacional en el debate parlamentario de la ley 50 de procedimientos de los tribunales nacionales, en
lo civil y criminal y reconocida por los legisladores como reglamentaria de la Constitución Nacional, oportunidad en la cual ante un proyecto para las causas criminales que sólo atribuía facultades decisorias en cabeza de un juez (Título XXX, art. 362) prescindiendo abiertamente de las disposiciones constitucionales atinentes al juicio por jurados, ninguna objeción fue presentada por el en dicha oportunidad legislador y mereció la aprobación del cuerpo culminando con la vigencia de dicho procedimiento supuestamente infractor de la Carta Magna que se pretendía reglamentar.
Similar es la discordancia que presenta la actuación pública del doctor Salvador María del Carril.
También constituyente, contribuyó con su intervención para la introducción del juicio por jurados en nuestro sistema judicial; en cambio, cuando fue nombrado juez de la primera Corte Suprema en 1863 redactó, junto con el resto de los magistrados, el proyecto de la ley 50 citada con
anterioridad, que desconoció el mandato constitucional que había votado favorablemente en el congreso de 1853. Empero, las vicisitudes del doctor Del Carril no culminaron allí, pues la sorpresa no puede ser mayor cuando en su trabajo sobre “El jurado” de 1866 pareció olvidar su proyecto
de ley que había redactado tres años antes, pues se interrogaba sobre las causas que influyeron para que la institución del jurado, recomendada por nuestros constituyentes, no haya sido establecido en ningún punto de la República, concluyendo que, precisamente, la falta de costumbres democráticas y la indiferencia por la cosa pública que se observaban en el país, constituían una razón de mayor importancia para que NOS APRESUREMOS A PONERLO EN PRÁCTICA.
Por último y en el mismo sentido, no puede pasarse por alto la actuación de los legisladores que sancionaron la ley 24.309 que dio lugar a la reciente reforma constitucional. Pues si no consideraron apropiado, por la circunstancia que es de suponer habrán evaluado, ordenar que la convención constituyente debatiera sobre la supresión de los tres textos constitucionales que contemplan el juicio por jurados, ello lleva a concluir que su voluntad política fue que la vigencia del instituto debía ser preservada como un instrumento eficaz de raigambre constitucional en la administración de justicia. Sin embargo, dicha proposición no ha sido respaldada por la posterior actividad legislativa, en la cual no aparece considerado por las cámaras ningún proyecto de ley reglamentario del mandato constitucional que quisieron preservar.
No quiero concluir esta comunicación sin antes invitar a que reflexionemos, además de los aspectos eminentemente técnicos del juicio por jurados como son sus diferentes modelos y los beneficios que resultarían de utilizar unos u otros, en el paso previo de insoslayable cumplimiento como
condición necesaria para abordar dichas cuestiones, si se quiere, de índole reglamentaria. Me estoy refiriendo, sin eufemismos, a que consideremos la conveniencia política y jurídica del juicio por jurados, pues sólo si llegamos a una conclusión afirmativa podremos comenzar a movilizar los
resortes institucionales que permitan instaurar un debate en la opinión pública, en los operadores jurídicos y en los poderes públicos que concluya con la sanción de los instrumentos necesarios para la puesta en funcionamiento de este añejo y olvidado instituto.
Reitero que el punto de partida pasa por demostrar la utilidad de este sistema de juzgamiento, porque nuestra sociedad está demandando el mejoramiento del Poder Judicial, pero no necesariamente la instalación de este instituto, el cual es ignorado en cuanto a sus resultados y que
tampoco lo cual es ignorado en cuanto a sus resultados y que tampoco lo ha sido identificado por la ciudadanía como un procedimiento insustituible en la tutela de sus derechos y garantías personales, sociales y políticas.
Tal vez por este sendero podrá encontrarse alguna explicación a los 140 años de inactividad legislativa y, esencialmente, de silencio en la opinión pública. En cambio, el jurado fue altamente considerado y popular en Inglaterra en las disputas con los reyes Estuardo ocurridas en el siglo XVII, pues sirvió como control sobre los jueces reales que seguían las órdenes de la Corona, siendo emblemático el caso en el cual los jurados prefirieron ir presos antes que condenar a William Penn por ser quákero. En las colonias americanas ocurrió un fenómeno semejante en cuando a la defensa a ultranza de la institución del jury, pues durante el siglo XVIII los jurados solían hacer frente con sus veredictos a las precisas y condicionadas instrucciones de los jueces, que estaban controlados por el hostil gobierno británico.
De ahí, que la recepción del juicio por jurados en la constitución americana de 1787 configuró la legitimación de un instrumento que enarbolaba la tutela de las garantías de los ciudadanos, que consideraban que la seguridad de sus vidas, de sus propiedades y de su libertad sólo se encontraban
a resguardo si eran juzgados por su pares, quienes les aseguraban total imparcialidad según lo habían demostrado con la mayor valentía con anterioridad a la independencia.
La incipiente República Argentina de 1853 carecía por completo de la tradición cultural americana que dotó al jurado de un áurea místico, al extremo de que Jefferson lo consideraba de mayor importancia que las elecciones, lo cual impidió entre otras razones para que la incorporación
constitucional del instituto bastara para generar un cambio de la mentalidad imperante y, en consecuencia, de los comportamientos necesarios para implementarlo en sustitución de los procedimientos aplicados sobre la base de la legislación española.
Si examinamos el debate parlamentario de la ley 50 de enjuiciamiento, reglamentaria de la Constitución según reconocieron concordemente los jueces de la Corte Suprema que la proyectaron y los legisladores que la sancionaron, observaremos que ello es indudablemente así aunque el debate que traigo a cuento del 31 de julio de 1863 no se vinculó con el juicio por jurados sino con la posibilidad de demandar a la Nación. A las palabras del ex constituyente, y entonces diputado, Gorostiaga, que ahora sin medias tintas, como las que había utilizado cuando fue miembro informante en 1853, reconoció en dos oportunidades que nuestra Ley Suprema no es una imitación sino que directamente ha copiado la organización del Poder Judicial del Gobierno Federal establecido por la constitución americana de 1787, contestó sabiamente el diputado Mármol
sosteniendo que aunque nuestra instituciones están moldeadas en las de los Estados Unidos, LOS HOMBRES QUE LAS EJECUTAN NO SON MOLDEADOS ALLÍ, PUES NOSOTROS IMITAMOS LAS LEYES FEDERALES PERO NO IMITAMOS A LOS HOMBRES FEDERALES.
Creo que para abordar el análisis que estoy proponiendo, es de suma utilidad tomar en consideración cual es el fenómeno que, precisamente, está ocurriendo en Estados Unidos con respecto al juicio por jurados. Abramson autor de lectura obligatoria en el tema y de inclaudicable inclinación pro juradista sostiene en su obra “Nosotros, el jurado. El sistema de jurados y la idea de democracia”, que si bien son pocos los que abogan por la abolición del sistema, muchos otros están en favor del seguir el modelo inglés de restringir los tipos de casos en los que debe haber jurado.
Agrega que la violencia que dejó treinta muertos a raíz del primer juicio con jurados seguido contra los policías blancos acusados de golpiza contra el afro americano Rodney King en 1991, es elocuente sobre la pérdida de fe en el jurado.
Por mi parte, y dado que esta obra fue escrita en 1994, incorporaría a la lista de casos emblemáticos de veredictos controversiales, a los de O.J. Simpson que fue declarado no culpable por un jurado con una composición ampliamente mayoritaria de personas de raza negra que deliberó sólo cuatro horas a pesar del volumen y complejidad de la evidencia, y el de Lorena Bobbit cuyo veredicto si bien pareció responder a pautas sociológicas de justicia no podría predicarse igual adecuación con respecto a las normas legales.
Abramson nos ilustra sobre varias razones que contribuyen a generar cierto escepticismo en el pueblo norteamericano con respecto al instituto, que son de sumo interés que no con respecto al instituto, que son de sumo interés que examinemos para aprovechar esta experiencia y, de este
modo, evitar caer en una situación exactamente inversa a la de 1853, cuando copiamos la constitución americana pero no la voluntad política de hacerla cumplir, generando ahora una demanda social e institucional de un sistema cuya reformulación está siendo debatida.
El primer punto que ha destacado se funda en que la justicia requiere distancia e impermeabilidad que la protejan de la presión para hacer lo que sea más popular, pues ésta es la razón de ser de que los jueces federales son designados y no elegidos mediante una votación electiva, y se les da el cargo en forma vitalicia. La perspectiva democrática del jurado agrega este autor insiste en que lo que se busca es justicia popular, la “conciencia de la comunidad”, pero no siempre la justicia es popular, como tampoco la conciencia de la comunidad es pura, existiendo una tendencia en los jurados de hoy en día a sustituir el imperio de la ley (“rule of law”), por el imperio de la gente (“rule of people”).
De mi lado, pienso que lo afirmado es exacto como observación de la realidad pero no como crítica superable, pues si se cuestionan las apreciaciones que llevan a cabo los jurados por su condición de ciudadanos, en definitiva se está postulando abandonar el sistema.
La historia es rica en decisiones que han sido cuestionadas. Sócrates fue acusado de no creer en la religión del Estado y de corromper a la juventud enseñándola a no reconocer a los dioses de la República; fue condenado a muerte por la asamblea de atenienses tal como lúcidamente lo había
previsto en su alegato de defensa cuando, por conocer las ortodoxias de sus tiempos, aconsejó a los ciudadanos que lo estaban juzgando “No os enfadeis conmigo porque os diga las verdades, pero no hay hombre que pueda salir salvo ni con vosotros ni con ningún otro pueblo reunido en
asamblea, si se opone noblemente a que se cometan muchas injusticias e ilegalidades en la República” (Platón en “Apología de Sócrates”). Alexis de Tocqueville nos narra en “La democracia en América” un suceso ocurrido en Baltimore en 1812, en el cual un periodista que había escrito
notas contra la guerra que entonces se estaba llevando a cabo y que era una causa popular, indignó al pueblo que reaccionó violentamente dando muerte a aquél; a pesar de las evidencias de culpabilidad, los autores fueron absueltos por el jurado.
Empero, el jurado también tuteló con sus veredictos a los colonos norteamericanos frente a los jueces de la corona; protegió a los esclavos fugitivos de los estados del sur y a los abolicionistas que los ayudaban a escapar de la esclavitud; amparó a los comunistas contra la persecución lanzada en este siglo desde Washington. En definitiva y a pesar de las defecciones mencionadas, el jurado exhibió en reiteradas ocasiones un coraje en la protección de los disidentes de las ortodoxias imperantes en un determinado momento que, previsiblemente, jamás hubieran tenido jueces
momento que, previsiblemente, jamás hubieran tenido jueces designados por las autoridades.
Ello demuestra que ninguna otra institución de gobierno puede competir con el jurado, en el hecho de poner el poder tan directamente en las manos de los ciudadanos, que de un día para el otro viven el drama de ser héroes a convertirse en villanos. La proposición que deberíamos replantearnos, aunque excede el ámbito de nuestros conocimientos y concierne con mayor propiedad a la psicología social, es si este sistema permite a los jurados expedir sus veredictos con base exclusiva en las evidencias del proceso frente a la influencia que hoy en día ejercen sobre la opinión pública los medios masivos de comunicación.
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa desde la visión del periodismo y el Dr. Carlos Fayt, prestigioso ministro decano de nuestra Corte Suprema, en su obra “La omnipotencia de la prensa”, nos han ilustrado suficientemente sobre los efectos que produce en la sociedad el bombardeo
informativo. Coinciden, substancialmente, en que la realidad real ya no existe, ha sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de publicidad y los grandes medios audiovisuales; lo que se conoce con la etiqueta de “información” es un material que, en realidad, cumple una función esencialmente opuesta a la de informarnos sobre lo que ocurre en nuestro derredor, pues suplanta y vuelve inútil el mundo real de los hechos y las acciones objetivas al sustituirlas por las versiones clónicas de éstos, que llegan a nosotros a través de las pantallas de la televisión, seleccionadas por los comentarios de los profesionales de los medios, las que en nuestra época hacen las veces de lo que antes se conocía como realidad histórica. El escritor peruano agrega que las ocurrencias del mundo real ya que no pueden ser objetivas; nacen socavadas en su verdad y consistencia ontológica por ese virus disolvente que es su proyección en las imágenes manipuladas y falsificadas de la realidad virtual, las únicas admisibles
y comprensibles para una humanidad domesticada por la fantasía mediática en la cual nacemos, vivimos y morimos. Además de abolir la historia, las “noticias” televisivas aniquilan también el tiempo, pues matan toda perspectiva crítica sobre lo que ocurre; el vertiginoso proceso de
desnaturalización de lo existente ha desembocado, pura y simplemente, en su evaporación y reemplazo por la verdad de la ficción mediática.
Frente a esta situación, en que un hecho de público conocimiento es dado a conocer por los medios en las ediciones matinales destacando desde un primer momento un estado de sospecha en cuanto a sus responsables, los cuales ya son drásticamente acusados por los fiscales del aire y de la tinta
al comenzar la tarde y son pasibles de la más severa e irrevocable condena la social en los noticiarios televisivos de las primeras horas de la noche, la pregunta pasa por develar cuál es el espacio de autonomía que resta a los ciudadanos para juzgar objetivamente los hechos investigados en un proceso judicial. Creo que los ocho meses que los en un proceso judicial. Creo que los ocho meses que los jurados de la causa Simpson pasaron recluidos en un hotel son una muestra elocuente de los medios a los cuales debe recurrirse para mitigar, cuando menos, los perniciosos efectos que he puntualizado. Sobre esta base de captación del juicio de valor sobre la realidad, no sería aventurado predecir que las decisiones que hubieran tomado los jurados en resonantes casos ocurridos en la República Argentina hubiesen reconocido como sustento la concorde posición adoptada por los medios de comunicación, antes que el apego a las pruebas producidas en la causa y a las leyes vigentes. Cabe recordar, por su cercanía y por la conmoción pública que originó, la cadena de solidaridad formada en favor de Gabriela Oswald tendiente a impedir la restitución de su pequeña hija al domicilio conyugal en Canadá para que tomen intervención los tribunales competentes según los tratados internacionales, que, inclusive, movilizó a la población al Palacio de Justicia para impedir el cumplimiento de la sentencia dictada por la Corte Suprema. A lo expresado sobre la objetividad del sistema de jurados, Abramson ha agregado que actualmente se ha profundizado hasta límites atemorizantes la brecha existente entre la complejidad del procedimiento moderno y la calificación intelectual de los jurados; éstos raramente entienden el testimonio experto los peritajes en un juicio antitrust, de mala praxis médica, de competencia desleal o de vicios de un producto elaborado en serie; tampoco conocen el derecho, un producto
elaborado en serie; tampoco conocen el derecho, por lo que para comprender las instrucciones legales dadas por el juez, que en un caso que he tomado conocimiento entre dos tabacaleras alcanzaron 81 páginas para examinar 108 cuerpos de evidencias, deben hacer un curso acelerado sobre la materia controvertida. El eje de la solución del caso controvertido no pasa entonces por las cuestiones técnicas abordadas, sino por las emociones, perjuicios y simpatías de los jurados. Por último, nos queda en pie verificar qué es lo que sucede con la búsqueda de jurados representativos, pues en ciertos casos termina hundiendo la selección de los jurados en cuestiones de balance demográfico, dando la impresión de que la justicia depende en forma precaria de la raza, sexo, religión, o el incluso el origen nacional de sus miembros.
El mensaje del “corte transversal” o sección representativa de la población, es que diferentes grupos de personas tienen diferentes perspectivas sobre la justicia, lo cual a su vez llevaría a la proposición de que los juicios son ganados o perdidos no sobre la base de la evidencia, sino con
apoyo en quienes componen el jurado. Los veredictos serían, entonces, notoriamente impredecibles, arbitrarios, contradictorios con otros para situaciones de igualdad intrínseca; valga como ejemplo de esta situación dos procesos seguidos contra la Ford Motor Company por compensación de los daños causados por defectos del auto Bronco II, en uno de los cuales el fabricante fue considerado responsable en 1992 y condenado a pagar U$S 7.000.000 al damnificado por un jurado de Arkansas, mientras que en el otro un año después obtuvo un fallo favorable por un jurado de San Louis que lo absolvió de toda responsabilidad. Nada tiene de casual que durante la etapa de selección de los jurados, las personas más importantes
donde sesiona el tribunal sean los “Consultores en temas de jurados”, que brindan una asistencia cuasi científica a los abogados para la manipulación del jurado, para la cual cuentan con estudios estadísticos, investigaciones, vigilancias y perfiles psicológicos que tratan de predecir como votarían los potenciales jurados en base a ciertos indicadores, como raza, edad, ingresos, sexo, posición social, estado civil, historia personal y hasta tipo de automotor que conducen.
Como reflexión final de esta comunicación dirigida a todos los participantes y expositores de este trascendente encuentro, invito a considerar un último aspecto transcendente en mi visión que substancialmente coincide con el que puntualicé a propósito del proceso penal abreviado.
Conocemos como ciudadanos y como hombres que, de un modo u otro, participamos en los resultados que genera la actuación del Poder Judicial, que la sociedad está demandando, a partir de una posición altamente crítica del rol de la justicia, un profundo cambio en la actuación de este
Poder del Estado, que no necesariamente pasa por lo institucional, sino esencialmente por vislumbrar que los jueces son el baluarte en la defensa de los derechos de los ciudadanos frente al Estado y a los poderosos, demostrando transparencia en sus conductas, independencia en sus decisiones y ejecutividad en el ejercicio de la función. De ahí, que tendríamos que sopesar con la mayor prudencia si la solución de implantar el sistema de jurados para el enjuiciamiento de los delitos, no sería percibido por nuestra sociedad como una solución de corte facilista tomada al
amparo de eludir las responsabilidades institucionales que pesan hoy en día sobre el Poder Judicial, que para no tolerar su falta de prestigio ni afrontar el desafío que impone el mejoramiento del sistema, se desentiende de las funciones que viene ejerciendo indelegablemente desde 1853 y las
transfiere sin consenso de ninguna naturaleza a los ciudadanos para que éstos tomen a su cargo una situación a la que son ajenos y que ha sido incapaz de resolver el Poder Judicial.
En suma, nos encontramos frente a una temática polifacética que exige nuestro compromiso de abordarla con la mayor profundidad mediante el siempre fecundo intercambio de ideas. Dejar de lado apriorísticamente el aporte que puede significar el juicio por jurados para la consolidación y
el perfeccionamiento de la República y del sistema democrático importaría una indisimulable renuncia a la tarea primordial que nos corresponde como hombres y mujeres del derecho. Sobre las consecuencias que pueden derivarse de actitudes semejantes previno Ihering en “La Lucha por el Derecho”, al señalar que en tales circunstancias “la lucha por la ley se trueca en un combate contra ella”, añadiendo que “el sentimiento del derecho, abandonado por el poder que debía protegerlo, libre y dueño de sí mismo, busca entonces los medios para obtener la satisfacción que se le niega”. Nuestro para obtener la satisfacción que se le niega”. Nuestro objetivo es, pues, permitir que la demanda que enfrentamos en el presente sea exclusivamente canalizada por el Estado de Derecho.
De ahí, pues, la importancia de este encuentro que nos da la oportunidad para reflexionar, intercambiar ideas y perfeccionar el juicio por jurados, en la inteligencia del relevante aporte que puede eficazmente efectuar para contribuir a superar como instrumento de origen democrático en
su más genuina expresión las falencias que nadie lo ignora presenta la administración de justicia y el marcado escepticismo que la ciudadanía exhibe frente al Poder Judicial. La trascendencia de este instituto radica, precisamente, en que se presenta como un medio de activa participación
ciudadana en el ejercicio de una de las funciones esenciales del Estado; esta circunstancia nos compromete al máximo esfuerzo, para tratar de ejecutar uno de los legados expresamente declarados por nuestros constituyentes en los tiempos de la unión nacional, que es el de afianzar la justicia.

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La invitación efectuada por las autoridades organizadoras del Primer Seminario Internacional de Derecho Procesal Penal para que participe de este encuentroŸy la delicadeza que tuvieron al asignarme su apertura a pesar de que destacados y reconocidos juristas especializados han sido convocados para exponer sobre la trascendente materia que nos convoca, me imponen la necesidad de subrayar la importancia de las cuestiones que han sido seleccionadas como objeto de estudio, consideración y debate, pues conciernen a un ámbito directamente vinculado al perfeccionamiento
y a la consolidación de nuestro régimen republicano de gobierno, como lo es instaurar las instituciones y los procedimientos que sean apropiados para que el Poder Judicial pueda cumplir eficazmente frente a los ciudadanos con la expresa función que en forma indelegable, y enfatizo
esta condición, le atribuye la Constitución Nacional. De este modo, y aquí es donde el marco del encuentro.

Apertura del VT Encuentro de Presidentes y Magistrados de Tribunales y Salas Constitucionales de América Latina.

Buenos Aires, mayo de 1999:
Nos encontramos reunidos en esta ocasión para reflexionar sobre algunos aspectos de las nuevas realidades con que nos enfrentamos en este fin de siglo, realidades de las cuales no podemos sustraernos. Una de estas cuestiones a las que es preciso abocarnos y que son objeto de tratamiento de este seminario, la constituyen las nuevas formas en que los estados se relacionan, dentro del marco de la globalización.
Nuestros países, en el contexto de las numerosas experiencias de regionalización que se han verificado en los últimos treinta años han ido profundizando, paulatinamente y por este hecho, sus interrelaciones económicas dando lugar a nuevos fenómenos que no se agotan en la faz comercial, fenómenos a los que es preciso atender y a los que, nosotros, como hombres de derecho no podemos ser ajenos.

Es sabido que la globalización presenta aristas positivas y negativas. Hay una globalización económica que trae aparejada ciertas consecuencias valiosas, como el fenómeno de la eficiencia y el incremento de la producción y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos países, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y ser un importante aporte a la consecución del bien común. Sin embargo, si la globalización se rige únicamente por las leyes del mercado y se desentiende de los otros y aspectos de la vida social, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo las que derivan de la atribución de un valor absoluto a la economía, como ser el desempleo, las desigualdades crecientes dentro de la sociedad y la competencia injusta que coloca a las naciones menos desarrolladas en una situación de inferioridad más acentuada.
Pero, es denominador común de los niás recientes intentos de integración regional no agotar sus propósitos en la mera abolición de las fronteras arancelarias y en el incremento del intercambio económico, tendiendo, por el contrario, a encarar procesos con objetivos más totalizadores, abarcativos de otras facetas aún más ricas de las sociedades que en tales propósitos convergen.
Estos ambiciosos propósitos de los que se encuentran imbuidas las nuevas experiencias regionales de integración nos sitúan frente a numerosos desafíos, generados por la nueva dimensión que ellas comportan.
Tales fenómenos traen consigo aparejada la creación de normas jurídicas destinadas a regirlos, originando un orden novedoso cuyas bases se sustentan en diversos presupuestos: el político, el económico y el institucional.
El presupuesto político se asienta en los sistemas democráticos, dado que una comunidad es posible cuando son los estados en forma soberana los que acuerdan constituir una estructura supraestatal con participación equitativa de sus integrantes. No cualquier estado logra integrarse en una organización supranacional; esto solo es posible cuando los estados nacionales son esencialmente democráticos, porque la organización comunitaria exige participación y representación, como correlato de lo que sucede en el orden interno.
El presupuesto económico se funda en las regulaciones de la interdependencia que en tal sentido se establece entre los estados en base a que la integración confirma las ventajas crecientes, compartidas y competitivas, respecto de mercados aislados.
Y, por último, el presupuesto institucional, el cual aparece necesario en orden a la atención de las situaciones cada vez más complejas que la consolidación de tales procesos va presentando.
Como respuesta, en tal estadio, se va sentando ese sustrato institucional mediante la delegación de jurisdicción y competencias que es el instrumento por el cual se perfecciona la base de toda organización comunitaria. Esto se da en la medida en que se atribuye a determinados organismos supranacionales las competencias necesarias para lograr la efectiva aplicación de la normativa que se genera y es el medio idóneo para concretar un verdadero orden jurídico comunitario. Es este aspecto el que le dará a un proceso integrador su verdadera dimensión y le permitirá trascender más allá de los problemas coyunturales, ya que, en definitiva, la base de toda organización comunitaria radica en la delegación de competencias y jurisdicciones por parte de las soberanías que la componen.

De otro lado puede afirmarse que los procesos de integración no deben soslayar los principios de igualdad y reciprocidad, de seguridad jurídica y de previsibilidad. Y estos principios ineludibles logran su plena efectividad mediante la actividad jurisdiccional. Ello exige el fortalecimiento de la cooperación regional e internacional en materia de administración de justicia.
Ahora bien, en el proceso evolutivo de esta dinámica se presentan períodos en los cuales, aún no consolidada la faz institucional y jurisdiccional, el papel del juez nacional adquiere una dimensión particular dado que, puesto en la situación de dirimir conflictos generados por estos procesos, sus decisiones adquirirán una perspectiva y consecuencias que trascenderán lo meramente local y será verdadero instrumento en la consecución de los objetivos integradores.
En este sentido y, en lo que se refiere a la Argentina, cabe recordar que la Constitución Nacional otorga al Poder Judicial el conocimiento y decisión de todas las causas que versen sobre puntos regidos por dicha norma, por las leyes de la Nación y por los tratados con las naciones extranjeras. Los artículos 31 y 118 de la Norma Fundamental integran directamente en el derecho interno al internacional -ya se trate de convenciones o del derecho internacional general- y el artículo 75 establece la jerarquía de estas normas, precisando en su inciso 24 -según el texto adoptado por la reforma de 1994- que las normas dictadas en consecuencia de tratados de integración tienen jerarquía superior a las leyes.
Sobre este punto considero relevante destacar que, aún antes de la reforma aludida, la Corte Suprema de Justicia consciente de las consecuencias que se derivan de un fallo en que se ventilan cuestiones de la mayor significación institucional, se expidió en diversas causas -“Ekmekdjian”, “Cafés La Virginia” entre otrasen las cuales no solo dejó de lado criterios anteriores  sino que, con mayor trascendencia, las doctrinas establecidas fueron consideradas por los constituyentes de la reforma para sancionar el texto actual del artículo 75 de nuestra Constitución. De tal modo que el derecho internacional y las normas dictadas en consecuencia de un tratado de integración tienen un lugar privilegiado en la jerarquía de la pirámide normativa argentina.
Es de señalar que, hasta tanto se creen tribunales comunitarios, los tribunales de justicia locales y, en especial aquellos que encabezan el poder judicial pueden adoptar básicamente, dos actitudes. O bien, favorecer los procesos de integración mediante interpretaciones adecuadas a tal fin o bien entorpecerlos por la vía de exaltar el supuesto interés nacional.
Es claro que la República Argentina ha optado por el primer criterio al reconocer el carácter supralegal de las disposiciones de los tratados internacionales libremente adoptados por nuestro país sin reservas en la materia.
A modo de reflexión final subrayo el trascendente dictamen elaborado por el Comité Jurídico Interamericano de la O.E.A. concerniente al “perfil jurídico institucional del fenómeno de la integración latinoamericana”, en el cual sostuvo que “para la preservación del perfil comunitario, se requiere que las constituciones nacionales estén adaptadas a las nuevas exigencias del derecho emergente, para lo cual es recomendable que los estados que deseen avanzar por este camino, incorporen en ellos, si fuere necesario, las correspondientes habilitaciones para la delegación externa de ciertas competencias que hasta hoy habían estado reservadas a sus órganos, como así también la explicación de las nuevas relaciones de supremacía normativa y la admisión de una justicia común. En concreto, puede resultar necesario prever la supremacía del derecho comunitario sobre el derecho interno, así como su interpretación uniforme y la aplicación directa en el ámbito interno de las decisiones normativas o judiciales de los órganos del poder público del estado”. Concordemente, el dictamen destacó la conveniencia de que los estados procedan a reformar o enmendar sus Constituciones para adecuarlas a los cambios señalados.

Los invito a reflexionar sobre estas trascendentes cuestiones y a poner nuestros esfuerzos en la tarea de facilitar la adopción de criterios que contribuyan a la construcción de la anhelada integración latinoamericana.

JUICIO POR JURADOS.

Publicado en: LA LEY 1997-E , 1431

Cita Online: AR/DOC/6027/2001

El proceso penal abreviado y el juicio por jurados conciernen a un ámbito directamente vinculado al perfeccionamiento y a la consolidación de nuestro régimen republicano de gobierno, como lo es instaurar las instituciones y los procedimientos que sean apropiados para que el Poder Judicial pueda cumplir eficazmente frente a los ciudadanos con la expresa función que en forma indelegable, y enfatizo esta condición, le atribuye la Constitución Nacional.

De este modo, y aquí es donde el marco del encuentro trasciende al aspecto técnico y normativo, se estará contribuyendo a satisfacer –aunque fuera en una medida de parcial alcance– la ingente demanda de nuestra sociedad con respecto al mejoramiento de los resultados que actualmente percibe de la administración de justicia, a la par que permitirá ratificar la creencia en el ideario democrático y en las instituciones que nuestros constituyentes moldearon para llevar a cabo y preservar dichos principios pétreos, axiomáticos, de nuestra forma de gobierno y de vida institucional.

El primero de ellos ha sido recientemente incorporado por el Congreso de la Nación al procedimiento penal en el orden federal y de la Ciudad de Buenos Aires, presentando su estudio trascendentes aspectos jurídicos e interdisciplinarios que no dudo que serán abordados con la mayor profundidad.

Por un lado, la tensión que las disposiciones legales en vigor presentan frente a las garantías reconocidas a los procesados por la Carta Magna según la interpretación constitucional llevada a cabo por la Corte Suprema; sobremanera, en lo que atañe a la incoercibilidad de la confesión, la necesidad del juicio previo y el rol del órgano jurisdiccional en lo que atañe a la calificación de los hechos, el grado en la autoría y la gravedad de la pena.

Asimismo, este proceso abreviado invita a examinar otra cuestión de raigambre constitucional, configurada por la distribución de competencias entre la Nación y los estados locales, pues si bien el instituto es regulado también en el ámbito de las provincias de Córdoba y Formosa, sería de sumo interés interrogarse si las facultades que se confieren al procesado de “autocomponer” con el Ministerio Público su responsabilidad penal no conciernen a aspectos sustantivos de la acción penal que, como todos sabemos, han sido aprehendidos en nuestra tradición parlamentaria por el Congreso de la Nación al amparo de la atribución de dictar el Código Penal deferida por el art. 75, inc. 12, de la Ley Suprema. No cabe soslayar que la cuestión trasciende el aspecto meramente ritual, pues se encontraría en juego la garantía constitucional de igualdad.

Por el otro, nos encontramos frente a aspectos éticos, culturales y sociológicos que no deben ser soslayados en un examen global y totalizador de este proceso penal monitorio, pues presentan interrogantes que inexorablemente deben ser desentrañados para juzgar las bondades del sistema implementado y, en todo caso el alcance que se le debe asignar a las normas en juego. Al respecto, no es vano indagar si la autocomposición en el proceso penal responde a las opciones éticas dominantes en nuestra comunidad; si el consenso entre un fiscal y el procesado será apreciado como un modo pragmático de evitar un proceso público con un resultado condenatorio inevitable o como una nueva forma de ocultar a la comunidad el modo en que sus jueces deciden hechos de pública repercusión; si la publicidad de los actos de gobierno y la consecuente transparencia en los procedimientos son satisfechas por medio de acuerdos que dejan latente un estado de sospecha sobre el favoritismo y la falta de independencia del Poder Judicial y del Ministerio Público; si, por último, es justificado adoptar un instituto con fundamento en las estadísticas supuestamente insuperables de los tribunales cuando, de un lado, dicha circunstancia es puesta en tela de juicio y, del otro, nuestra sociedad parece inclinarse por un decidido activismo de sus magistrados en procesos de pública difusión antes que por estadísticas ejemplares logradas al amparo de convertir al Poder Judicial en un mero espectador de acuerdos incausados que retacean los derechos del querellante damnificado y, con mayor énfasis, la participación ciudadana y la fe en el Poder Judicial.

En definitiva, nos encontramos frente a un instituto que en el hoy es derecho vigente y que invita a profundas reflexiones que seguramente nos permitirán un cauce adecuado para desandar los desafíos actuales que nos presenta desde las diferentes visiones señaladas.

El otro gran tema de nuestra convocatoria está dado por el juicio por jurados. Contamos con la certeza de que los expositores que prestigian este seminario han abordado el estudio de este instituto con una profundidad como la que claramente surge de la lectura de sus obras, dejando un estrecho margen para el aporte de elementos referentes a los aspectos históricos y normativos, pero invitando a un debate que, en mi caso, aguardo con particular interés.

Sé que las llamadas palabras de apertura se limitan generalmente a una breve presentación como la que he realizado con respecto a la autocomposición en el proceso penal. Empero, y esto vale como un reconocimiento para las autoridades organizadoras, no he podido sustraerme a la importancia del intercambio de ideas que generará el examen del juicio por jurados y su situación en la República Argentina, por lo que aprovecharé esta oportunidad para hacerlos partícipes de unas reflexiones liminares sobre la trascendente cuestión que nos convoca.

Comenzaré por señalar un elemento que, seguramente, a quienes participan de este encuentro los orientará sobre cuál ha sido mi concepción con respecto al juicio por jurados. Tuve el honor de haber cursado derecho procesal penal en la Universidad Nacional de Córdoba con dos ilustres juristas cuya calidad humana, conocimientos científicos y excelencia como docentes han marcado una huella en mi formación académica que me acompañará por siempre y que, con referencia al instituto que examinamos en este seminario, tenían una posición claramente definida y defendida con pasión desde la cátedra y desde sus obras.

Los doctores Vélez Mariconde y Clariá Olmedo descreían con severa convicción del juicio por jurados, con apoyo en conocidos argumentos de hermenéutica constitucional fundados en la tácita derogación del texto generada por la constitución real y la falta de cumplimiento del recaudo de idoneidad exigido por el art. 16 de la Ley Suprema; de orden cultural y sociológico –como la escasa formación de los jurados y la falta de arraigo del instituto en nuestro acervo consuetudinario–; y de considerar los resultados de su actuación en punto a la influencia que se ejerce sobre los jurados, a la consecuente falibilidad de los veredictos y a la falta de un control judicial suficiente sobre tales decisiones.

Adentrarse en el estudio del juicio por jurados en nuestra República, y por expresarlo de un modo eufemístico, en su evolución desde las épocas posteriores a Mayo hasta la actualidad, invita apasionadamente a encontrarse con una situación que no dudo en calificar de paradójica, pues está enmarcada en una coherente línea de silencios, dogmas y contradicciones como escasas instituciones de nuestro derecho pueden exhibir.

Esta historia atípica comienza desde los albores de la independencia, pues el juicio por jurados fue incluido en las Constituciones de 1819 y 1826, bien que con una característica que lo acompañará continuamente como un sello indeleble que despierta toda clase de conjeturas. En las asambleas constituyentes que aprobaron la incorporación de este instituto no se registra debate alguno ni expresión de los fundamentos que sostuvieron los textos, a pesar de que las circunstancias históricas e institucionales harían sospechar todo lo contrario en la medida en que el juicio por jurados era extraño a las reglamentaciones vigentes en la época colonial y, por lo tanto, pareciera de la mayor razonabilidad que los constituyentes expresaran los fundamentos que sostenían la significativa innovación que incorporaban para el juzgamiento de los delitos.

Ciertamente, las sorpresas no se detienen allí. Soslayado en el proyecto que Alberdi acompañó a Las Bases, el juicio por jurados renace prolíficamente en la Constitución sancionada en 1853, al aprobarse sin tratamiento el proyecto de la Comisión de Negocios Constitucionales elaborado en base al anteproyecto o esbozo ideado por el eximio constituyente y jurista Don José Benjamín Gorostiaga, en el cual para no dejar lugar a la duda sobre el sitial emblemático que le corresponde al juicio por jurados en la organización institucional de la República, es contemplado no sólo en la parte orgánica de la Constitución cuando se precisan las facultades del Congreso de la Nación (art. 67, inc. 11) y la naturaleza de la actuación del Poder Judicial en el juzgamiento de los delitos (art. 102), sino que además –y con el énfasis que ha resaltado Joaquín V. González– en la parte dogmática regulatoria de las declaraciones, derechos y garantías, como un implícito pero inequívoco instrumento garantista en favor de los ciudadanos. No deja de ser sugestivo que a pesar de haber tenido una generosa oportunidad de explayarse sobre este instituto, el informe de la Comisión de Negocios Constitucionales mantuvo un silencio absoluto sobre el tema y los constituyentes dejaron pasar las tres disposiciones en juego sin exponer las razones que, malgrado los aislados regímenes sancionados en pocas provincias, carecía de arraigo en nuestra organización jurídica e institucional y, por ende, representaba una trascendente innovación para la administración de justicia.

La milimétrica revisión de 1860 efectuada por la Provincia de Buenos Aires que se materializó en la reforma constitucional de ese año, dejó al margen de toda controversia el juicio por jurados previsto en el texto de 1853; como una constante, la comisión soslayó toda referencia al juicio por jurados.

Suprimido por la Constitución de 1949, renació al recobrar vigencia el texto de 1853. La reforma de 1994 brindó una nueva oportunidad para poner la situación en su quicio, pues cabe presumir que los legisladores que declararon la necesidad de la reforma mediante la ley 24.309 (Adla, LIV-A, 89) eran conocedores tanto de la omisión legislativa en reglamentar el juicio por jurados como de los precedentes de la Corte Suprema sobre esta materia. No obstante, el núcleo de coincidencias básicas en cuanto a las modificaciones sometidas a la Convención Constituyente (art. 2º) y los temas habilitados para su debate (art. 3º), demuestran una total prescindencia de interés en resolver la situación del juicio por jurados, bien entendido que el consecuente silencio de los constituyentes al respecto no pueden linealmente interpretarse como una ostensible declaración de implementar inmediatamente este sistema de juzgamiento, en la medida en que este argumento debería superar el escollo dado por el preciso límite objetivo puesto a la convención por el art. 4º de la ley y por la doctrina resultante de recientes decisiones de la Corte Suprema en cuanto al infranqueable ámbito de competencias que la ley declaratoria de necesidad de la reforma impone a la convención depositaria del poder constituyente derivado.

Desde una visión sociológica fundada en el tratamiento jurisdiccional dado a los tres textos constitucionales aludidos, el enjuiciamiento por jurados nos enfrenta –una vez más– a una situación que no parece avenirse al ideario de los constituyentes de 1853 y al contundente mandato que legaron al legislador, que impusieron al Poder Judicial y que garantizaron a los ciudadanos.

Ante una defensa de falta de acción opuesta por un procesado con apoyo en que la Constitución le asegura que sólo podía ser acusado ante el jurado, la Corte Suprema resolvió el 7 de octubre de 1911 que la Carta Magna no impuso al Congreso el deber de proceder inmediatamente al establecimiento del juicio por jurados, al igual que no impuso término perentorio para la reforma de la legislación. El Alto Tribunal agregó otra reflexión de mayor significación, puntualizando que del art. 102 no se desprende que la creación del jurado sea obligatoria en la Capital Federal y que, en todo caso, la ley regulatoria de los procedimientos penales (ley 483 –Adla, 1852-1880, 936–) ha aceptado implícitamente las organizaciones judiciales preexistentes (Fallos 115:92).

Dos décadas después, el 22 de marzo de 1932, la Corte reiteró su doctrina ante un planteo similar, pero no en toda su extensión sino sólo con referencia a que no pesaba el deber del Congreso de proceder de inmediato a establecer el juicio por jurados, abandonando el argumento fundado en la no obligatoriedad de la prescripción constitucional (Fallos 165:258). En 1947, la Corte continuó manteniendo su doctrina de la no inmediatez del mandato constitucional dado al legislador (Fallos 208:21 y 225 –La Ley, 47-3; 48-159–).

La primera consideración que me sugiere esta situación no tiene que ver con la interpretación de la Constitución, sino con el tiempo transcurrido para que por vez primera se planteara la cuestión en sede el máximo Tribunal. Si como ha enseñado Joaquín V. González el jurado ha sido establecido como un medio protector de los derechos y garantías de los ciudadanos, qué explicación podrá encontrarse a las cinco décadas transcurridas sin peticiones de parte tendientes a hacer valer un instituto que tan enfáticamente contempla la Ley Suprema. Los sociólogos tendrán un campo fértil en esta investigación, pero –cualquiera que fuesen las conclusiones que se obtengan– no puede ser pasado por alto que desde el comienzo de su funcionamiento la Corte fue puesta a prueba en la interpretación de cláusulas constitucionales de la más diversa naturaleza y complejidad, como los derechos derivados de una revolución, sistema de gobierno y sus fuentes, valor de los actos públicos provinciales, expropiación, poder de policía, principio de legalidad, supremacía del derecho federal, separación de poderes, control de constitucionalidad, cláusula comercial, libertad de prensa, poderes municipales, estado de sitio, poderes de guerra, etc., muchas de las cuales eran de menor énfasis que el juicio por jurados que, sorprendentemente, permaneció olvidado en la constitución escrita sin hacerse derecho vivo en la realidad de las instituciones y de las garantías de los litigantes.

Desde el otro punto de vista, si bien la Corte ulteriormente no reiteró el argumento de la no obligatoriedad de las normas constitucionales, parece claro que no fue suficientemente ahondada la extensión de la regla reconocida de la “no inmediatez” y que, por el contrario, fue repetida dogmáticamente en los fallos posteriores, pues si bien podría aceptarse –reitero que afirmo “podría”– dicha proposición en 1911, el Tribunal debería haber fundado la razón por la cual consideró 35 años después que aquella regla hermenéutica debía ser mantenida. De no ser así y si se reiterara periódicamente la primer conclusión, la no inmediatez terminaría convirtiéndose, aún sin reconocerlo lingüísticamente, en la no obligatoriedad que el propio Tribunal descartó en sus pronunciamientos posteriores a 1911. Sólo como una pauta indicativa sobre la menor importancia que el Tribunal parece haberle asignado a la cuestión, cabe resaltar que en 1947 se remitió derechamente a los precedentes sin agregar ninguna otra consideración como si se tratara de una de las denominadas cuestiones constitucionales “insubstanciales” y que en la publicación oficial de Fallos realizada entonces por los Secretarios del Tribunal, la doctrina aparece en un mero sumario sin constar el texto completo de la sentencia como habitualmente se realiza, por lo menos, con las decisiones de regular trascendencia.

Esta historia, como adelanté, no sólo está construida sobre el silencio de los constituyentes y sobre el resultado de la interpretación de la justicia constitucional, elevado –por su reiteración– a la categoría de dogma, sino por la contradicción que he observado en la actuación de quienes, en cierta medida, tienen una cuota de responsabilidad institucional en la situación paradójica que nos viene exhibiendo desde su partida de nacimiento el juicio por jurados.

En primer lugar me referiré a uno de los padres de nuestra Constitución, esclarecido jurista y profundo conocedor –y admirador sin retaceos– del sistema constitucional norteamericano. El doctor José Benjamín Gorostiaga es fundadamente sindicado –dada su intervención en la Comisión de Negocios Constitucionales y miembro informante del proyecto ante el Congreso– como el autor de mayor protagonismo en la redacción de la parte orgánica de nuestra Carta Magna, al extremo de que el texto sancionado siguió casi literalmente el anteproyecto que había elaborado, en el cual dos disposiciones –que ya hemos citado– contemplaban expresamente el juicio por jurados.

En cuanto a la fuente de los textos, más allá de la similitud que los autores de la doctrina han señalado con relación a la constitución venezolana, Gorostiaga admitió que “…el proyecto está vaciado en el molde de la Constitución de Estados Unidos de América, único modelo de verdadera federación que existe en el mundo”. La discordancia en el pensamiento y actuación de este constituyente queda patentizada cuando, diez años más tarde, tomó intervención como diputado nacional en el debate parlamentario de la ley 50 (Adla, 1852-1880, 391) –de procedimientos de los tribunales nacionales, en lo civil y criminal y reconocida por los legisladores como reglamentaria de la Constitución Nacional–, oportunidad en la cual ante un proyecto para las causas criminales que sólo atribuía facultades decisorias en cabeza de un juez (Título XXX, art. 362) prescindiendo abiertamente de las disposiciones constitucionales atinentes al juicio por jurados, ninguna objeción fue presentada por el –en dicha oportunidad– legislador y mereció la aprobación del cuerpo culminando con la vigencia de dicho procedimiento supuestamente infractor de la Carta Magna que se pretendía reglamentar.

Similar es la discordancia que presenta la actuación pública del doctor Salvador María del Carril. También constituyente, contribuyó con su intervención para la introducción del juicio por jurados en nuestro sistema judicial; en cambio, cuando fue nombrado juez de la primera Corte Suprema en 1863 redactó, junto con el resto de los magistrados, el proyecto de la ley 50 citada con anterioridad, que desconoció el mandato constitucional que había votado favorablemente en el Congreso de 1853. Empero, las vicisitudes del doctor Del Carril no culminaron allí, pues la sorpresa no puede ser mayor cuando en su trabajo sobre “El jurado” –de 1866– pareció olvidar su proyecto de ley que había redactado tres años antes, pues se interrogaba sobre las causas que influyeron para que la institución del jurado, recomendada por nuestros constituyentes, no haya sido establecido en ningún punto de la República, concluyendo que, precisamente, la falta de costumbres democráticas y la indiferencia por la cosa pública que se observaban en el país, constituían una razón de mayor importancia para que nos apresuremos a ponerlo en práctica.

Por último y en el mismo sentido, no puede pasarse por alto la actuación de los legisladores que sancionaron la ley 24.309 que dio lugar a la reciente reforma constitucional. Pues si no consideraron apropiado, por las circunstancias que es de suponer habrán evaluado, ordenar que la Convención Constituyente debatiera sobre la supresión de los tres textos constitucionales que contemplan el juicio por jurados, ello lleva a concluir que su voluntad política fue que la vigencia del instituto debía ser preservada como un instrumento eficaz –de raigambre constitucional– en la administración de justicia. Sin embargo, dicha proposición no ha sido respaldada por la posterior actividad legislativa, en la cual no aparece considerado por las cámaras ningún proyecto de ley reglamentario del mandato constitucional que quisieron preservar.

No quiero concluir esta comunicación sin antes invitar a que reflexionemos, además de los aspectos eminentemente técnicos del juicio por jurados como son sus diferentes modelos y los beneficios que resultarían de utilizar unos u otros, en el paso previo de insoslayable cumplimiento como condición necesaria para abordar dichas cuestiones, si se quiere, de índole reglamentaria. Me estoy refiriendo, sin eufemismos, a que consideremos la conveniencia política y jurídica del juicio por jurados, pues sólo si llegamos a una conclusión afirmativa podremos comenzar a movilizar los resortes institucionales que permitan instaurar un debate en la opinión pública, en los operadores jurídicos y en los poderes públicos que concluya con la sanción de los instrumentos necesarios para la puesta en funcionamiento de este añejo y olvidado instituto.

Y reitero que el punto de partida pasa por demostrar la utilidad de este sistema de juzgamiento, porque nuestra sociedad está demandando el mejoramiento del Poder Judicial, pero no necesariamente la instalación de este instituto, el cual es ignorado en cuanto a sus resultados y que tampoco lo ha sido identificado por la ciudadanía como un procedimiento insustituible en la tutela de sus derechos y garantías personales, sociales y políticas.

Tal vez por este sendero podrá encontrarse alguna explicación a los 140 años de inactividad legislativa y, esencialmente, de silencio en la opinión pública. En cambio, el jurado fue altamente considerado y popular en Inglaterra en las disputas con los reyes Estuardo ocurridas en el siglo XVII, pues sirvió como control sobre los jueces reales que seguían las órdenes de la Corona, siendo emblemático el caso en el cual los jurados prefirieron ir presos antes de condenar a William Penn por ser quákero. En las colonias americanas ocurrió un fenómeno semejante en cuanto a la defensa a ultranza de la institución del jury, pues durante el siglo XVIII los jurados solían hacer frente con sus veredictos a las precisas y condicionadas instrucciones de los jueces, que estaban controlados por el hostil gobierno británico.

De ahí, que la recepción del juicio por jurados en la Constitución Americana de 1787 configuró la legitimación de un instrumento que enarbolaba la tutela de las garantías de los ciudadanos, que consideraban que la seguridad de sus vidas, de sus propiedades y de su libertad sólo se encontraban a resguardo si eran juzgados por su pares, quienes les aseguraban total imparcialidad según lo habían demostrado con la mayor valentía con anterioridad a la independencia. La incipiente República Argentina de 1853 carecía por completo de la tradición cultural americana que dotó al jurado de un áurea místico, al extremo de que Jefferson lo consideraba de mayor importancia que las elecciones, lo cual impidió –entre otras razones– para que la incorporación constitucional del instituto bastara para generar un cambio de la mentalidad imperante y, en consecuencia, de los comportamientos necesarios para implementarlo en sustitución de los procedimientos aplicados sobre la base de la legislación española.

Si examinamos el debate parlamentario de la ley 50 de enjuiciamiento, reglamentaria de la Constitución según reconocieron concordemente los jueces de la Corte Suprema que la proyectaron y los legisladores que la sancionaron, observaremos que ello es indudablemente así aunque el debate que traigo a cuento –del 31 de julio de 1863– no se vinculó con el juicio por jurados sino con la posibilidad de demandar a la Nación. A las palabras del ex-constituyente, y entonces diputado, Gorostiaga, que ahora sin medias tintas, como las que había utilizado cuando fue miembro informante en 1853, reconoció en dos oportunidades que nuestra Ley Suprema no es una imitación sino que directamente ha copiado la organización del Poder Judicial del Gobierno Federal establecido por la Constitución Americana de 1787, contestó sabiamente el diputado Mármol sosteniendo que aunque nuestras instituciones están moldeadas en las de los Estados Unidos, los hombres que las ejecutan no son moldeados allí, pues nosotros imitamos las leyes federales pero no imitamos a los hombres federales.

Creo que para abordar el análisis que estoy proponiendo, es de suma utilidad tomar en consideración cuál es el fenómeno que, precisamente, está ocurriendo en Estados Unidos con respecto al juicio por jurados. Abramson –autor de lectura obligatoria en el tema y de inclaudicable inclinación pro juradista– sostiene en su obra “Nosotros, el jurado. El sistema de jurados y la idea de democracia”, que si bien son pocos los que abogan por la abolición del sistema, muchos otros están en favor de seguir el modelo inglés de restringir los tipos de casos en los que debe haber jurado. Agrega que la violencia que dejó treinta muertos a raíz del primer juicio con jurados seguido contra los policías blancos acusados de golpiza contra el afro-americano Rodney King en 1991, es elocuente sobre la pérdida de fe en el jurado. Por mi parte, y dado que esta obra fue escrita en 1994, incorporaría a la lista de casos emblemáticos de veredictos controversiales, a los de O. J. Simpson que fue declarado no culpable por un jurado con una composición ampliamente mayoritaria de personas de raza negra que deliberó sólo cuatro horas a pesar del volumen y complejidad de la evidencia, y el de Lorena Bobbit cuyo veredicto si bien pareció responder a pautas sociológicas de justicia no podría predicarse igual adecuación con respecto a las normas legales.

Abramson nos ilustra sobre varias razones que contribuyen a generar cierto escepticismo en el pueblo norteamericano con respecto al instituto, que son de sumo interés que examinemos para aprovechar esta experiencia y, de este modo, evitar caer en una situación exactamente inversa a la de 1853, cuando copiamos la constitución americana pero no la voluntad política de hacerla cumplir, generando ahora una demanda social e institucional de un sistema cuya reformulación está siendo debatida.

El primer punto que ha destacado se funda en que la justicia requiere distancia e impermeabilidad que la protejan de la presión para hacer lo que sea más popular, pues ésta es la razón de ser de que los jueces federales son designados y no elegidos mediante una votación electiva, y se les da el cargo en forma vitalicia. La perspectiva democrática del jurado –agrega este autor– insiste en que lo que se busca es justicia popular, la “conciencia de la comunidad”, pero no siempre la justicia es popular, como tampoco la conciencia de la comunidad es pura, existiendo una tendencia en los jurados de hoy en día a sustituir el imperio de la ley (“rule of law”), por el imperio de la gente (“rule of people”).

De mi lado, pienso que lo afirmado es exacto como observación de la realidad pero no como crítica superable, pues si se cuestionan las apreciaciones que llevan a cabo los jurados por su condición de ciudadanos, en definitiva se está postulando abandonar el sistema.

La historia es rica en decisiones que han sido cuestionadas. Sócrates fue acusado de no creer en la religión del Estado y de corromper a la juventud enseñándola a no reconocer a los dioses de la República; fue condenado a muerte por la asamblea de atenienses tal como lúcidamente lo había previsto en su alegato de defensa cuando, por conocer las ortodoxias de sus tiempos, aconsejó a los ciudadanos que lo estaban juzgando “No os enfadéis conmigo porque os diga las verdades, pero no hay hombre que pueda salir salvo ni con vosotros ni con ningún otro pueblo reunido en asamblea, si se opone noblemente a que se cometan muchas injusticias e ilegalidades en la República” (Platón en “Apología de Sócrates”). Alexis de Tocqueville nos narra en “La democracia en América” un suceso ocurrido en Baltimore en 1812, en el cual un periodista que había escrito notas contra la guerra que entonces se estaba llevando a cabo y que era una causa popular, indignó al pueblo que reaccionó violentamente dando muerte a aquél; a pesar de las evidencias de culpabilidad, los autores fueron absueltos por el jurado.

Empero, el jurado también tuteló con sus veredictos a los colonos norteamericanos frente a los jueces de la corona; protegió a los esclavos fugitivos de los estados del sur y a los abolicionistas que los ayudaban a escapar de la esclavitud; amparó a los comunistas contra la persecución lanzada en este siglo desde Washington. En definitiva y a pesar de las defecciones mencionadas, el jurado exhibió en reiteradas ocasiones un coraje en la protección de los disidentes de las ortodoxias imperantes en un determinado momento que, previsiblemente, jamás hubieran tenido jueces designados por las autoridades.

Ello demuestra que ninguna otra institución de gobierno puede competir con el jurado, en el hecho de poner el poder tan directamente en las manos de los ciudadanos, que de un día para el otro viven el drama de ser héroes a convertirse en villanos. La proposición que deberíamos replantearnos, aunque excede el ámbito de nuestros conocimientos y concierne con mayor propiedad a la psicología social, es si este sistema permite a los jurados expedir sus veredictos con base exclusiva en las evidencias del proceso frente a la influencia que hoy en día ejercen sobre la opinión pública los medios masivos de comunicación.

Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa desde la visión del periodismo y el doctor Carlos Fayt, prestigioso ministro decano de nuestra Corte Suprema, en su obra “La omnipotencia de la prensa”, nos han ilustrado suficientemente sobre los efectos que produce en la sociedad el bombardeo informativo. Coinciden, sustancialmente, en que la realidad real ya no existe, ha sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de publicidad y los grandes medios audiovisuales; lo que se conoce con la etiqueta de “información” es un material que, en realidad, cumple una función esencialmente opuesta a la de informarnos sobre lo que ocurre en nuestro derredor, pues suplanta y vuelve inútil el mundo real de los hechos y las acciones objetivas al sustituirlas por las versiones clónicas de éstos, que llegan a nosotros a través de las pantallas de la televisión, seleccionadas por los comentarios de los profesionales de los medios, las que en nuestra época hacen las veces de lo que antes se conocía como realidad histórica.

El escritor peruano agrega que las ocurrencias del mundo real ya que no pueden ser objetivas; nacen socavadas en su verdad y consistencia ontológica por ese virus disolvente que es su proyección en las imágenes manipuladas y falsificadas de la realidad virtual, las únicas admisibles y comprensibles para una humanidad domesticada por la fantasía mediática en la cual nacemos, vivimos y morimos. Además de abolir la historia, las “noticias” televisivas aniquilan también el tiempo, pues matan toda perspectiva crítica sobre lo que ocurre; el vertiginoso proceso de desnaturalización de lo existente ha desembocado, pura y simplemente, en su evaporación y reemplazo por la verdad de la ficción mediática.

Frente a esta situación, en que un hecho de público conocimiento es dado a conocer por los medios en las ediciones matinales destacando –desde un primer momento– un estado de sospecha en cuanto a sus responsables, los cuales ya son drásticamente acusados por los fiscales del aire y de la tinta al comenzar la tarde y son pasibles de la más severa e irrevocable condena –la social– en los noticiarios televisivos de las primeras horas de la noche, la pregunta pasa por develar cuál es el espacio de autonomía que resta a los ciudadanos para juzgar objetivamente los hechos investigados en un proceso judicial. Creo que los ocho meses que los jurados de la causa Simpson pasaron recluidos en un hotel son una muestra elocuente de los medios a los cuales debe recurrirse para mitigar, cuando menos, los perniciosos efectos que he puntualizado.

Sobre esta base de captación del juicio de valor sobre la realidad, no sería aventurado predecir que las decisiones que hubieran tomado los jurados en resonantes casos ocurridos en la República Argentina hubiesen reconocido como sustento la concorde posición adoptada por los medios de comunicación, antes que el apego a las pruebas producidas en la causa y a las leyes vigentes. Cabe recordar, por su cercanía y por la conmoción pública que originó, la cadena de solidaridad formada en favor de Gabriela Oswald tendiente a impedir la restitución de su pequeña hija al domicilio conyugal en Canadá para que tomen intervención los tribunales competentes según los tratados internacionales, que, inclusive, movilizó a la población al Palacio de Justicia para impedir el cumplimiento de la sentencia dictada por la Corte Suprema.

A lo expresado sobre la objetividad del sistema de jurados, Abramson ha agregado que actualmente se ha profundizado hasta límites atemorizantes la brecha existente entre la complejidad del procedimiento moderno y la calificación intelectual de los jurados; éstos raramente entienden el testimonio experto –los peritajes– en un juicio antitrust, de mala praxis médica, de competencia desleal o de vicios de un producto elaborado en serie; tampoco conocen el derecho, por lo que para comprender las instrucciones legales dadas por el juez, que en un caso que he tomado conocimiento entre dos tabacaleras alcanzaron 81 páginas para examinar 108 cuerpos de evidencias, deben hacer un curso acelerado sobre la materia controvertida. El eje de la solución del caso controvertido no pasa entonces por las cuestiones técnicas abordadas, sino por las emociones, perjuicios y simpatías de los jurados.

Por último, nos queda en pie verificar qué es lo que sucede con la búsqueda de jurados representativos, pues en ciertos casos termina hundiendo la selección de los jurados en cuestiones de balance demográfico, dando la impresión de que la justicia depende en forma precaria de la raza, sexo, religión o incluso el origen nacional de sus miembros. El mensaje del “corte transversal” o sección representativa de la población, es que diferentes grupos de personas tienen diferentes perspectivas sobre la justicia, lo cual –a su vez– llevaría a la proposición de que los juicios son ganados o perdidos no sobre la base de la evidencia, sino con apoyo en quienes componen el jurado. Los veredictos serían entonces, notoriamente impredecibles, arbitrarios, contradictorios con otros para situaciones de igualdad intrínseca; valga como ejemplo de esta situación dos procesos seguidos contra la Ford Motor Company por compensación de los daños causados por defectos del auto Bronco II, en uno de los cuales el fabricante fue considerado responsable en 1992 y condenado a pagar U$S 7.000.000 al damnificado por un jurado de Arkansas, mientras que en el otro –un año después– obtuvo un fallo favorable por un jurado de San Louis que lo absolvió de toda responsabilidad.

Nada tiene de casual que durante la etapa de selección de los jurados, las personas más importantes donde sesiona el tribunal sean los “Consultores en temas de jurados”, que brindan una asistencia cuasi científica a los abogados para la manipulación del jurado, para la cual cuentan con estudios estadísticos, investigaciones, vigilancias y perfiles psicológicos que tratan de predecir cómo votarían los potenciales jurados en base a ciertos indicadores, como raza, edad, ingresos, sexo, posición social, estado civil, historia personal y hasta tipo de automotor que conducen.

Como reflexión final de esta comunicación dirigida a todos los participantes y expositores de este transcendente encuentro, invito a considerar un último aspecto –transcendente en mi visión– que substancialmente coincide con el que puntualicé a propósito del proceso penal abreviado.

Conocemos como ciudadanos y como hombres que, de un modo u otro, participamos en los resultados que genera la actuación del Poder Judicial, que la sociedad está demandando, a partir de una posición altamente crítica del rol de la justicia, un profundo cambio en la actuación de este Poder del Estado, que no necesariamente pasa por lo institucional, sino –esencialmente– por vislumbrar que los jueces son el baluarte en la defensa de los derechos de los ciudadanos frente al Estado y a los poderosos, demostrando transparencia en sus conductas, independencia en sus decisiones y ejecutividad en el ejercicio de la función. De ahí, que tendríamos que sopesar con la mayor prudencia si la solución de implantar el sistema de jurados para el enjuiciamiento de los delitos, no sería percibido por nuestra sociedad como una solución de corte facilista tomada al amparo de eludir las responsabilidades institucionales que pesan hoy en día sobre el Poder Judicial, que para no tolerar su falta de prestigio ni afrontar el desafío que impone el mejoramiento del sistema, se desentiende de las funciones que viene ejerciendo indelegablemente desde 1853 y las transfiere –sin consenso de ninguna naturaleza– a los ciudadanos para que éstos tomen a su cargo una situación a la que son ajenos y que ha sido incapaz de resolver el Poder Judicial.

En suma, nos encontramos frente a una temática polifacética que exige nuestro compromiso de abordarla con la mayor profundidad mediante el siempre fecundo intercambio de ideas. Dejar de lado apriorísticamante el aporte que puede significar el juicio por jurados para la consolidación y el perfeccionamiento de la República y del sistema democrático importaría una indisimulable renuncia de la tarea primordial que nos corresponde como hombres y mujeres del derecho. Sobre las consecuencias que pueden derivarse de actitudes semejantes previno Ihering en “La Lucha por el Derecho”, al señalar que en tales circunstancias “la lucha por la ley se trueca en un combate contra ella”, añadiendo que “el sentimiento del derecho, abandonado por el poder que debía protegerlo, libre y dueño de sí mismo, busca entonces los medios para obtener la satisfacción que se le niega”. Nuestro objetivo es, pues, permitir que la demanda que enfrentamos en el presente sea exclusivamente canalizada por el Estado de Derecho.

De ahí, pues, la importancia de este encuentro que nos da la oportunidad para reflexionar, intercambiar ideas y perfeccionar el juicio por jurados, en la inteligencia del relevante aporte que puede eficazmente efectuar para contribuir a superar –como instrumento de origen democrático en su más genuina expresión– las falencias que –nadie lo ignora– presenta la administración de justicia y el marcado escepticismo que la ciudadanía exhibe frente al Poder Judicial. La transcendencia de este instituto radica, precisamente, en que se presenta como un medio de activa participación ciudadana en el ejercicio de una de las funciones esenciales del Estado; esta circunstancia nos compromete al máximo esfuerzo, para tratar de ejecutar uno de los legados expresamente declarados por nuestros constituyentes en los tiempos de la unión nacional, que es el de afianzar la justicia.

Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723).

(A)  (*)Sobre la base de lo expresado en la Comunicación de Apertura del I Seminario Internacional de Derecho Procesal Penal USA’97.

(AA)  (**)Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina.

DISCURSO DE APERTURA MERCOSUR.

“Discurso de Apertura Primer Encuentro de Jueces Federales Argentinos y Brasileños en el ámbito del Mercosur”
Dr. Julio Salvador Nazareno
27-06-01
-con la participación de delegaciones del Paraguay y Uruguay1
En primer lugar quiero expresar mi agradecimiento por el honor que se me ha conferido de pronunciar las palabras de apertura de estas jornadas, dirigidas a profundizar el conocimiento del ejercicio de las funciones jurisdiccionales en el Mercosur. Creo que es oportuno, en esta ocasión, recordar también otro
encuentro de jueces del Mercosur que se realizó en Buenos Aires, diez años atrás. Fue en agosto de 1991 cuando los presidentes de las Cortes Supremas de los países del Cono Sur se reunieron por primera vez en esta ciudad. Al concluir dicha reunión ellos recomendaron:
“Que la futura complementación del Tratado Marco
de Asunción establezca un sistema Institucional que permita el
desarrollo de las políticas de integración bajo un orden normativo
que garantice la seguridad jurídica y la aplicación uniforme del
derecho comunitario por un tribunal Independiente.”
Ha pasado un década. Si el Mercosur era entonces una aspiración, que despertaba muchas expectativas, diez años después es una realidad viva, joven y dinámica que se manifiesta por el incremento del intercambio comercial, dentro y fuera del bloque; por la necesidad de que los Estados que lo componen consulten y expliquen a sus socios, sin tapujos, acerca de las medidas macroeconómicas que han de decidir y que influyen sobre el decide modificar su política económica. Pero esto no se ha limitado al terreno del comercio, la integración se manifiesta también por el incesante flujo de empresarios; funcionarios; expertos; representantes de entidades sectoriales; personalidades del ámbito científico y académico, que circulan entre los países del bloque, no sólo para promover el conocimiento recíproco sino también para plantear, debatir y resolver problemas que interesan a los países del Mercosur.
En la década que transcurrió desde que los presidentes de la Cortes Supremas del área hicieron aquella recomendación el interés que despierta el Mercosur -dentro y fuera del bloque- fue en constante crecimiento. Innumerables han sido los eventos realizados para conocer -desde los planos más diversos- no solamente aquellos asuntos que son de interés común, sino también las particularidades que en todas las áreas del quehacer tienen nuestros países. Incontables han sido las publicaciones y estudios referidos al Mercosur, que se han efectuado en el decenio que ha pasado desde 1991. El dinamismo del Mercosur se pone de manifiesto también por el creciente interés que ha despertado el conocimiento de la lengua y la cultura de los países que han decidido asociarse. Los últimos diez años muestran un notable incremento del intercambio
cultural entre los países del área, que se caracteriza por la permanente realización de eventos de todo tipo y la difusión de la enseñanza de idiomas y se acentúa por el continuo flujo de turistas es, quizás, el ámbito en el cual la integración, por espontánea, se vuelve más genuina, profunda y duradera. Es que la integración no es solamente un proceso concebido por teóricos, proclamado por profetas y establecido por dirigentes. La integración es un proceso que compromete y entusiasma a los pueblos.
Como decía Alberdi: “Nuestros Estados …Hoy son llamados a ser comerciantes, para ganar la fortuna que no tienen. El peor de los tiranos es la pobreza; este enemigo no se bate con soldados, sino con comerciantes y trabajadores. En esta guerra de Industria contra la pobreza, nuestros pertrechos son el dinero, el crédito, la tierra y el trabajo, nuestras armas el arado, la barreta, las máquinas, las letras de cambio, la contabilidad, los caminos y los buques sin cañones; nuestros soldados, el comerciante, el agricultor, el minero, el marino. He aquí la guerra, las armas y los ejércitos que han de salvar la América”.
Esto significa que los cambios verdaderos y profundos, como los que resultan de una integración, sólo puede producirlos la sociedad entera. La tarea de los dirigentes pasa entonces por comprender la necesidad de producir esos cambios y adoptar las medidas necesarias para promoverlos y estimularlos.
La integración es una respuesta que los pueblos dan al fenómeno generalizado de la globalización. Respuesta instintiva, primero, pero que el talento de los dirigentes transformará en una respuesta racional y efectiva contra dicho fenómeno revolucionarios en la tecnología de la información y las comunicaciones, combinados con la necesidad de afrontar en forma coordinada e interdependiente la solución de problemas de la índole más variada -medio ambiente; finanzas; comercio; seguridad
común; terrorismo; tráfico de drogas, etc.- que son comunes a la humanidad, penetra en todos los Estados -desarrollados o no- como un fenómeno creciente, irresistible y omnipresente. La integración regional es la respuesta racional que un conjunto de países opone a la globalización para afrontar, mediante la ampliación de los mercados, la producción en escala y el desarrollo de empresas cada vez más eficientes, las difíciles condiciones que impone una competencia comercial cada vez más exigente.
En el decenio transcurrido desde que los presidentes de las Cortes del Cono Sur formularon aquella recomendación, mucho es lo que ha avanzado el Mercosur.
Ese avance refleja dos cosas, por una parte, la continua y permanente voluntad de sus estados miembros, no obstante las contingencias que han debido padecer, de transitar la senda que lleva hacia la integración.
Aclaro que cuando hablo de contingencias no me refiero sólo a las de carácter económico, sino, especialmente, a aquellas que derivan de la tentación -muchas veces intensa y generada por fuertes presiones internas o externas- de aferrarse a una solución de cortos y parciales beneficios, pero que -a largo plazo- resulta perjudicial
Por otra parte, el crecimiento del Mercosur es demostrativo de la capacidad de reacción que los países que lo componen han sabidooponer a una globalización que, con un estrépito cada vez mayor, golpea constantemente sus puertas. Observo, sin embargo, que el crecimiento y la funcionalidad del Mercosur no han sido armónicos. Mientras en las áreas que he reseñado los cambios han sido profundos, quedan otras, de las que me ocuparé seguidamente, que no pueden exhibir idénticos resultados.
En agosto de 1991 los presidentes de las Cortes Supremas del Cono Sur recomendaban el establecimiento de un sistema institucional, que permitiera desarrollar las políticas de integración dentro de un marco normativo que garantizase la seguridad jurídica y la aplicación del derecho comunitario por un tribunal independiente.
Si junto con Ernest Haas entendemos por integración al “…proceso donde los actores políticos establecidos en varias naciones distintas son persuadidos de cambiar sus lealtades, expectativas y sedes políticas a un centro cuyas Instituciones poseen o demandan jurisdicción sobre los Estados nacionales preexistentes..”, cuyo resultado “…es una nueva comunidad política, superpuesta sobre las otras preexistentes…”, podemos afirmar que los pasos que han dado en este camino los países del Mercosur han sido desparejos. En el curso del último decenio los cuatro países fundadores de ellos hicieron los cambios necesarios para facilitar la realización de un proceso de integración mediante la inserción de normas que, bajo ciertas condiciones, permiten delegar facultades en órganos supranacionales.
La experiencia europea muestra a las claras que un proceso de integración requiere inevitablemente de la supremacía de las normas comunitarias sobre las del derecho interno y que ése es el criterio apropiado si se quiere facilitar la integración.
En el caso de la República Argentina, uno de los dos países -el otro es el Paraguay- que han producido los cambios constitucionales necesarios para dar cabida a los procesos de integración, el constituyente -comprendiendo una exigencia política y social- abrió prudentemente las puertas de nuestro ordenamiento a la supranacionalidad. Cabe recordar que los constituyentes de 1853 -siguiendo la prédica de Alberdi-, desde el Preámbulo de la Constitución abrieron las puertas de la búsqueda del bienestar “a todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”‘, en el artículo 25 convocaron a “los extranjeros que traigan por
objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes”, y, en el artículo 27, impusieron al Gobierno Federal el deber de “afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución”.
7
relaciones exteriores, facultándolo para negociar firmar y concluir
“tratados de paz, de comercio, de navegación, de alianza, de
límites y de neutralidad, concordatos y otras negociaciones
requeridas para el mantenimiento de buenas relaciones con las
potencias extranjeras”; al Congreso le confirieron el control
jurídico y político de estos tratados y a la Corte Suprema y a los
demás tribunales federales, el conocimiento y decisión de las causas
judiciales originadas en su aplicación.
Dueños de una envidiable capacidad previsora nuestros
constituyentes originarios, concibieron a mediados del siglo XIX
instrumentos que mostraron su aptitud para construir, con un alto
grado de avance, un proceso de integración que se proyecta lleno de
expectativas y desafíos en el siglo presente.
Fue mediante el empleo de esos instrumentos que la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, a principios de la década de
1990, en los casos “Ekmekdjián” y “Cafés la Virginia”, atribuyó
a los tratados internacionales jerarquía superior a la de las leyes,
sustituyendo a un dualismo anacrónico y disfuncional.
Es que en materia de integración los tiempos comenzaban a
acelerarse, el Poder Ejecutivo Nacional y el Congreso habían
aprobado normas de derecho internacional convencional, como los
tratados de la ALADI y el Tratado de Asunción, que, llegada la
ocasión, permitirían crear derecho comunitario.
8
Interamericano de la OEA- adecuó las disposiciones de la
Constitución a las necesidades derivadas de un proceso de
integración que venía desarrollándose aceleradamente.
Asignó jerarquía constitucional a los tratados sobre derechos
humanos; estableció la primacía de los tratados internacionales
sobre el derecho infraconstitucional y autorizó la delegación de
competencias legislativas y jurisdiccionales en organizaciones

DISCURSO CONSEJO MAGISTRATURA

En el marco de este sistema político, la Constitución colocó al Poder Judicial como una de las
Autoridades de la Nación, atribuyéndole la función jurisdiccional para resolver -en nombre del Estadolos
conflictos litigiosos que se suscitan en el seno de la comunidad.
Pero también le dio el Poder-Deber de aplicar con preeminencia la Constitución, los Tratados
Internacionales y las leyes de la Nación, otorgándole así el verdadero elemento determinante que define
y tipifica la existencia de un genuino Poder del Estado: el control de legalidad de los actos de los otros
Departamentos del Gobierno Federal establecidos por la Ley Fundamental.
En este contexto institucional, substancialmente diverso del Argentino como lo ha puntualizado la
Academia Nacional del Derecho, surgen los consejos de la Magistratura, como mecanismos que
tuvieron por objeto abrir el camino hacia una efectiva independencia individual de sus jueces y
Tribunales frente a los restantes órganos gubernamentales.
Nuestra Constitución de 1853, en un sólo paso, ya había instituido al Poder Judicial como uno de los
Departamentos del Gobierno Federal, al dotarlo de las atribuciones que hacen a la esencia de dicha
caracterización como lo he subrayado con anterioridad.
La convención reformadora de 1994 creó en la parte orgánica de nuestra Carta Magna, como es sabido,
nuevas instituciones.
– En la sección correspondiente al Poder Legislativo, incorporó a la Auditoria General y al
Defensor del Pueblo.
– En la órbita del Poder Ejecutivo, instituyó al Jefe de Gabinete de Ministros
Sus necesidades edilicias, tecnológicas y de infraestructura en general, más allá de los significativos
avances que se han logrado en los últimos años merced a decisiones tomadas por la Corte Suprema,
pueden continuar hallando progresivo remedio en la asignación de mayores recursos presupuestarios,
reiteradamente reclamados y siempre insuficientemente concedidos.
Pero, aún en este marco sería inadecuado pensar únicamente en resolver las dificultades que hoy, y
desde hace décadas, experimentamos.
Participo de la opinión de que los cambios deben ser más profundos. Basta para sostener esta
afirmación con atenerse a los nuevos rumbos tomados por la Corte Suprema desde que ejerzo la
Presidencia del Tribunal.
-2-
Y de que, seguramente, necesitaremos de nuevas leyes de organización, nuevas normas de
procedimiento y nuevas formas alternativas de para la resolución de conflictos.
Pero también pienso que los magistrados deberemos prepararnos para tales modificaciones y
capacitarnos adecuadamente para desempeñar con eficacia el papel que se nos ha adjudicado.
Considero que muchas de las críticas que recibimos quienes dedicamos nuestra vida a la Justicia, y que
-en ciertas oportunidades- nos parecen injustas o exageradas, las recibimos porque sabemos que el
pueble considera al Poder Judicial como el guardián de sus garantías y, por lo tanto, de ninguna
institución espera – y exige- tanto como de la Justicia.
Reitero. El mayor desafía que enfrenta el Consejo de la Magistratura es el de contribuir al diseño, en la
órbita de su competencia, del Poder Judicial Argentino del futuro.
Y para ello las leyes reglamentarias del Consejo de la Magistratura le han proporcionado un
instrumento fundamental, cuya relevancia me permito destacar especialmente a la consideración de
ustedes: La Escuela Judicial debe acompañar los grandes procesos de cambio que viven las sociedades
contemporáneas, el arribo de nuevas tecnologías; el estudio de enfoques actuales a los conflictos ya
clásicos y, sobremanera, el nuevo diseño institucional originado en los procesos de integración regional
que conocen tanto Europa como América.
He querido que la apertura de este seminario se realice en esta casa, que es de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación que me honra presidir, para poder materializar el entusiasmado recibimiento que
este Tribunal desea darle a a una nueva institución que se incorpora al Poder Judicial de la Nación, para
contribuir en la común tarea de afianzar los valores de la Constitución Nacional.

II CUMBRE IBEROAMERICANA. PARTICIPACION CIUDADANA

“Participación Ciudadana
Comunicación del Dr. Julio S. NAZARENO
\ marzo 1999

II CUMBRE IBEROAMERICANA DE PRESIDENTES DE CORTES Y JUSTICIA
| TRIBUNALES SUPREMOS DE JUSTICIA

La invitación efectuada por las autoridades organizadoras
de la Segunda Cumbre Iberoamericana de Presidentes de Cortes y
Tribunales Superiores de Justicia para que participe de este encuentro
y la delicadeza que tuvieron al asignarme la presentación del
trascendente tema de “Participación ciudadana en los procesos
j u d i c i a l e s ” ,a pesar de la presencia en este encuentro de destacados y
reconocidos j u r i s t a s especializados, me imponen la necesidad de
subrayar la importancia de las cuestiones que han sido seleccionadas
como objeto de estudio, consideración y debate, pues conciernen a un
ámbito directamente vinculado al perfeccionamiento y a la
consolidación de nuestro régimen republicano de gobierno, como lo es
instaurar las instituciones y los procedimientos que sean apropiados
para que el Poder Judicial pueda cumplir eficazmente frente a los
ciudadanos con la expresa función que en forma indelegable, y
enfatizo esta condición, le atribuye la Constitución Nacional.
De este modo, y aquí es donde el marco del encuentro
trasciende al aspecto técnico o normativo, se estará contribuyendo a
satisfacer -aunque fuera en una medida de parcial alcance- la común e
ingente demanda de nuestras sociedades con respecto al mejoramiento
de los resultados que actualmente percibe de la administración de
j u s t i c i a , a la par que permitirá ratificar la creencia en el ideario
democrático y en las instituciones \ que nuestros constituyentes
moldearon para llevar a cabo y preservar dichos principios pétreos,
axiomáticos, de nuestra forma de gobierno y de vida i n s t i t u c i o n a l.
En la búsqueda de plantar diversas alternativas del
modo en que puede canalizarse, de modo directo o en forma mediata,
la p a r t i c i p a c i ó n ciudadana en el marco de los procesos j u d i c i a l e s , se
abordarán distintos institutos que coinciden en la común finalidad de
intentar un fecundo acercamiento de los tantas veces olvidados
habitantes de nuestras tierras en la función institucional de dar a cada
uno de lo suyo, de hacer j u s t i c i a en cada uno de los asuntos cotidianos
que multiplicados por varios miles se presentan en el desarrollo de
nuestras comunidades. La expansión de la legitimación activa en
materia de intereses difusos, el reconocimiento de la figura del
“amicus curiae”, la profundización del uso de los medios no
adversariales para la solución de conflictos, el funcionamiento -en el
ámbito de su competencia- de consejos de la magistratura, y el j u i c io
por j u r a d o s son instrumentos que tienen por finalidad inmediata el
logro de los altos objetivos señalados.
LA RUPTURA DE LOS MOLDES TRADICIONALES
EN MATERIA DE LEGITIMACIÓN ACTIVA
Un tratamiento preeminente merece, por su marcada
trascendencia en la participación ciudadana en los procesos j u d i c i a l e s,
la cuestión atinente a la reformulación de los conceptos históricos en
cuanto a los sujetos legitimados para activar la j u r i s d i c c i ó n de
nuestros tribunales en pleitos contra el Estado o contra corporaciones
productoras de bienes y servicios.
Sin lugar a dudas se trata de una temática extremadamente
delicada y compleja que requiere un tratamiento en grado de suma
prudencia y equilibrio, porque si bien en una primera aproximación
aparecería únicamente comprometido el derecho a la tutela judicial
efectiva, amparado en el art. 18 de la Constitución Argentina y en
numerosos tratados internacionales que protegen derechos humanos –
todos ellos con j e r a r q u í a constitucional a tenor de lo establecido en el
art. 75, inc. 22 ,de nuestra Carta Magna-, cuando se aborda la
determinación de los efectos que se reconocerán a las decisiones
j u r i s d i c c i o n a l e s que se dicten en el marco de tales causas, se observa
que se encuentra igualmente involucrado un pilar central de nuestra
democracias, cual es el principio republicano de la división de
poderes.
Esta prevención sobre la significación institucional de una
materia que, en principio, pareciera configurar un mero tema de
naturaleza adjetiva, está fundada en que mediante el i n s t i t u t o procesal
de la legitimación – q u e en los Estados Unidos de América denominan
“standing to sue”- se evita que los jueces desgasten su poder en la
definición de temas que deben ser resueltos como resultado del debate
p o l í t i c o que se produce tanto en la órbita del Poder Legislativo como
en la del Poder Ejecutivo, como también que se expandan
innecesariamente los procesos j u d i c i a l e s cuando sólo se busca en ellos
un resultado o efecto ideológico_. En tal sentido ha señalado
el j u e z de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Antonin Scalia que
la doctrina j u d i c i a l del standing es un crucial e inseparable elemento
del principio de la división de poderes cuyo desconocimiento
producirá inevitablemente -como lo ha sido durante las últimas
décadas- la sobrejudicialización de los procesos de autogobierno.
Más allá de las discusiones respecto de las denominaciones y
alcance de las distintas categorías de situaciones j u r í d i c a s subjetivas,
en nuestro sistema j u r í d i c o existe un punto de partida que deviene
i n d i s c u t i b l e y que tiene vigencia desde la ley 27 en vigencia desde
1863: de mediar la concurrencia de un caso (entendido este como
controversia o conflicto de intereses o derechos) y un interés digno de
tutela por el ordenamiento j u r í d i c o , el acceso a los órganos j u d i c i a l es
con el objeto de obtener un pronunciamiento que resuelva
definitivamente la cuestión l i t i g i o s a no puede ser negado.
Desde antiguo la j u r i s p r u d e n c i a del más alto tribunal de la
República Argentina ha resuelto que el art. 116 de nuestra
Constitución -semejante a la sección II del art. III de la Ley
fundamental norteamericana- exige para incitar la j u r i s d i c c i ó n de los
t r i b u n a l e s la existencia de un “caso contencioso”, o sea de una
controversia entre partes que afirmen y contradigan sus derechos, la
cual debe ser provocada por parte legítima y en la forma establecida
por las respectivas normas procesales, quedando excluidas las
consultas y las peticiones de declaraciones generales.
La existencia de un caso, causa o asunto presupone la de
“parte”, esto es, la de quien reclama o se defiende y, por ende, la de
quien se beneficia o perjudica con la resolución adoptada al cabo del
proceso.
Como lo ha destacado la Corte norteamericana en “Flast v.
Cohen”_, “al decidir sobre legitimación es necesario determinar si hay
un nexo lógico entre el status afirmado (por el litigante) y el reclamo
que se procura satisfacer”, el cual “resulta esencial para garantizar que
(aquél) sea una parte propia y apropiada que puede invocar el poder
j u d i c i a l federal”. En síntesis, la “parte” debe demostrar la
e x i s t e n c i a de un “interés especial” en el proceso_ o -como lo ha
expresado la Corte Suprema de Justicia de mi país- que los agravios
alegados la afecten de forma , “suficientemente directa”, o
“substancial”, esto es, que posean “suficiente concreción e inmediatez”
a fin de dar lugar a aquél._. Sólo la existencia de
un interés reconocido por el ordenamiento jurídico que reúna los
requisitos antes referidos es lo que da al caso la c a r a c t e r í s t i c a de
“causa” o “controversia” en los términos del citado art. 116 de la
Constitución Nacional. Por tal motivo cualquier incidencia en el
ámbito vital de un sujeto que no esté j u s t i f i c a d a legalmente y siempre
que lo afecte sustancialmente lo habilita para demandar j u d i c i a l m e n t e.
La calidad legitimante de “afectado” a la que venimos
haciendo referencia, modelada por la labor pretoriana de la Corte
Nacional, ha sido consagrada normativamente primero en el año 1966
por el art. 5 de la ley 16.986, que regula el proceso de amparo de los
derechos fundamentales que no sean la libertad, y con posterioridad en
la propia Constitución a partir de la reforma introducida en el año
1994, cuyo art. 43 constitucionaliza dicha garantía j u d i c i a l.
Es interesante destacar que, con sustento en la doctrina
expuesta se ha desconocido la legitimación para accionar a aquellos
sujetos que alegan su condición de simples ciudadanos en tanto tal
carácter es de una generalidad tal que impide tener por configurado un
interés concreto, inmediato y sustancial que permita considerar al
p l e i to como una causa o caso contencioso en los términos de los arts.
116 y 117 de la Constitución. Nacional_.
Tampoco se ha reconocido legitimación a quienes
invocan su condición de legisladores, ya sea para impugnar una ley
cuyo trámite parlamentario se lo considera viciado o cuando el Poder
Ejecutivo dicta un acto que se lo califica de violatorio del p r i n c i p i o de
separación de funciones por invadir el ámbito del l e g i s l a t i v o , pues en
dichos casos se ha entendido que la i n v e s t i d u r a parlamentaria sólo los
h a b i l i t a para actuar como tales en el ámbito del órgano que integran y
con el alcance otorgado a tal función por la Constitución Nacional.
Por lo demás, en esos precedentes los legisladores demandantes no
actuaban en representación del Congreso ni estaban afectados derechos
subjetivos de ellos_. 1 .
Pero la tutela jurídica no se circunscribe únicamente al
sujeto lesionado de modo directo y personal en el disfrute de sus
derechos, pues comprende además un elenco muy variado de
posiciones que la Constitución denomina “derechos de incidencia
6
colectiva”, que son aquellos cuya pertenencia es difusa o corresponde
a un grupo organizado dentro de la sociedad.
Al igual que en otras latitudes, en la Argentina de los
últimos años se viene desarrollando un claro proceso expansivo del
marco de la legitimación , el cual tiende a superar el tradicional
esquema liberal del Estado de Derecho en.que sólo un tipo de interés
social adquiría relevancia jurídica, esto es aquel que consistía
precisamente en la defensa del propio círculo individualizado de
actuación personal.
Indudablemente, fueron factores determinantes de la
s i t u a c i ó n descripta el retorno a fines de 1983 a un régimen
democrático p l u r a l i s t a y p a r t i c i p a t i v o , la p r i v a t i z a c i ó n de los servicios
públicos que revitalizó la figura del usuario-cliente, la necesidad de
instrumentar nuevos cauces procesales frente a situaciones litigiosas
con connotaciones sociales que excedían el esquema típico de nuestro
proceso adversarial, la problemática atinente a la defensa del medio
ambiente, la cual ya no es una preocupación de pocos sino que se ha
generalizado en la sociedad a partir de una toma de conciencia del
carácter irreversible de los daños de la naturaleza indicada y -por
último- la explícita protección constitucional de este tipo de derechos
de titular compartido.
La superación de los estrechos senderos por los que antaño
se desenvolvían las técnicas de acceso a la j u s t i c i a se vio inicialmente
plasmado en numerosas Constituciones y leyes provinciales y en el
orden federal por normas de rango legal. Tal los casos de la ley 24.240
-del mes de octubre de 1993- que sanciona el Estatuto de Defensa del
Consumidor, y en el cual se habilita para accionar a las asociaciones
de consumidores constituidas como personas j u r í d i c a s , de la ley
24.284 de diciembre de 1993, que creé en el ámbito del Poder
Legislativo la institución de la Defensoría del Pueblo, cuyo objetivo
fundamental es la tutela de los derechos e intereses de los individuos y
de la comunidad frente a comportamientos de la Administración
Pública.
En lo atinente a la defensa de la libertad corporal y
ambulatoria, la ley 23.098 de octubre de 1984 autoriza a interponer la
p r e t e n s i ó n de habeas corpus, además de la persona afectada, a
cualquier otra persona a su nombre, sin necesidad de acreditar que está
expresamente apoderada. No obstante la existencia de opiniones
c o n t r a r i a s , no creemos que se trate de un supuesto de acción popular,
sino más bien de un supuesto de legitimación razonablemente
reconocida por el legislador a quien acciona como gestor o
r e p r e s e n t a n t e implícito de un tercero en función de la naturaleza del
derecho lesionado.
También la Corte Suprema de J u s t i c i a cumplió un papel de
suma trascendencia en este movimiento de apertura de la legitimación,
pues en un fallo trascendental en materia de derechos fundamentales –
que inclusive dio lugar a la reforma constitucional de 1994 en cuanto a
la jerarquía de los tratados internacionales por sobre el derecho
interno-, el Tribunal hizo lugar a una demanda en la que el mismo
actor invocaba la existencia de un derecho difuso. Se trataba del caso
“Ekmekdjian c/Sofovich”_, decidido el 7 de j u l i o de 1992, en el cual
el actor alegaba encontrarse lesionado en sus sentimientos religiosos
debido a expresiones agraviantes vertidas en un programa televiso, por
lo que solicitaba que se le permitiera ejercer el derecho de réplica
p r e v i s t o en el art. 14.1 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos, vigente en la Argentina desde setiembre de 1984.
Si bien la Corte Suprema Argentina caracterizó la petición
de respuesta del demandante de derecho subjetivo especial, sostuvo
que el efecto reparador de la réplica alcanzaba al conjunto de quienes
pudieron sentirse con igual intensidad ofendidos por el mismo agravio,
señalando que en “casos como el presente quien replica asume una
suerte de representación colectiva”. Como puede advertirse,
sustancialmente, se trató de lo que los norteamericanos denominan
“acción de clase”.
Un jalón más en este proceso de ensanchamiento de la
legitimación se cumplió a fines del año 1994 con la reforma de la
Constitución Nacional, la cual incorporó al catalogo de derechos
protegidos constitucionalmente a los intereses generales o derechos de
incidencia colectiva, tales como el derecho a un medio ambiente sano
( a r t s . 41 y 43, 2o párrafo), a la protección de los intereses económicos
de los usuarios y consumidores (arts. 42 y 43, 2o párrafo) y reconoció
legitimación para promover la acción de amparo a sujetos
potencialmente diferentes de los afectados en forma directa por el acto
u omisión lesivo de derechos tutelados por la Constitución, los
tratados o una ley. Así lo dispone el art. 43, 2o párrafo, según el cual
podrán interponer la pretensión de amparo en defensa de los derechos
de incidencia colectiva en general el afectado, el defensor del pueblo y
las asociaciones que propendan a esos fines.
Asimismo, el constituyente incorporó en el art. 86 del
texto constitucional la figura del Defensor del Pueblo al cual -más
allá de aún no ha sido dictada una norma suficientemente
reglamentaria y que es sumamente discutible si cuenta con aptitud para
la introducción del control de constitucionalidad- le asignó
legitimación procesal para el cumplimiento de la misión encomendada
que no es otra que la defensa y protección de los derechos humanos y
demás derechos, garantías e intereses tutelados por la Carta Magna,
como así también el control del ejercicio de las funciones
administrativas públicas.
Sin embargo es importante destacar que de la ampliación
constitucional de los sujetos a quienes se reconoce legitimación
procesal para requerir el amparo en defensa de los intereses generales,
no se sigue la automática aptitud para demandar si no se acredita el
cumplimiento de las condiciones antes referidas, necesarias para instar
el ejercicio de la j u r i s d i c c i ó n.
Con tal comprensión y después de verificar que se cumplían
con las condiciones requeridas, en un pleito -fallado en el año 1997-
en el que se impugnaba la validez de un tributo provincial que gravaba
a usuarios de un servicio público, la Corte admitió la legitimación
activa de la Asociación de Grandes Usuarios de Energía E l é c t r i c a de la
República, pues consideró que se trataba de una de las asociaciones
mentadas en el citado precepto constitucional que había sido
organizada para proveer a la defensa de los intereses de sus asociados.
Pero si bien es cierto que el reconocimiento de los
derechos de incidencia colectiva o intereses difusos implican un
importante paso hacia delante en cuando se amplían los márgenes de
expresión del pluralismo real, también lo es que el reconocimiento de
legitimación a entes exponenciales del interés colectivo presenta
nuevos y graves problemas de instrumentación que, por encontrarse en
j u e g o el recordado principio republicano de la división de poderes,
deben ser regulados con la mayor precisión.
Entre otros destacamos seis items que consideramos
fundamentales: 1) ¿cómo se organiza su tutela?; 2) ¿cómo son los
efectos de las sentencias que se dicten en los pleitos en los que estén
en juego derechos de esta índole? 3) ¿cómo se protege el debido
proceso de los titulares del derecho que no han participado en el
proceso y que – i n c l u s i v e – podrían tener una posición opuesta a la de
10
quienes promovieron la acción judicial? 4) ¿cómo se evita la
p o l i t i z a c i ó n o la dominación de grupos empresarios sobre los sujetos
legitimados para la defensa de los derechos de incidencia?; 5) ¿cómo
se remedia la situación producida por decisiones j u d i c i a l e s opuestas?
y, por último, 6) ¿cuáles son los criterios rectores para resolver la
problemática concerniente a los costes del proceso?.
Hasta el momento sólo algunos de estas cuestiones han
sido, aunque en forma inorgánica, intentado ser resueltas por nuestro
derecho.
En suma, el profundo cambio cultural y estructural
producido por el ensanchamiento de la base de la legitimación requiere
de un nuevo ordenamiento procesal susceptible de contenerlo y
c a n a l i z a r l o , para evitar los efectos institucionalmente perniciosos de
que los jueces deban tener la última palabra en materias que la
Constitución nítidamente difiere a la exclusiva apreciación y decisión
de los poderes políticos del Estado.
Este es uno de los desafíos de nuestro tiempo que debemos
seriamente afrontar, pues los j u e c e s no administran ni legislan y deben
contar con una prudente autorestricción cuando las partes les invitan,
bajo el rótulo de un caso j u r i s d i c c i o n a l , a abordar materias que
escapan a su competencia. La función propia de los órganos j u d i c i a l es
es el juzgamiento de conflictos donde se enfrenten partes
genuinamente adversarias planteando una materia que la Constitución
no ha reservado a los exclusivos ámbitos de los Poderes Legislativo y
Ejecutivo .
EL AMICUS CURIAE Y LA TUTELA
DE LOS INTERESES GRUPALES
11
| Uno de los mecanismos destinados a encauzar los vínculos
entre la sociedad y el Estado, cuando este ejerce la función j u d i c i a l , es
la figura del “amicus curiae”, característica del procedimiento
j u d i c i a l en los países anglosajones.
Si bien es cierto que algunos remontan sus orígenes al
Derecho Romano, su difusión actual proviene de los países del
common law. Edward Coke, en las Instituías -que fueron escritas entre
1628 y 1632- afirmaba que amicus curiae era quien, para ayudar al
t r i b u n a l , le suministraba información sobre cuestiones -esencialmente
j u r í d i c a s – en las que el órgano judicial manifestaba dudas o podría
encontrarse equivocado, recordándole precedentes o doctrinas que
resultaban aplicables para decidir con acierto un caso complejo.
En aquellos tiempos de jueces legos y de reducida
divulgación de los aportes de la ciencia jurídica, coincidían la
denominación de la institución -literalmente amicus curiae es “el
amigo del tribunal”- con la función de asistencia j u r í d i c a que este
“amigo” desempeñaba.
Desde entonces hasta ahora, se han producido cambios
e s t r u c t u r a l e s en la sociedad y el Estado que alteraron de un modo
igualmente substancial sus interpelaciones; también sufrió
modificaciones la función del amicus curiae, pero, como suele suceder
y no solamente entre los anglosajones, la institución cambió pero la
denominación se mantuvo.
En los tiempos que corren -y esto sucede desde las
primeras décadas del Siglo XX en el derecho norteamericano- el
amicus curiae sustituyó al destinatario de su amistad. No se trata
actualmente de colaborar con el magistrado como “amigo del tribunal”,
12
sino que ahora intenta persuadirlo auspiciando o promoviendo la
pretensión de una de las partes en el litigio, a fin de obtener una
decisión favorable a sus intereses.
Podría señalarse, en principio, su condición de “amigo de
una de las partes”, pero esta calificación tampoco sería enteramente
correcto porque puede que no exista una coincidencia exacta entre los
intereses de la parte y los del amicus curiae
Dejando de lado las digresiones semánticas, podemos
observar que el amicus curiae de los tiempos que corren, tal como
actúa ante los tribunales norteamericanos (especialmente ante la
Suprema Corte) aparece como un mecanismo formidable destinado a
encauzar las relaciones entre la sociedad y el Estado cuando éste
ejerce su función de juzgar.
Sabido es que a los Tribunales Constitucionales –
cualquiera fuese su denominación- les corresponde definir aspectos
esenciales de la vida individual y social de los ciudadanos.
Establecer los límites de las expresiones, la protección del
honor y de la intimidad; los alcances del derecho de propiedad y de la
l i b e r t ad de asociarse; aceptar o repudiar la pena de muerte, la
eutanasia y la interrupción voluntaria de los embarazos; admitir la
posibilidad de despenalizar la tenencia de algunas drogas llamadas
“blandas”; fijar el alcance de los poderes del Estado para arrestar e
interrogar a las personas y, en consecuencia, determinar hasta dónde
llegan las libertades personales y establecer si han existido, o no,
normas, actitudes o conductas discriminatorias, son las cuestiones que
cotidianamente deben decidir sus integrantes de estas Cortes
C o n s t i t u c i o n a l e s . !
13
El ejercicio de semejante poder -que no es más que el
clásico “dar a cada uno lo suyo”- necesariamente repercute -favorable
o desfavorablemente, según el caso- sobre los derechos, aspiraciones o
expectativas de los numerosos grupos de interés existentes en una
sociedad pluralista y democrática. Lógico es suponer que tales
agrupaciones intentarán persuadir al Tribunal argumentando
j u r í d i c a m e n t e acerca de las bondades de adoptar la resolución que más
convenga a sus intereses. Allí es, puntualmente, donde aparece el
amicus curiae de estos tiempos.
Es que aquel Iobbyst -o “cabildero” si no desdeñamos la
riqueza de la lengua española- que -argumentando contra la validez o
la oportunidad, el mérito o la conveniencia de una ley- ha fracasado
ante el Congreso y el Presidente, cuenta con la posibilidad de
p r e s e n t a r s e ante el Tribunal como amicus curiae y sostener
consideraciones j u r í d i c a s en favor de sus intereses.
Las reglas procesales que rigen su actuación ante la
Suprema Corte -y que no hacen más que regular el ejercicio del
derecho de peticionar a las autoridades- establecen que el amicus
curiae sólo puede presentar su alegato si las partes han dado su
consentimiento por escrito. Si tal consentimiento fuese negado, el
alegato puede ser también presentado si el amicus curiae es autorizado
por el Tribunal. Este requisito no es necesario cuando es el Gobierno
el que se presenta como amicus curiae.
Cuando se trata de casos con relevancia política, es
frecuente que el Gobierno -por intermedio del Solicitor General- se
presente como amicus curiae fijando su posición sobre el caso y los
efectos de la decisión que puede adoptar la Corte. También la
Corte, cuando se trata de asuntos de importancia c o n s t i t u c i o n a l , puede
14
requerir al Solicitar General para que exponga su punto de vista como
amicus curiae.
Es evidente que el ejercicio del derecho de peticionar –
como elemento indispensable del diálogo entre gobernantes y
gobernados- tiene un doble significado. Por un lado, habilita al
ciudadano para formular planteos y reclamos a las autoridades; por el
otro, permite a las autoridades conocer el punto de vista de la
ciudadanía o de los diferentes sectores sociales acerca de una cuestión
y evaluar la magnitud de los efectos de la decisión que pueden
adoptar.
En ese sentido, la presencia de numerosas organizaciones
i n t e r v i n i e n t e s como amicus curiae constituye un dato de suma
relevancia para el Tribunal para apreciar la importancia que tendrá la
decisión que adopte. Así, por ejemplo, en el caso “Webster”, resuelto
por la Suprema Corte de los Estados Unidos en 1989, que trataba de
r e s t r i c c i o n e s al aborto, fueron presentados 46 alegatos a favor del
apelante y 32 por la parte contraria. En esas piezas procesales estaban
representados 335 organizaciones, 140 miembros del Congreso, 608
legisladores de 32 estados, 896 profesores de derecho, 167 científicos
de renombre, entre ellos 11 Premios ,Nobel y miembros de las más
importantes confesiones religiosas.
Al actuar ante la Corte el amicus curiae debe argumentar
j u r í d i c a m e n t e , exponiendo cual es la cuestión que motiva su presencia
ante el Tribunal, las normas que están en juego y cómo han sido
interpretadas -a lo largo del tiempo- por la Corte; destacará en esos
casos la intervención que cupo a los integrantes del Tribunal que ahora
deben resolver; mencionará si existen precedentes dictados en otras
instancias j u d i c i a l e s ; hará referencia a las soluciones que se han
adoptado respecto de la cuestión en el derecho comparado y,
15
asimismo, pondrá de manifiesto los criterios que la doctrina haya
expuesto sobre la cuestión.
Seguidamente, el amicus curiae deberá hacer explícito al
Tribunal cuál es el interés que representa y expondrá los argumentos
sobre los que sustenta su posición, para concluir sugiriendo al
Tribunal la solución que corresponde dar al caso.
Actuando de esta forma el amicus curiae tiene la
p o s i b i l i d a d de que el Tribunal haga mérito de argumentos
j u r í d i c a m e n t e consistentes y que quizás no hayan sido debidamente
considerados por una mayoría adversa en las cámaras l e g i s l a t i v a s o un
Ejecutivo obnubilado por los resultados de una encuesta de
popularidad.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, por
aplicación del art. 34, párrafo 1 de su reglamento, que le confiere la
facultad de oír a cualquier persona u organización que pueda aportar
elementos de j u i c i o que se consideren de utilidad para la decisión que
deba adoptar, ha admitido -no es necesario el consentimiento de las
partes- la presentación de alegatos por parte de amicus curiae. Así lo
ha hecho en los casos “Velásquez Rodríguez”; “Rodríguez Cruz” y
“Fairén Garbi”, entre muchos otros.
Si bien no existen en la República Argentina normas
procesales que contemplen la figura del amicus curiae, una
intervención de esta naturaleza ante la Corte Suprema no debe ser
dogmáticamente desestimada ante la ausencia texto legal, pues podría
estar j u s t i f i c a d a en la naturaleza e implicaciones del fallo a pronunciar
y desde una visión procesal la admisibiliodad de oir a los amigos de
las partes contaróa con el apoyo que da la integración analógica de la
mencionada reglamentación de la Corte Interamaricana. Como único
16
antecedente, aunque de relativo valor y como una situación
excepcional, el máximo Tribunal Argentino permitió ciertas
presentaciones efectuadas en tal carácter por el Procurador
P e n i t e n c i a r i o -funcionario creado por el decreto 1598/93-, en casos
r e l a t i v o s a medidas de cautela personal en procesos penales y a la
aplicación de penas privativas de libertad.
DOS INSTRUMENTOS ÚTILES:
LA MEDIACIÓN Y EL CONSEJO DE LA MAGISTRATURA.
En trance de observar el modo en que institutos de la más
diversa naturaleza pueden contribuir en el objetivo de profundizar la
p a r t i c i p a c i ó n activa de nuestra ciudadanía en la función de impartir
j u s t i c i a , no debe soslayarse ni minimizarse el aporte que ofrece la
u t i l i z a c i ó n de métodos no adversariales para la resolución de
conflictos.
* Y enfatizo la singular trascendencia de este mecanismo,
porque a partir de la intervención de mediadores que no pertenecen
funcionalmente al Poder Judicial, numerosos ciudadanos que – e n el
caso de Argentina deben ser abogados- se incorporan activamente en la
solución de disputas, descentralizando del Estado la función j u d i c i a l a
partir de una intervención de suma utilidad para que las partes en
conflicto compongan por sí mismas sus intereses en conflicto.
No debe olvidarse que todas las controversias que se
resuelvan de este modo generan un resultado favorable desde dos
visiones diversas; por un lado, porque el eventual litigante ha podido
verificar personalmente que el Estado tiene una honda preocupación
por instrumentar vías alternativas aptas para la búsqueda de soluciones
17
j u s t a s , desacralizando al proceso judicial como única herramienta
apta; por el otro, porque todas las controversias que son solucionadas
de este modo implican una disminución en la tarea judicial que,
ciertamente, redundará en que los jueces contarán con una mayor
d i s p o n i b i l i d a d de tiempo que será de utilidad tanto para el estudio más
profundo de las causas contenciosas como para destinar al
perfeccionamiento a través de su participación en las escuelas
j u d i c i a l e s .
Al respecto, son por demás elocuentes las estadísticas
elaboradas en mi país con respecto a los resultados de la mediación.
En materia laboral, en que existe un servicio de conciliación
o b l i g a t o r i a como paso previo a la acción j u d i c i a l , se observa que del
total de actuaciones llevadas a cabo, el 42% de ellas arribaron a un
resultado de autocomposición, con lo cual los tribunales del trabajo
han visto disminuida su labor en una medida significativa.
Contrariamente a lo que podría suponerse, el rotundo
éxito de este sistema no se limita a las relaciones laborales, en que
podría conjeturarse que la necesidad del empleado motiva una pronta
resolución del conflicto. En efecto, en el fuero federal civil y
comercial en que, habitualmente, se ventilan asuntos de trascendencia
económica, se ha obtenido durante 1998 un resultado positivo en el
3 5% de las actuaciones, porcentaje que durante el mes de febrero del
corriente año se ha elevado al 47%. En sentido concordante, en los
fueros civil y comercial de la ciudad de Buenos Aires, en las causas en
que la mediación es obligatoria, más del 6 5% de las iniciadas no han
llegado a causas en sede j u d i c i a l.
Por último, es de importancia destacar una circunstancia
que no resulta expresamente de las estadísticas aludidas, pero que
demuestran la función democratizadora de este i n s t i t u t o . El cotejo de
18
la cantidad actual de causas en que se requiere la mediación con las
correspondientes a años anteriores en que directamente se demandada
en sede j u d i c i a l , exhibe un notorio incremento de los pedidos de
mediación, lo cual demuestra que un gran número de personas que con
anterioridad resignaba sus derechos ante la pesada y costosa
maquinaria j u d i c i a l , hoy presenta sus reclamos tendiente a obtener la
satisfacción de sus derechos vulnerados, pues se ha abierto un canal
i n s t i t u c i o n al de eficacia que les permite obtener mediante su activa
p a r t i c i p a c i ó n el reconocimiento de intereses que en el pasado hubiesen
quedado desamparados.
* En cuanto al funcionamiento de los Consejos de la
Magistratura, órgano que fue incorporado en la República Argentina
por la reforma de 1994, considero que ellos también constituyen una
herramienta de utilidad para permitir la deseada participación
ciudadana en la función j u d i c i a l.
Por cierto que, en el caso, me estoy refiriendo
únicamente a la atribución de dicho cuerpo para la selección de los
aspirantes a la magistratura. Desde el momento en que en dicho
órgano, como es el caso de la República Argentina, participan
representantes de académicos del derecho y legisladores que han sido
elegidos por el voto popular, la elección de los futuros magistrados
aparece como el fruto de un proceso dotado de mayor transparencia en
que, al menos desde el punto de vista legal, se otorgará preeminencia
al valor de la idoneidad por sobre la conveniencia política o
negociación partidaria de determinada designación.
Más allá de que son conocidos los resultados no
siempre beneficiosos de una directa elección popular de magistrados,
como sucede en algunos estados de Estados Unidos de América, en la
medida en que el Consejo de la Magistratura cumpla fielmente con el
19
mandato constitucional y no reitere los vicios imputados al sistema
derogado, su intervención en este ámbito debe ser recibido con
beneplácito pues contribuye a que la ciudadanía controle, a través de
sus representantes, el proceso de selección de magistrados, a la vez
que por existir concursos públicos basados en criterios objetivos para
la evaluación de antecedentes y las pruebas de oposición, permite la
incorporación a los cuadros de la magistratura de abogados externos
de la estructura judicial dando por tierra con cualquier tipo de
sospechas que pudiera existir en la ciudadanía con respecto a
conductas corporativas o de clase que conspiran contra la
democratización de la j u s t i c i a.
EL JUICIO POR JURADOS
Adentrarse en el estudio del juicio por jurados en la
República Argentina, y por expresarlo de un modo eufemístico, en su
evolución desde las épocas posteriores a la independencia – e n 1816-
hasta la actualidad, invita apasionadamente a encontrarse con una
situación que no dudo en calificar de paradójica, pues está enmarcada
en una coherente línea de silencios, dogmas y contradicciones como
escasas instituciones de nuestro derecho pueden exhibir.
Esta historia atípica comienza desde los albores de la
independencia, pues el juicio por jurados fue incluido en las
Constituciones de 1819 y 1826, bien que con una c a r a c t e r í s t i c a que lo
acompañará continuamente como un sello indeleble que despierta toda
clase de conjeturas. En las asambleas constituyentes que aprobaron la
incorporación de este instituto no se registra debate alguno ni
expresión de los fundamentos que sostuvieron los textos, a pesar de
que las circunstancias históricas e institucionales harían sospechar
todo lo contrario, en la medida en que el j u i c i o por jurados era
2 0
notoriamente extraño a las reglamentaciones vigentes en la época
colonial y, por lo tanto, pareciera de la mayor razonabilidad que los
constituyentes expresaran los fundamentos que sostenían la
s i g n i f i c a t i v a innovación que incorporaban para el juzgamiento de los
d e l i t o s .
Ciertamente, las sorpresas no se detienen allí. El j u i c i o por
j u r a d o s renace prolíficamente en la Constitución sancionada en 1853,
al aprobarse sin tratamiento el proyecto de la Comisión de Negocios
Constitucionales elaborado en base al anteproyecto o esbozo ideado
por el eximio constituyente y j u r i s t a Don José Benjamín Gorostiaga,
en el cual para no dejar lugar a la duda sobre el sitial emblemático que
le corresponde al j u i c i o por j u r a d o s en la organización institucional de
la República, es contemplado no sólo en la parte orgánica de la
Constitución cuando se precisan las facultades del Congreso de la
Nación (art. 67, inc. 11) y la naturaleza de la actuación del Poder
Judicial en el j u z g a m i e n t o de los delitos (art. 102), sino que además -y
con el énfasis que ha resaltado Joaquín V. González- en la parte
dogmática regulatoria de las declaraciones, derechos y g a r a n t í a s , como
un implícito pero inequívoco instrumento garantista en favor de los
ciudadanos. No deja de ser sugestivo que a pesar de haber tenido una
generosa oportunidad de explayarse sobre este i n s t i t u t o , el informe de
l a Comisión de Negocios Constitucionales mantuvo un silencio
absoluto sobre el tema y los constituyentes dejaron pasar las tres
disposiciones en juego sin exponer las razones que, malgrado los
aislados regímenes sancionados en pocas provincias, carecía de arraigo
en nuestra organización jurídica e institucional y, por ende,
representaba una trascendente innovación para la administración de
j u s t i c i a .
Suprimido por la Constitución de 1949, renació al
recobrar vigencia el texto de 1853 y no fue objeto de modificación
21
alguna en la reforma de 1994. Lo llamativo, y hasta inexplicable, de la
h i s t o r i a del j u i c i o por jurados está dado porque a pesar de las tres
disposiciones constitucionales que lo establecen desde 1853, esta
i n s t i t u c i ó n no ha sido aplicada jamás en la República Argentina en el
orden federal pues el Congreso de la Nación ha i n s t i t u i d o un sistema
de j u z g a m i e n t o exclusivamente basado en la intervención de tribunales
unipersonales o colegiados sin reglamentar jamás la intervención del
j u r a d o .
Para cerrar cualquier tipo de planteamiento constitucionales
sobre la puntualizada omisión legislativa, en los tres casos en que la
Corte Suprema fue llamada a intervenir en 191 1, 1932 y 1947 se
sostuvo la doctrina de la no inmediatez del mandato constitucional
dado al legislador a pesar de que habían transcurrido más de 90 años
hasta el momento del último pronunciamiento.
La primer consideración que me sugiere esta situación no
tiene que ver con la interpretación de la Constitución, sino con el
tiempo transcurrido para que por vez primera se planteara la cuestión
en sede del máximo Tribunal. Si como ha enseñado Joaquín V.
González el j u r a d o ha sido establecido como un medio protector de los
derechos y garantías de los ciudadanos, qué explicación podrá
encontrarse a las cinco décadas transcurridas sin peticiones de parte
tendientes a hacer valer un instituto que tan enfáticamente contempla
la Ley Suprema. Los sociólogos tendrán un campo fértil en esta
investigación, pero -cualquiera que fuesen las conclusiones que se
obtengan- no puede ser pasado por alto que desde el comienzo de su
funcionamiento -en 1863- la Corte fue puesta a prueba en la
i n t e r p r e t a c i ó n de cláusulas constitucionales de la más diversa
naturaleza y complejidad, como los derechos derivados de una
revolución, sistema de gobierno y sus fuentes, valor de los actos
públicos provinciales, expropiación, poder de policía, principio de
2 2
legalidad, supremacía del derecho federal, separación de poderes,
control de constitucionalidad, cláusula comercial, libertad de prensa,
poderes municipales, estado de sitio, poderes de guerra, etc., muchas
de las cuales eran de menor énfasis que el j u i c i o por jurados que,
sorprendentemente, permaneció olvidado en la constitución escrita sin
hacerse derecho vivo en la realidad de las instituciones y de las
garantías de los litigantes.
Esta historia, como adelanté, no sólo está construida a
partir del silencio de los constituyentes y sobre el resultado de la
i n t e r p r e t a c i ó n de la justicia constitucional, elevado -por su
r e i t e r a c i ó n – a la categoría de dogma, sino por la contradicción que he
observado en la actuación de quienes, en cierta medida, tienen una
cuota de responsabilidad institucional en la situación paradójica que
nos viene exhibiendo desde su partida de nacimiento el j u i c i o por
j u r a d o s . Concretamente y aunque despierte sorpresa, el congresal
constituyente de 1853 -Gorostiaga- que sostuvo como miembro
informante la necesidad del j u i c i o por j u r a d o s , aprobó como legislador
diez años después y sin objeción alguna, un texto procesal penal que
ignoraba el juicio por jurados y reconocía funciones decisorias
únicamente en cabeza de j u e c e s federales.
Desde la óptica de los autores de la doctrina, cabe
puntualizar que los dos más brillantes procesalistas del derecho penal
en la República Argentina, los doctores Vélez Mariconde y Ciaría
Olmedo, descreían con severa convicción del j u i c i o por j u r a d o s , con
apoyo en conocidos argumentos de hermenéutica constitucional
fundados en la tácita derogación del texto generada por la constitución
real y la falta de cumplimiento del recaudo de idoneidad exigido por el
art. 16 de la Ley Suprema; de orden cultural y sociológico -como la
escasa formación de los jurados y la falta de arraigo del instituto en
nuestro acervo consuetudinario-; y de considerar los resultados de su
23
actuación en punto a la influencia que se ejerce sobre los j u r a d o s , a la
consecuente falibilidad de los veredictos y a la falta de un control
j u d i c i a l suficiente sobre tales decisiones.
No quiero concluir esta comunicación sin antes invitar a que
reflexionemos sobre la conveniencia política y j u r í d i c a del j u i c i o por
j u r a d o s , pues sólo si llegamos a una conclusión afirmativa podremos
comenzar a movilizar los resortes institucionales que permitan
instaurar un debate en la opinión pública, en los operadores j u r í d i c os
y en los poderes públicos que concluya con la sanción de los
instrumentos necesarios para la puesta en funcionamiento de este
añejo y olvidado i n s t i t u to en la República Argentina.
Y reitero que el punto de partida pasa por demostrar la
u t i l i d ad de este sistema de juzgamiento, porque nuestras sociedades
están demandando el mejoramiento del Poder Judicial, pero no
necesariamente la instalación de este i n s t i t u t o , el cual es ignorado en
cuanto a sus resultados y que tampoco ha sido identificado por la
ciudadanía como un procedimiento insustituible en la tutela de sus
derechos y garantías personales, sociales y p o l í t i c a s.
Tal vez por este sendero podrá encontrarse alguna
explicación a los 140 años de inactividad legislativa y, esencialmente,
de silencio en la opinión pública. En cambio, el j u r a d o fue altamente
considerado y popular en Inglaterra en las disputas con los reyes
Estuardo ocurridas en el siglo XVII, pues sirvió como control sobre
los jueces reales que seguían las órdenes de la Corona, siendo
emblemático el caso en el cual los jurados prefirieron ir presos antes
que condenar a William Penn por ser quákero. En las colonias
americanas ocurrió un fenómeno semejante en cuanto a la defensa a
ultranza de la institución del jury, pues durante el siglo XVIII los
j u r a d o s solían hacer frente con sus veredictos a las precisas y
2 4
condicionadas instrucciones de los j u e c e s , que estaban controlados por
el hostil gobierno británico.
De ahí, que la recepción del j u i c i o por j u r a d o s en la
constitución americana de 1787 configuró la legitimación de un
instrumento que enarbolaba la tutela de las garantías de los
ciudadanos, que consideraban que la seguridad de sus vidas, de sus
propiedades y de su libertad sólo se encontraban a resguardo si eran
juzgados por su pares, quienes les aseguraban total imparcialidad
según lo habían demostrado con la mayor valentía con anterioridad a
l a independencia. La incipiente República Argentina de 1853 carecía
por completo de la tradición cultural americana que dotó al j u r a d o de
un áurea místico, al extremo de que Jefferson lo consideraba de mayor
importancia que las elecciones, lo cual impidió -entre otras razonespara
que la incorporación constitucional del instituto bastara para
generar un cambio de la mentalidad imperante y, en consecuencia, de
los comportamientos necesarios para implcmentarlo en sustitución de
los procedimientos aplicados sobre la base de la legislación española
Creo que para abordar el análisis que estoy proponiendo,
es de suma utilidad tomar en consideración cual es el fenómeno que,
precisamente, está ocurriendo en Estados Unidos con respecto al j u i c io
por j u r a d o s . Abramson -autor de lectura obligatoria en el tema y de
inclaudicable inclinación pro j u r a d i s t a – sostiene en su obra “Nosotros,
el j u r a d o . El sistema de j u r a d o s y la idea de democracia”, que si bien
son pocos los que abogan por la abolición del sistema, muchos otros
están en favor del seguir el modelo inglés de restringir los tipos de
casos en los que debe haber j u r a d o . Agrega que la violencia que dejó
t r e i n t a muertos a raíz del primer j u i c i o c o n j u r a d o s seguido contra los
policías blancos acusados de golpiza contra el afro-americano Rodney
King en 1991, es elocuente sobre la pérdida de fe en el j u r a d o . Por mi
parte, y dado que esta obra fue escrita en 1994, incorporaría a la lista
25
de casos emblemáticos de veredictos controversiales, a los de O.J.
Simpson que fue declarado no culpable por un jurado con una
composición ampliamente mayoritaria de personas de raza afroamericana
que deliberó sólo cuatro horas a pesar del volumen y
complejidad de la evidencia, y el de Lorena Bobbil cuyo veredicto si
bien pareció responder a pautas sociológicas de j u s t i c i a no podría
predicarse igual adecuación con respecto a las normas legales.
Abramson nos ilustra sobre varias razones que
contribuyen a generar cierto escepticismo en el pueblo norteamericano
con respecto al instituto, que son de sumo interés que examinemos
para aprovechar esta experiencia y, de este modo, evitar caer en una
situación exactamente inversa a la de 1853, cuando copiamos la
c o n s t i t u c i ó n americana pero no la voluntad política de hacerla
cumplir, generando ahora una demanda social e institucional de un
sistema cuya reformulación está siendo debatida.
El primer punto que ha destacado se funda en que la
j u s t i c i a requiere distancia e impermeabilidad que la protejan de la
presión para hacer lo que sea más popular, pues ésta es la razón de ser
de que los j u e c e s federales son designados y no elegidos mediante una
votación electiva, y se les da el cargo en forma vitalicia. La
perspectiva democrática del jurado -agrega este autor- insiste en que
lo que se busca es j u s t i c i a popular, la “conciencia de la comunidad”,
pero no siempre la j u s t i c i a es popular, como tampoco la conciencia de
la comunidad es pura, existiendo una tendencia en los j u r a d o s de hoy
en día a s u s t i t u i r el imperio de la ley (“rule of law”), por el imperio de
la gente (“rule of people”).
De mi lado, pienso que lo afirmado es exacto como
observación de la realidad pero no como crítica superable, pues si se
cuestionan las apreciaciones que llevan a cabo los jurados por su
26
condición de ciudadanos, en definitiva se está postulando abandonar el
sistema.
La historia es rica en decisiones que han sido cuestionadas.
Sócrates fue acusado de no creer en la religión del Estado y de
corromper a la j u v e n t u d enseñándola a no reconocer a los dioses de la
República; fue condenado a muerte por la asamblea de atenienses tal
como lúcidamente lo había previsto en su alegato de defensa cuando,
por conocer las ortodoxias de sus tiempos, aconsejó a los ciudadanos
que lo estaban juzgando “No os enfadéis conmigo porque os diga las
verdades, pero no hay hombre que pueda salir salvo ni con vosotros ni
con ningún otro pueblo reunido en asamblea, si se opone noblemente a
que se cometan muchas injusticias e ilegalidades en la República”
(Platón en “Apología de Sócrates”). Alexis de Tocqueville nos narra
en “La democracia en América” un suceso ocurrido en Baltimore en
1812, en el cual un periodista que había escrito notas contra la guerra
que entonces se estaba llevando a cabo y que era una causa popular,
indignó al pueblo que reaccionó violentamente dando muerte a aquél;
a pesar de las evidencias de culpabilidad, los autores fueron absueltos
por el j u r a d o.
Empero, el jurado también tuteló con sus veredictos a los
colonos norteamericanos frente a los jueces de la corona; protegió a
los esclavos fugitivos de los estados del sur y a los a b o l i c i o n i s t a s que
los ayudaban a escapar de la esclavitud; amparó a los comunistas
contra la persecución lanzada en este siglo desde Washington. En
definitiva y a pesar de las defecciones mencionadas, el j u r a d o exhibió
en reiteradas ocasiones un coraje en la protección de los disidentes de
las ortodoxias imperantes en un determinado momento que,
previsiblemente, jamás hubieran tenido jueces designados por las
autoridades.
2 7
Ello demuestra que ninguna otra institución de gobierno
puede competir con el jurado, en el hecho de poner el poder tan
directamente en las manos de los ciudadanos, que de un día para el
otro viven el drama de ser héroes a convertirse en villanos. La
proposición que deberíamos replantearnos, aunque excede el ámbito de
nuestros conocimientos y concierne con mayor propiedad a la
p s i c o l o g í a social, es si este sistema permite a los j u r a d o s expedir sus
veredictos con base exclusiva en las evidencias del proceso frente a la
influencia que hoy en día ejercen sobre la opinión pública los medios
masivos de comunicación.
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa desde la
visión del periodismo y el Dr. Carlos Fayt, prestigioso ministro
decano de nuestra Corte Suprema Argentina, en su obra “La
omnipotencia de la prensa”, nos han ilustrado suficientemente sobre
los efectos que produce en la sociedad el bombardeo informativo.
Coinciden, substancialmente, en que la realidad real ya no existe, ha
sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de
publicidad y los grandes medios audiovisuales; lo que se conoce con la
etiqueta de “información” es un material que, en realidad, cumple una
función esencialmente opuesta a la de informarnos sobre lo que ocurre
en nuestro derredor, pues suplanta y vuelve inútil el mundo real de los
hechos y las acciones objetivas al sustituirlas por las versiones
clónicas de éstos, que llegan a nosotros a través de las pantallas de la
t e l e v i s i ó n , seleccionadas por los comentarios de los profesionales de
los medios, las que en nuestra época hacen las veces de lo que antes se
conocía como realidad histórica.
El escritor peruano agrega que las ocurrencias del mundo
real ya que no pueden ser objetivas; nacen socavadas en su verdad y
consistencia ontológica por ese virus disolvente que es su proyección
en las imágenes manipuladas y falsificadas de la realidad virtual, las
2 8
únicas admisibles y comprensibles para una humanidad domesticada
por la fantasía mediática en la cual nacemos, vivimos y morimos.
Además de abolir la historia, las “noticias” televisivas aniquilan
también el tiempo, pues matan toda perspectiva crítica sobre lo que
ocurre; el vertiginoso proceso de desnaturalización de lo existente ha
desembocado, pura y simplemente, en su evaporación y reemplazo por
la verdad de la ficción mediática.
Frente a esta situación, en que un hecho de público
conocimiento es dado a conocer por los medios en las ediciones
matinales destacando -desde un primer momento- un estado de
sospecha en cuanto a sus responsables, los cuales ya son
drásticamente acusados por los fiscales del aire y de la tinta al
comenzar la tarde y son pasibles de la más severa e irrevocable
condena -la social- en los noticiarios televisivos de las primeras horas
de la noche, la pregunta pasa por develar cuál es el espacio de
autonomía que resta a los ciudadanos para juzgar objetivamente los
hechos investigados en un proceso j u d i c i a l . Creo que los ocho meses
que los jurados de la causa Simpson pasaron recluidos en un hotel son
una muestra elocuente de los medios a los cuales debe r e c u r r i r s e para
mitigar, cuando menos, los perniciosos efectos que he puntualizado.
Sobre esta base de captación del j u i c i o de valor sobre la
realidad, no sería aventurado predecir que las decisiones que hubieran
tomado los jurados en resonantes casos ocurridos en la República
Argentina hubiesen reconocido como sustento la concorde posición
adoptada por los medios de comunicación, antes que el apego a las
pruebas producidas en la causa y a las leyes vigentes. Cabe recordar,
por su cercanía y por la conmoción pública que originó, la cadena de
solidaridad formada en favor de Gabriela Oswald tendiente a impedir
la r e s t i t u c i ó n de su pequeña hija al domicilio conyugal en Canadá para
que tomen intervención los tribunales competentes según los tratados
29
i n t e r n a c i o n a l e s , que, inclusive, movilizó a la población al Palacio de
J u s t i c i a para impedir el cumplimiento de la sentencia dictada por la
Corte Suprema.
A lo expresado sobre la objetividad del sistema de j u r a d o s,
Abramson ha agregado que actualmente se ha profundizado hasta
límites atemorizantes la brecha existente entre la complejidad del
procedimiento moderno y la calificación intelectual de los j u r a d o s;
éstos raramente entienden el testimonio experto -los peritajes- en un
j u i c i o antitrust, de mala praxis médica, de competencia desleal o de
vicios de un producto elaborado en serie; tampoco conocen el derecho,
por lo que para comprender las instrucciones legales dadas por el j u e z,
que en un caso que he tomado conocimiento entre dos tabacaleras
alcanzaron 81 páginas para examinar 108 cuerpos de evidencias, deben
hacer un curso acelerado sobre la materia controvertida. El eje de la
solución del caso controvertido no pasa entonces por las cuestiones
técnicas abordadas, sino por las emociones, prejuicios y simpatías de
los j u r a d o s.
Por último, nos queda en pie verificar qué es lo que
sucede con la búsqueda de jurados representativos, pues en ciertos
casos termina hundiendo la selección de los jurados en cuestiones de
balance demográfico, dando la impresión de que la j u s t i c i a depende en
forma precaria de la raza, sexo, religión, o incluso el origen nacional
de sus miembros. El mensaje del “corte transversal” o sección
r e p r e s e n t a t i v a de la población, es que diferentes grupos de personas
tienen diferentes perspectivas sobre la j u s t i c i a , lo cual -a su vezl
l e v a r í a a la proposición de que los j u i c i o s son ganados o perdidos no
sobre la base de la evidencia, sino con apoyo en quienes componen el
j u r a d o . Los veredictos serían, entonces, notoriamente impredecibles,
a r b i t r a r i o s , contradictorios con otros para situaciones de igualdad
intrínseca; valga como ejemplo de esta situación dos procesos
3 0
seguidos contra la Ford Motor Company por compensación de los
daños causados por defectos del auto Bronco II, en uno de los cuales
el fabricante fue considerado responsable en 1992 y condenado a pagar
U$S 7.000.000 al damnificado por un jurado de Arkansas, mientras
que en el otro -un año después- obtuvo un fallo favorable por un
j u r a d o de San Louis que lo absolvió de toda responsabilidad.
Nada tiene de casual que durante la etapa de selección de
los j u r a d o s , las personas más importantes donde sesiona el tribunal
sean los “Consultores en temas de j u r a d o s ” , que brindan una asistencia
cuasi científica a los abogados para la manipulación del j u r a d o , para
l a cual cuentan con estudios estadísticos, investigaciones, vigilancias
y perfiles psicológicos que tratan de predecir como votarían los
potenciales jurados en base a ciertos indicadores, como raza, edad,
ingresos, sexo, posición social, estado civil, historia personal y hasta
tipo de automotor que conducen.
Como reflexión final de esta comunicación dirigida a
todos los participantes y expositores de este trascendente encuentro,
invito a considerar un último aspecto -transcendente en mi visión- que
substancialmente apunta al fortalecimiento del Poder Judicial como
depositario de las garantías de los habitantes.
Conocemos como ciudadanos y como hombres que, de un
modo u otro, participamos en los resultados que genera la actuación
del Poder Judicial, que la sociedad está demandando, a partir de una
posición altamente crítica del rol de la justicia, un profundo cambio
en la actuación de este Poder del Estado, que no necesariamente pasa
por lo institucional, sino -esencialmente- por vislumbrar que los
j u e c e s son el baluarte en la defensa de los derechos de los ciudadanos
frente al Estado y a los poderosos, demostrando transparencia en sus
conductas, independencia en sus decisiones y ejecutividad en el
31
ejercicio de la función. De ahí, que tendríamos que sopesar con la
mayor prudencia si la solución de implantar el sistema de j u r a d o s para
el enjuiciamiento de los delitos, no sería percibido por nuestra
sociedad como una solución de corte facilista tomada al amparo de
eludir las responsabilidades institucionales que pesan hoy en día sobre
el Poder Judicial, que para no tolerar su falta de p r e s t i g i o ni afrontar
el desafío que impone el mejoramiento del sistema, se desentiende de
las funciones que viene ejerciendo indelegablemente – e n Argentina,
desde 1853- y las transfiere -sin consenso de ninguna naturaleza- a los
ciudadanos para que éstos tomen a su cargo una situación a la que son
ajenos y que ha sido incapaz de resolver el Poder J u d i c i a l.
En suma, nos encontramos frente a una temática polifacética
que exige nuestro compromiso de abordarla con la mayor profundidad
mediante el siempre fecundo intercambio de ideas. Dejar de lado
a p r i o r í s t i c a m e n t e el aporte que puede significar el j u i c i o por j u r a d os
para la consolidación y el perfeccionamiento de la República y del
sistema democrático importaría una indisimulable renuncia a la tarea
primordial que nos corresponde como hombres y mujeres del derecho.
Sobre las consecuencias que pueden derivarse de actitudes semejantes
previno Ihering en “La Lucha por el Derecho”, al señalar que en tales
c i r c u n s t a n c i a s “la lucha por la ley se trueca en un combate contra
ella”, añadiendo que “el sentimiento del derecho, abandonado por el
poder que debía protegerlo, libre y dueño de sí mismo, busca entonces
los medios para obtener la satisfacción que se le niega”. Nuestro
objetivo es, pues, permitir que la demanda que enfrentamos en el
presente sea exclusivamente canalizada por el Estado de Derecho.
De ahí, pues, la importancia de este encuentro que nos da la
oportunidad para reflexionar, intercambiar ideas y perfeccionar sobre
todos los i n s t i t u t o s que permiten una mayor p a r t i c i p a c i ó n ciudadadana
en los procesos j u d i c i a l e s , en la inteligencia del relevante aporte que
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pueden eficazmente efectuar para contribuir a superar -como
instrumentos de origen democrático en su más genuina expresión- las
falencias que -nadie lo ignora- presenta la administración de j u s t i c i a y
el marcado escepticismo que la ciudadanía exhibe frente al Poder
J u d i c i a l . La trascendencia de estos instrumentos radica, precisamente,
en que se presenta como medios de activa p a r t i c i p a c i ó n ciudadana en
el ejercicio de una de las funciones esenciales del Estado; esta
c i r c u n s t a n c i a nos compromete al máximo esfuerzo, para tratar de
ejecutar uno de los legados expresamente declarados por nuestros
c o n s t i t u y e n t e s en los tiempos de la unión nacional, que es el de
afianzar la  j u s t i c i a.

INDEPENDENCIA DEL PODER JUDICIAL. 7ma CONFERENCIA IBEROAMERICANA

LA INDEPENDENCIA DEL PODER JUDICIAL
EN LA REPÚBLICA ARGENTINA.
Ponencia en la III Conferencia de Cortes Supremas
de Iberoamérica, Portugal y España.
Julio Salvador Nazareno
Presidente de la Corte Suprema de la Nación Argentina
La Constitución Argentina de 1853 tiene una filiación que responde en buena
medida al esquema constitucional de los Estados Unidos, especialmente en cuanto concierne
a las “Autoridades de la Nación” al establecer la existencia de tres poderes: Legislativo,
Ejecutivo y Judicial.
La separación de poderes se presenta en conexión con el proceso de
constitucionalización de los Estados y con la forma representativa de gobierno,
constituyendo uno de los elementos substanciales del concepto formal de constitución. Es
una categoría histórica, un instrumento de lucha política contra el absolutismo y de
consolidación de un tipo histórico de forma política, el Estado liberal, que emerge como
conquista de la libertad.
Se nos presenta como un sistema de restricciones a la actividad del Poder y,
consecuentemente, como una garantía de la libertad individual. Reparte el poder de
autoridad y regula su actividad en función de la libertad. Atribuye a los distintos órganos
una fuerza determinada, necesaria para la efectividad de las funciones que le asigna, y traza
una relación de equilibrio, fijando órbitas de actividad, límites de autonomía, a fin de que
actúen externamente separadas pero internamente vinculadas, por una íntima interrelación
funcional. Se reduce, en fin, a un procedimiento de ordenación del poder de autoridad,
buscando un equilibrio y armonía de fuerza mediante una serie de frenos y contrapesos, a
fin de que sean iguales, independientes y separados, sin que por ello deje de existir una
necesaria coordinación funcional.
Este principio de la separación de poderes fue sacralizado por la Constitución
Argentina de 1853, ocupándose cuidadosamente de atribuir a cada uno de los poderes sus
funciones, buscando asegurar la independencia del legislativo, ejecutivo y judicial, y
procurando dotar a cada uno de ellos de los medios necesarios para proteger su independencia.
El propósito de los convencionales fue establecer un sistema de frenos y
contrapesos, de equilibrio entre los tres poderes, acentuando no sólo las facultades del
ejecutivo sino las del judicial, como el medio de limitar la actividad del legislativo,
protegiendo así los derechos individuales y, en particular, el derecho a la libertad individual
y a la propiedad privada. Se incorporó así, a la teoría del gobierno moderno, un novísimo
instrumento de poder, al acordar al departamento judicial una facultad imprescindible para
instituirlo en la categoría de poder del Gobierno, cual es la de revisar la constitucionalidad
de las leyes.
Es el contexto del principio de separación de poderes adoptado por el art. 1?
de la Constitución el que marca a fuego los aspectos estatutarios del juez federal argentino,
el cual se manifiesta especialmente por el sistema de designación, remoción, garantías y
atribuciones que rodean su actuación.
La Corte Suprema de Justicia debe su existencia a la Constitución de 1853,
que en su artículo 94 atribuía a dicho tribunal el ejercicio del Poder Judicial de la Nación,
el cual fue sabiamente utilizado por la Corte Suprema a pocos meses de comenzar su labor
en el quinto asunto que debió resolver (Fallos 1:32, sentencia del 4 de diciembre de 1863),
enfatizando que la separación de poderes configuraba un “principio fundamental” cuya
inobservancia “destruiría la base de nuestra forma de Gobierno”, para declarar así nulo
un decreto del Poder Ejecutivo que había asignado funciones jurisdiccionales a un Capitán
de la Armada, usurpando de este modo la atribución deferida por la Constitución al Poder
Legislativo de crear los tribunales inferiores a la Corte Suprema.
Esta breve introducción sobre el modelo representativo y republicano
adoptado en la República Argentina, sirve de plataforma para centrar esta presentación en
dos tópicos que hacen a la preservación de la independencia del Departamento Judicial
como Poder del Gobierno Federal, los cuales no siempre han sido apreciados en mi país
como elementos estructurales de la mencionada autonomía, a pesar de que tienen una
relevancia marcada como instrumentos destinados a defender al Poder Judicial de las
tensiones nacidas del avance que sobre sus atribuciones intentan realizar los Poderes
Ejecutivo y Legislativo.
Los componentes a que se hará referencia son los poderes implícitos que
asisten a la Corte Suprema como titular del Poder Judicial y las atribuciones de este
Tribunal para gobernar la administración interna de dicho departamento del Estado.
A modo de conclusión se intentará demostrar la inescindible interrelación
que existe entre estos dos elementos y la forma en que los poderes implícitos contribuirán
a mantener intangible el rol de la Corte Suprema como cabeza del Poder Judicial,
sobremanera a partir de la reforma constitucional de 1994.
1. LOS PODERES IMPLICITOS.
Con las palabras poderes implícitos se expresa la idea de facultades que, sin
estar enumeradas en la Constitución, se encuentran incluídas como propias de los órganos
encargados del cumplimiento de las funciones de gobierno. Estas facultades están
imbricadas a las explícitas, para la plena y efectiva realización de los fines que deben
cumplir el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial, vale decir, las facultades
de autoregulación y autoadministración necesarias para su funcionamiento como órganos
insustituíbles del Estado.
Predicar que cualquiera de los departamentos del gobierno es un Poder en
el sentido constitucional que se viene puntualizando, implica afirmar como condición
necesaria que detenta en forma indelegable e insustituíble determinadas atribuciones que
hacen a su ontología y sin las cuales la nominación de Poder se reducirá únicamente al
rótulo, a una expresión meramente declamativa vaciada de contenido real en un genuino
sistema de frenos y contrapesos. El ejercicio independiente de un real Poder del gobierno,
exige indispensablemente contar con facultades autónomas de reglamentación para todo el
departamento de que se trate, de administración financiera y funcional interna y, con igual
énfasis, de carácter disciplinario con respecto a toda la planta del personal que integre el
órgano que se rige; de no contar con estas atribuciones o de ejercerlas en forma parcial o
limitada por haber sido deferidas a otro departamento, no estaremos en presencia de un
Poder autónomo en la comprensión constitucional que se viene examinando.
Cuando la Constitución Nacional confiere al Presidente, como órgano que
tiene a su cargo la función ejecutiva, la condición de “Jefe supremo de la Nación, jefe de
gobierno y responsable político de la administración del país y comandante en jefe de todas
las fuerzas armadas de la Nación”, le asigna en los 20 incisos del art. 99 un conjunto
explícito de atribuciones. Pero la complejidad y amplitud exponencial de las cuestiones y
problemas inherentes al gobierno de una nación, en la edad contemporánea, demuestran
que esa enumeración no es taxativa y que la naturaleza de la función ejecutiva explica la
formación y el desarrollo de facultades propias e implícitas para la eficiente conducción del
gobierno, bajo el estricto control de los otros órganos que la Constitución prevé.
Esos poderes implícitos en el ámbito del departamento ejecutivo, se
relacionan prioritariamente con el manejo de las relaciones internacionales y los poderes de
guerra. La lógica de las cuestiones internacionales, el dominio de la información, la
capacidad de reserva y de inmediatez en la respuesta, hacen que necesariamente esas
facultades implícitas correspondan en mayor extensión al ciudadano en ejercicio del Poder
Ejecutivo. Con respecto a su uso, será misión de la Corte Suprema juzgar si se han
trasgredido los límites, si el presidente ha obrado en desacuerdo con la Constitución y, en
consecuencia, si los poderes implícitos están sujetos al control de constitucionalidad
confiado al Poder Judicial.
En cuanto al Poder Legislativo, la Constitución establece el sistema bicameral
y enumera en los 32 incisos del art. 75 las atribuciones que corresponden al Congreso como
facultades explícitas que, en tanto preceptos abiertos de naturaleza programática, llevan
imbricadas las atribuciones implícitas necesarias para darles operatividad. Por lo demás,
el último inciso de dicho artículo les brinda legitimidad, al reconocer que corresponde al
Congreso “hacer todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner en
ejercicio los poderes antecedentes y todos los concedidos por la presente Constitución al
Gobierno de la República Argentina”, reconociendo al Congreso la jerarquía de principal
representante del electorado de la República.
Con relación al Poder Judicial, la Constitución no puede ser más clara y
terminante, pues en el art. 108 -según la reforma de 1994- consagra de modo imperativo que
“El Poder Judicial de la Nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia y por los
demás Tribunales inferiores que el Congreso estableciese en el territorio de la Nación.
Esta disposición, que reitera el citado art. 94 de la Constitución de 1853,
autoriza implícitamente a la Corte Suprema a usar los medios de acción para poner en
ejercicio todos los poderes que sean necesarios para cumplir con el fin prevista en la Carta
Magna. Puede y debe, por lo tanto, declarar en desacuerdo con el precepto constitucional
mencionado, toda disposición legal o reglamentaria que enerve, impida, obstaculice o
provoque inseguridad o incertidumbre respecto de quien tiene a su cargo lo concerniente
a la función judicial, al desempeño de todas las tareas relacionadas con la aplicación del
derecho, el imperio de la ley y el funcionamiento de los tribunales de justicia.
Los autores de la doctrina que han sido los principales comentadores de la
Constitución, han coincidido en afirmar que el Poder Judicial cuenta, como las ramas
ejecutiva y legislativa, de las atribuciones imprescindibles que, precisamente, hacen a su
condición de Poder del Gobierno. Joaquín V. González (“Manual de la Constitución
Argentina”, pág. 632, ed. 1897), expresa que “en cuanto a la Corte Suprema es la
representación más alta del Poder Judicial de la Nación, tiene facultades o privilegios
inherentes a todo poder público, para su existencia y conservación”. Y es igualmente
pertinente transcribir el comentario -al art. 99 de la Constitución de 1853- de M.A. Montes
de Oca (“Lecciones de Derecho Constitucional”, t? II, pág. 416, ed. 1917), cuando enseña
que “este artículo comprueba que la separación de poderes no es completa y que cada uno
tiene atribuciones propias de los otros dos, aún tratándose del Poder Judicial. La Corte
Suprema puede dictar reglamentos de observancia constante en todos los tribunales,
reglamentos que, estrictamente, serán de la competencia del Congreso, habilitado para
dictar las leyes, para poner en ejercicio las atribuciones conferidas por la Constitución a
todos los departamentos del Estado. Pero, como es la Corte Suprema la que está en mejor
situación de conocer los detalles íntimos de la administración judicial, como es ella la que
debe saber con más precisión cuáles son las necesidades para el movimiento administrativo
de los tribunales, se le acuerda el privilegio de dictar sus reglamentos, obedeciendo a
consideraciones análogas a las que se han tenido en cuenta para dejar a cada Cámara del
Congreso la prerrogativa de dictar su reglamento especial”.
La Corte Suprema Argentina ha reconocido para si poderes implícitos desde
hace casi un siglo, y ha echado mano de ellos como un instrumento eficaz en cada uno de
los distintos casos en que consideró afectada la independencia del Poder Judicial como
consecuencia de disposiciones que reputó inconstitucionales.
En este orden de ideas, en el caso “Delfín N. Baca” del 14 de marzo de 1903,
consideró como una atribución inherente a la naturaleza del poder que ejerce, la facultad
de juzgar la constitucionalidad y legalidad de una designación de un magistrado que no
había sido efectuada por quien desempeñaba la titularidad del Poder Ejecutivo.
En el caso “Fernandez Dupuy” del 2 de abril de 1945, la Corte reiteró dicho
principio y lo integró, también en oportunidad de juzgar sobre el título de un magistrado
designado por un gobierno de facto, con la declaración de oficio de la inconstitucionalidad
en el ámbito de las actividades derivadas del art. 99 de la Constitución de 1853, que autoriza
al Tribunal Supremo a dictar su reglamento interno y, por consiguiente, a fijar las
condiciones con arreglo a las cuales ejercitará su facultad de tomar juramento a los
magistrados designados por el Poder Ejecutivo.
Esta doctrina fue reiterada por la Corte Suprema en los casos de los
Tribunales de Enjuiciamiento de Magistrados Provinciales, del 7 de marzo de 1968, y del
juez federal Víctor A. Guerrero, del 11 de febrero de 1957, en el primero de los cuales se
negó a cumplir con una ley que establecía que un juez de la Corte integre el mencionado
Tribunal de enjuiciamiento de jueces estaduales pues violentaba la forma federal de
gobierno, y en el restante impidió que que los actos cumplidos por un juez federal en
ejercicio de sus funciones sean juzgados por una autoridad militar.
En el caso “Alfredo Massi” del 27 de junio de 1963, la Corte reivindicó para
si, en su condición de órgano supremo y cabeza del Poder Judicial, las atribuciones necesarias
para salvaguardar la investidura de los jueces de la Nación, en el ejercicio de sus
funciones judiciales y en la medida en que ineludiblemente lo requiera el resguardo de su
garantía constitucional, respecto de la alteración activa de ella por obra de otros Poderes
del Gobierno. Ello llevó a declarar que la remoción irregular de un juez de la Nación no es
admisible y que debe desconocerse la facultad de su traslado, no consentido, del asiento de
su jurisdicción, agregándose que no cabe sustraer a los jueces la designación de sus
subordinados y que no es legal la reducción de sus remuneraciones y el retardo de su pago.
La doctrina fue conceptualmente profundizada y materialmente limitada en
la causa “Díaz García”, del 3 de junio de 1964, al asignarse la Corte la condición de órgano
capital del Poder Judicial de la Nación y poseer en tal carácter facultades implícitas para
la preservación de la autonomía de los tribunales que la integran frente a los avances de los
otros Poderes. Empero, tal doctrina no justifica la extensión de esas facultades en al ámbito
de la autonomía reservada a las provincias, negándose por ende a tomar intervención ante
un conflicto de poderes locales.
Aquel primer precedente de 1903 fue invocado por el Tribunal Supremo el
9 de Febrero de 1984 en oportunidad de examinar la ley que imponía a la Corte la
designación de los jueces del Tribunal de Ética Forense, negándose a ejercer la función
asignada por exceder notoriamente el marco de las atribuciones jurisdiccionales que la
Constitución Nacional le otorga y a las cuales debe ceñirse estrictamente en su accionar.
En igual sentido, la Corte Suprema hizo uso de sus facultades inherentes
frente a avances del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo sobre atribuciones que calificó
como propias e indelegables. El 30 de septiembre de 1986, desconoció validez a una ley del
Congreso que modificaba la jerarquía funcional y presupuestaria de un funcionario de una
Cámara Federal, pues dicha atribución sólo compete a la Corte por el expreso mandato
constitucional de organizar el reglamento interno del Poder Judicial. El 8 de octubre de
1991 declaró de oficio la inconstitucionalidad de un decreto del Poder Ejecutivo que
suspendía la facultad legalmente acordada a la Corte de fijar las retribuciones de los Magistrados,
Funcionarios y Empleados del Poder Judicial, imputándole los vicios de
incompetencia y de estar afectado por un grave error de derecho.
Una situación de significativa tensión entre el Poder Ejecutivo y el Poder
Judicial se presentó durante 1991. Dado que la ley federal de autarquía financiera del Poder
Judicial facultaba a la Corte Suprema para confeccionar su presupuesto y establecer las
remuneraciones de magistrados, funcionarios y empleados del sector, el Tribunal procedió
mediante sendas acordadas a fijar las retribuciones correspondientes a dicho año. El Poder
Ejecutivo dictó un decreto suspendiendo -por ese mismo año- la vigencia de la ley aludida
y los efectos de los actos dictados al amparo de esa norma, lo cual implicaba desconocer las
resoluciones por las cuales la Corte había fijado las remuneraciones. Frente a ello, la Corte
Suprema dictó una severa acordada el 8 de octubre de 1991, en la cual -invocando sus poderes
inherentes y su condición de cabeza del Poder Judicial- anuló el decreto del Poder
Ejecutivo Nacional por ser portador de un grave error de derecho, en la medida en que fue
dictado con un vicio de incompetencia al ejercer facultades que habían sido deferidas a la
Corte, violando por ende la independencia de esta Departamento del Gobierno Federal. El
Poder Ejecutivo acató la decisión del Tribunal y dio íntegro cumplimiento a ella,
proveyendo los fondos necesarios para afrontar el pago de las nuevas remuneraciones
establecidas.
Por último, y dejando de lado otras situaciones que guardan marcada
analogía con las señaladas, considero relevante destacar dos recientes pronunciamientos de
la Corte Suprema, los cuales permitirán comprender el énfasis con el cual se ha tutelado la
independencia del Poder Judicial Federal.
En el primero de ellos, el Tribunal examinó la aplicación de la ley que
gravaba con el impuesto a las ganancias las retribuciones de los magistrados, a pesar de que
la Ley Suprema disponía que tales compensaciones no son susceptibles de ser disminuidas
en manera alguna.Mediante acordada dictada el 11 de abril de 1996, la Corte Suprema
declaró que ejercería sus poderes inherentes e irrenunciables como cabeza del Poder
Judicial, pues no se presentaba una mera afectación de los derechos subjetivos de los magistrados,
sino una inaceptable y evidente injerencia legislativa que afectaba
institucionalmente la independencia de este Departamento del Gobierno Federal, cuya
defensa debía ser llevada a cabo con la mayor celeridad y firmeza por vía de acordada sin
aguardar la presencia de un caso jurisdiccional. Sobre tal base, la Corte Suprema declaró
que el Congreso Nacional había legislado sobre una materia vedada por la Constitución
Nacional, por lo que declaró inaplicable la ley sancionada. Cabe mencionar que esta
decisión fue acatada por las autoridades de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, que no
insistieron con proyectos de leyes análogas ni practicaron en los salarios de los magistrados
las retenciones que legalmente correspondían.
El segundo caso tuvo su razón de ser en un conflicto suscitado también con
el Congreso de la Nación. Como consecuencia de los dos trágicos atentados perpetrados en
mi país contra la Embajada del Estado de Israel y contra la sede la Asociación Mutual
Israelita de la Argentina (A.M.I.A.), tomaron intervención para las investigaciones
correspondientes la Corte Suprema, para el primer hecho, y el juzgado federal en turno,
para el segundo. No obstante, el Congreso de la Nación consideró apropiado constituir una
Comisión Bicameral Especial de Seguimiento de las Investigaciones de dichos atentados,
en cuyo reglamento interno se la facultaba para requerir de los tribunales intervinientes una
exposición trimestral de las actividades llevadas a cabo.
La Corte Suprema, mediante acordada del 26 de diciembre de 1996, recordó nuevamente
los poderes implícitos que constitucionalmente le asistían, los cuales debía ejercer en el caso
para salvaguardar el libre desarrollo y la función específica que la Constitución Nacional
le atribuye a los jueces, que son incompatibles con las competencias que se asignaba la
comisión investigadora, además de que éstas suponían una subordinación de los jueces con
otro poder del Estado que desconoce el principio republicano de separación de poderes,
todo lo cual llevaba a rechazar la intervención de la comisión legislativa en los términos
objetados.
2. LAS FACULTADES DE GOBIERNO DE LA CORTE SUPREMA.
En su condición de titular del Poder Judicial y por expreso mandato
constitucional de dictar su reglamento interior y económico (arts. 94 y 99 de la Constitución
de 1853), la Corte Suprema asumió desde su puesta en funcionamiento el gobierno de todas
las cuestiones administrativas que hacen a su estructura como departamento de uno de los
Poderes del Estado, al punto que la primer acordada dictada tuvo en mira regular la
integración del personal auxiliar y su funcionamiento interno.
Con el transcurso del tiempo y dado el significativo crecimiento de los
tribunales, la creación de una instancia intermedia entre los jueces federales y la Corte
Suprema, las actividades administrativas del tribunal se incrementaron notoriamente, al
extremo de que actualmente se encuentran en funcionamiento 4 Secretarías, con
competencias deslindadas en funciones estrictamente administrativas y contables, judiciales,
de auditoría interna y de cuerpos periciales y policía del Poder Judicial. Todas ellas, actúan
bajo la coordinación de un Administrador General que depende del Presidente del
Tribunal.
Si bien es cierto que la Corte Suprema ha delegado funciones en las Cámaras
Federales con respecto a la jurisdicción de cada una de ellas, no puede desconocerse que el
ejercicio del gobierno del Poder Judicial requiere de la Corte una dedicación de tiempo,
esfuerzo e intelecto que se agrega al cumplimiento de la función jurisdiccional, produciendo
un natural recargo de tareas entre los señores jueces y, especialmente, en el Presidente del
Tribunal.
Desde la meditada y prudente preparación del presupuesto de gastos y
recursos que deberá aprobar el Congreso Nacional hasta el sencillo pago de los bienes de
uso, todas estas tareas son realizadas por las dependencias de la Corte Suprema. La
habilitación de nuevos tribunales, la adquisición de edificios para ellos, el ejercicio del poder
disciplinario sobre magistrados, funcionarios y empleados, la organización y administración
de la obra social de todo el personal, la organización de los cuerpos periciales, la
administración y ejecución del presupuesto, la determinación de las remuneraciones de
todos los integrantes del Poder Judicial, la reglamentación de todo el régimen público de
jueces, funcionarios y empleados, las licitaciones para la provisión de elementos
informáticos, configuran un muestreo de la índole y diversidad de la actividad
administradora desarrollada por la Corte Suprema.
La reforma constitucional de 1994 ha creado en la órbita del Poder Judicial
el denominado Consejo de la Magistratura, sentando los lineamientos de las facultades,
atribuciones e integración de dicho cuerpo, mas delegando en una ley posterior del
Congreso todo lo concerniente a la reglamentación de los aspectos meramente enunciados
en la disposición constitucional.
El novel instituto consagrado por la reforma reciente estará integrado por
representantes de los órganos políticos resultantes de la elección popular -Poderes Legislativo
y Ejecutivo-, de los jueces de todas las instancias, de los abogados y por otras
personas del ámbito académico y científico. Sus atribuciones son: seleccionar los postulantes
para las magistraturas inferiores, emitiendo las propuestas correspondientes al Poder
Ejecutivo; administrar los recursos y ejecutar el presupuesto de la administración de
justicia; ejercer las facultades disciplinarias sobre magistrados; decidir la apertura del
proceso para la remoción de los jueces, formulando la acusación ante un tribunal de
enjuiciamiento y con la facultad de ordenar la suspensión del encausado; dictar los
reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios
para asegurar la independencia de los jueces.
Como se observa, el marco de incumbencias del mencionado consejo no
resulta reprochable de por sí, pues tiene por finalidad -como se ha reconocido en el debate
de la convención constituyente- absorber en gran medida la ejecución de la ingente
actividad de naturaleza administrativa que llevaba a cabo la Corte Suprema, reservando
para el Alto Tribunal la titularidad del ejercicio del Poder Judicial, pues dicha función ha
sido expresamente reiterada en el art. 108 de la Constitución.
No obstante que en mi país se han alzado opiniones que rechazan con
vehemencia la creación del mencionado organismo en los términos señalados por entender
que implica un inequívoco avance sobre el Poder Judicial por parte del resto de los Poderes
constituidos, y alguna de ellas sumamente calificadas como la de la Academia Nacional de
Ciencias Morales y Políticas, considero que si la legislación reglamentaria no desnaturaliza
ni exorbita la función del Consejo de la Magistratura, éste constituirá un instrumento
sumamente eficaz para perfeccionar el gobierno del Poder Judicial que, reitero porque este
es el nudo del asunto, sigue estando en cabeza de la Corte Suprema de Justicia.
Por cierto que para sentar claramente los roles del consejo, es prioritario
conocer y no perder de vista en momento alguno dos premisas básicas e inmodificables.
Por un lado, que en el diseño constitucional Argentino, como en el de los
Estados Unidos, el departamento judicial es un genuino Poder del Gobierno Federal cuya
titularidad ha sido asignada a la Corte Suprema, que goza de la misión esencial de ser el
intérprete final de la Constitución y de velar por su supremacía frente a actos lesivos de ella
dictados por los Poderes Legislativo o Ejecutivo; además, y con pareja trascendencia, ya se
ha destacado que el Alto Tribunal cuenta con poderes implícitos para preservar su
independencia ante la tensión provocada por el avance de las otras ramas del gobierno.
El otro postulado elemental, está dado porque el consejo incorporado por la
reforma reciente es extraño a los regímenes de gobierno que, como el argentino, reconocen
su filiación en la Constitución de Filadelfia de 1787, ya que ha tenido su génesis en Estados,
que como Francia, Italia o España, no reconocen al departamento judicial la condición de
Poder de Gobierno sino el rol de una mera administración de justicia, como un
desmembramiento histórico de la función ejecutiva; de ahí, que los consejos nacieron en
dichos países para fortalecer la débil independencia de que gozaba la administración de
justicia, pues ésta no contaba, ni cuenta, con el control de constitucionalidad de los actos
de los otros poderes del gobierno.
Sólo a partir de una adecuada comprensión de dichos principios se podrá, en
nuestro caso por la reglamentación legislativa, armonizar debidamente el esquema constitucional
que considera al departamento judicial como un Poder independiente, con la
incorporación de un organismo de la naturaleza, integración y funciones que asisten al
Consejo de la Magistratura.
Por ello, no puede haber una duda razonable de que el ejercicio del Poder
Judicial ha quedado en cabeza de la Corte Suprema, con el alcance de que tal atribución
no se reduce al recto ejercicio de la función jurisdiccional sino que abarca, con igual
trascendencia, disponer todo lo necesario para el gobierno de dicha rama del Estado y,
especialmente, utilizar todos los poderes, explícitos o inherentes, para defender la
independencia del Poder que se ejerce.
Con tal comprensión, el mencionado consejo deberá asumir las tareas que
hasta ahora desempeñan las Secretarías de Superintendencia de la Corte Suprema,
siguiendo las directivas y políticas de administración que le fije el Alto Tribunal. Con
particular referencia al ejercicio del poder disciplinario sobre los magistrados y
funcionarios, es indeclinable la función de la Corte de tener la última palabra en una
cuestión de trascendente gravedad como la señalada, pues ella es inescindible de su
condición de titular del Poder Judicial.
En cambio, entiendo que el mencionado consejo es plenamente soberano en
la selección de los postulantes para la magistratura inferior y en la acusación de los jueces
para su enjuiciamiento político, pues dichas incumbencias jamás han pertenecido al Poder
Judicial y, en todo caso, han sido detraídas de la esfera de actuación del Poder Ejecutivo,
en el primer caso, y del Poder Legislativo, en el segundo.
3. INTERRELACION ENTRE PODERES IMPLICITOS Y
LAS FACULTADES DE GOBIERNO DE LA CORTE SUPREMA.
Cuando se examinó el orígen y la finalidad de los poderes inplícitos de la
Corte Suprema en tanto titular del Poder Judicial, fue destacado que las facultades de la
naturaleza indicada apuntaban indisimulablemente a disponer lo necesario y adecuado para
permitir el recto ejercicio del Poder Judicial, cuya línea directriz, emblemática, ha sido por
casi un siglo la de preservar su independencia frente al avance de los otros poderes
constituidos. Los casos puntualizados en que la Corte Suprema utilizó estos poderes,
exhiben vehementemente un ideal común y constante de no permitir el avasallamiento de
su autonomía, declarando la inconstitucionalidad de los actos que intentaban la mencionada
afectación institucional, sea porque le impedían ejercer su función jurisdiccional, fuera
porque se entrometían en el gobierno de dicha rama del Estado.
La independencia del Poder Judicial tal como fue contemplada en la
Constitución de 1853 y reiterada con la reforma de 1994 no se verá afectada en modo
alguno, si el organismo injertado en nuestro sistema institucional se alínea para servir a la
Corte Suprema en su indeclinable función de gobernar este departamento del gobierno
federal, ejecutando y llevando a cabo las políticas generales de administración que le fije el
Tribunal y cumpliendo las expresas directivas que le ordene para casos específicos.
De no verificarse esta incorporación del novel organismo al ámbito cuyo
gobierno la Constitución asigna a la Corte Suprema y de ser erigido en una institución con
atribuciones análogas a las que asisten a los consejos que operan en un sistema
político-institucional claramente diverso del modelo constitucional argentino, peligraría
seriamente la independencia del Poder Judicial; con mayor prevención, todavía podría
plantearse si el departamento de justicia seguiría conservando su condición de poder del
gobierno federal.
Si la rama judicial es por su naturaleza, la de mayor debilidad al no poseer
-como lo sostuvo Hamilton- bolsa ni espada, tal situación se agravaría ostensiblemente si
este nuevo organismo estuviere integrado mayoritariamente por representantes de los otros
poderes constituidos, dedicándose con plena libertad a administrar y ejecutar el presupuesto
de gastos y recursos, a juzgar definitivamente la responsabilidad disciplinaria de los
jueces y funcionarios, así como a dictar reglamentos internos de funcionamiento de los
tribunales con abstracción de lo que piense la Corte Suprema sobre el punto.
La titularidad del ejercicio de las atribuciones señaladas precedentemente no
puede ni debe recaer en otro seno que no sea quien detenta, por mandato constitucional,
el ejercicio del Poder Judicial de la Nación, pues éste no se reduce únicamente a la
resolución de conflictos judiciales sino que, alcanza, con igual grado de importancia, al
gobierno interno del departamento para permitir el más adecuado y eficaz ejercicio de la
mencionada función jurisdiccional. Si, como también enseño Hamilton, un poder sobre la
subsistencia del hombre equivale a un poder sobre su voluntad, de trasladarse este concepto
a las relaciones institucionales o interórganos, quien detenta la administración y ejecución
presupuestaria del poder judicial así como la última decisión sobre la responsabilidad
disciplinaria de los jueces, contará con la posibilidad cierta y predecible de afectar la
independencia del poder judicial, aniquilando de modo insuperable la forma republicana
y representativa de gobierno por la que optaron los constituyentes argentinos hace más de
140 años, al consagrarla en el primer artículo de la Constitución Nacional.
Es absolutamente prioritario, pues, que la Corte Suprema encuentre en este
Consejo de la Magistratura un organismo que se integre como realizador de la trascendente
función de gobierno que asiste al Tribunal, pues las cuestiones que nos aquejan son
numerosas y, en algunos casos, de problemática solución frente a las restricciones
presupuestarias. Descartamos que los legisladores, conocedores de la inquebrantable
jurisprudencia de la Corte Suprema en torno a sus facultades inherentes, acordarán a este
instituto una reglamentación respetuosa de la forma republicana de gobierno, que
contribuya a preservar la independencia del Poder Judicial, tal como los constituyentes lo
han proclamado con todo énfasis al enunciar las finalidades del organismo en cuestión.

JORNADAS – EXPERIENCIAS DE REFORMA Y MODERNIZACION. VICTORIA. ESPAÑA

INTERVENCIÓN DEL DR. JULIO SALVADOR NAZARENO,
PRESIDENTE DE LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
Y
DEL CONSEJO DE LA MAGISTRATURA
DE LA REPÚBLICA ARGENTINA,
EN LAS JORNADAS SOBRE EXPERIENCIAS DE REFORMA Y
MODERNIZACIÓN DE LA JUSTICIA EN IBEROAMÉRICA.
Vitoria, España
Octubre de 2.000
Sin perjuicio de la intervención del Dr. Cruchaga, Consejero del
Consejo de la Magistratura de mi país, quiero formular algunas
consideraciones atinentes a estos complejos procesos que hemos encarado a
fin de extraer algunas conclusiones, a partir de la experiencia recogida en
estos últimos años.
Desde hace ya más de una década, la República Argentina se halla
abocada a acciones cuyo propósito es el de mejorar la actividad
jurisdiccional.
La Corte Suprema de Justicia no se ha limitado a acompañar estos
emprendimientos, prestando su colaboración en la elaboración de
diagnósticos, sino que ha asumido un rol activo disponiendo medidas
concretas para la mejor recepción de reformas atinentes a la administración
de justicia adoptadas en otros ámbitos. Contribuye así a la operatividad de
ciertos institutos novedosos introducidos en la legislación.
El Tribunal -consciente de los cambios producidos en la realidad
sobre la que debe operar- ha tomado disposiciones para obtener una
distribución más racional de sus recursos, ha reestructurado sus
dependencias, a fin de tornarlas más funcionales y en mejores condiciones
de dar respuesta a las necesidades que se plantean.
En cuanto a la herramienta que constituye el empleo de la informática
aplicada a la gestión judicial, ya desde el año 1983 se inició un plan de
prioridades para la informatización de la justicia nacional, el que tomó
impulso desde el año 1986. En la actualidad la mayoría de los fueros se
encuentran informatizados no sólo en lo referente a la asignación de causas
sino también en lo que hace a la gestión de los expedientes. Incluso ya se ha
encarado el reemplazo de los primitivos sistemas que se habían adoptado
por otros más acordes con las necesidades actuales y los avances
tecnológicos.
Pero la Corte Suprema de Justicia de la Nación no solo participa en la
mejora de la actividad jurisdiccional desde el ámbito de su propio
ordenamiento, sino que también lo hace a través de sus fallos judiciales
mediante los cuales no solo recepta los nuevos institutos incorporados a la
Carta Magna por la reforma del año 1994 y otras disposiciones legales,
vigorizándolos, sino que incluso en temas trascendentes sus criterios han
sido a su vez incorporados por el constituyente de reforma.
Una breve reseña sobre ciertos aspectos de relevancia acaecidos en los
últimos años será ilustrativa a efectos de formular un panorama del cual
pueden extraerse valiosas conclusiones.
En primer lugar habré de señalar el importante aporte realizado por el
Tribunal que, consciente de las consecuencias que se derivan de los fallos en
que se ventilan cuestiones de la mayor trascendencia institucional, dejó de
lado criterios anteriores y estableció doctrinas consideradas luego por la
convención reformadora de 1994 para sancionar el actual texto del art. 75 de
la Carta Magna. En efecto, en el año 1992 se decidió un caso en el cual se
esgrimía el derecho de réplica, no incorporado en el derecho interno, pero
contemplado en el art. 14.1 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos suscripta por el país. La Corte Suprema sentó en el precedente
“Ekmekdjian” la supremacía de los tratados en vigor en la jerarquía de la
pirámide normativa argentina en particular con relación al ámbito de los
derechos humanos.
Destaco que el nuevo texto del art. 75 inciso 24 de la Constitución
prevé la aprobación de tratados de integración que deleguen competencias y
jurisdicción a organizaciones supraestatales en condiciones de reciprocidad e
igualdad, y que respeten el orden democrático y los derechos humanos. Las
normas dictadas en su consecuencia tienen jerarquía superior a las leyes.
Esta jerarquía supralegal fue admitida reiteradamente por la Corte, como en
un reciente pronunciamiento (Dotti, Miguel A. y otro, de mayo de 1998),
donde se admitió la supremacía de las normas emanadas de un proceso de
integración, aun cuando en la especie estas fueron adoptadas a través de un
acuerdo en forma simplificada, desde que eran consecuencia de un anterior
tratado ratificado por ley del Congreso.
Dentro de las importantes reformas encaradas en los últimos años
reviste particular trascendencia la incorporación en la reforma constitucional
de 1994 del Consejo de la Magistratura. Desde el momento en que dicho
órgano, como es el caso de la República Argentina, participan representantes
del derecho y académicos y legisladores que han sido elegidos por el voto
popular, la elección de los futuros magistrados aparece como el fruto de un
proceso dotado de mayor transparencia en que, al menos desde el punto de
vista legal, se otorgará preeminencia al valor de la idoneidad. En la medida
en que el Consejo de la Magistratura responda a las expectativas que la
ciudadanía ha cifrado en él, su intervención en este ámbito debe ser recibida
con beneplácito pues contribuye a que la sociedad controle, a través de sus
representantes, el proceso de selección de magistrados, a la vez que por
existir concursos públicos basados en criterios objetivos para la evaluación
de antecedentes y las pruebas de oposición, permite la incorporación de
aquellos que responden a los criterios de idoneidad que contribuirán a
mejorar la función judicial.
En lo relativo a los cambios introducidos en materia penal, la
República Argentina emprendió en la década del noventa, la tarea de renovar
el sistema de enjuiciamiento penal a nivel nacional. La renovación importó
pasar de un sistema escrito, marcadamente inquisitivo y lento, a un sistema
de enjuiciamiento oral y público de carácter prevalentemente acusatorio que
jerarquizara la función jurisdiccional y que acompañó el movimiento de
incorporación del derecho internacional de los derechos humanos que se
había iniciado en 1983 y que encabezado por la Corte Suprema de Justicia
de la Nación dominó la jurisprudencia de la década y obtuvo, como
señalamos, su consagración en la reforma constitucional de 1994.
Ciertamente la transición no fue tarea sencilla pues los primeros años
debieron convivir ambos sistemas de enjuiciamiento y la necesidad de dar
una rápida solución a los casos más antiguos, llevó a concentrar gran parte
de los esfuerzos en un sistema caduco que llegaba a su fin, en desmedro del
sistema que se proponía para el futuro. No obstante ello, la Corte Suprema
de Justicia efectuó un importante aporte de recursos propios para facilitar
este paso y acelerar la puesta en marcha del mayor número posible de
nuevos Tribunales aún en los momentos de menor disponibilidad
económica.
La expectativa generada por este cambio favoreció una fuerte
demanda de resultados inmediatos que no se compadecía con los recursos
que se dispusieron para llevar adelante la transformación y poco colaboraron
con ella los organismos internacionales más proclives a consumir sus
recursos en “monitoreos” y “seguimientos” que en aportes positivos para el
cambio.
No obstante ello, el saldo es positivo no sólo en cuanto a la efectiva
reducción de los términos del proceso sino fundamentalmente en la
instrumentación de un dispositivo de garantías, mucho más efectivo y
confiable, para todas las partes intervinientes en el proceso, sino también por
la irrupción en el sistema de enjuiciamiento penal de la efectiva publicidad
del juicio.
En esta materia, una importante dinámica de reforma legislativa ha
introducido nuevos institutos y modificaciones tales como la suspensión del
juicio a prueba, la instrucción sumaria directa por parte del Ministerio
Público Fiscal, o la posibilidad de que el imputado y el representante del
Ministerio Público puedan, en casos menores, acordar la abreviación del
juicio. Asimismo, fue creada la Cámara de Casación Penal que vino a
completar el sistema instituido, garantizando por un lado, plenamente el
derecho de todo inculpado de un delito a recurrir el fallo ante juez o tribunal
superior conforme lo establece el art. 8.2 del Pacto de San José de Costa
Rica, de rango constitucional en la Argentina. Y, por otro lado en la práctica,
dispensó a la Corte Suprema que, a fin de garantizar este derecho venía
asumiendo esta facultad, por vía de una interpretación amplia del recurso
extraordinario por arbitrariedad de sentencia. Todas estas reformas que
tienden a profundizar un cambio ya irreversible en el sistema de
enjuiciamiento penal, tienen como objetivo concentrar en los jueces la labor
eminentemente jurisdiccional despojándolo de aquellas tareas
administrativas o subalternas que lo distraen de su función primordial como
integrante de uno de los poderes del Estado cual es la de decir el derecho
aplicable al caso.
Debido a numerosos factores como el retorno al régimen democrático
en 1983, los profundos cambios económicos operados en el país, la
privatización de las principales empresas de servicios públicos, se produjo la
necesidad de instrumentar nuevos cauces procesales a fin de dar respuesta al
claro proceso expansivo de la legitimación procesal que en Argentina, como
en otras latitudes, se venía produciendo.
6
Es así que la reforma de 1994 en una nueva redacción al art. 43 de la
Constitución Nacional, otorga la posibilidad a toda persona de interponer
acción de amparo contra todo acto u omisión de autoridades públicas o
particulares. Pero también acuerda esta facultad contra cualquier forma de
discriminación, y en lo relativo a los derechos que protegen al ambiente, a
la competencia, al usuario y al consumidor, así como a los derechos de
incidencia colectiva en general no solo al afectado, sino también al defensor
del pueblo y a las asociaciones que propendan a esos fines. En este último
supuesto también señalo un fallo del Tribunal por el cual se reconoció
legitimación activa a una entidad de usuarios de energía eléctrica para
cuestionar la validez de un tributo provincial (“Grandes Usuarios de Energía
Eléctrica de la República Argentina”, 1997).
En lo atinente al habeas corpus y al habeas data también el Tribunal
admitió la legitimación activa con una concepción amplia.
Cabe asimismo detenerse en recientes reformas legislativas que
incorporaron los métodos alternativos de resolución de los diferendos, tales
como la mediación, en materias civil, comercial y laboral. Ello ha
significado un valioso aporte no solo por la faceta positiva que ofrece la
composición de sus diferencias por los propios interesados sino además por
sus implicancias en la disminución de la tarea judicial. Esto permite al juez
contar con una mayor disponibilidad de tiempo que será de utilidad tanto
para el estudio más profundo de las causas contenciosas como para destinar
al perfeccionamiento a través de su participación en programas de formación
continua.
Al respecto, son por demás elocuentes, las estadísticas elaboradas con
respecto a los resultados de la mediación. En materia laboral, en que existe
un servicio de conciliación obligatoria, como paso previo a la acción
7
judicial, la autocomposición alcanza aproximadamente el 42% de los
conflictos. Este sistema se ha revelado exitoso en otros fueros como el civil
y comercial federal, donde se ventilan asuntos de trascendencia económica
con acuerdos del orden del 35% y en los fueros civil y comercial, en aquellas
cuestiones en que la mediación es obligatoria, más del 65% de las causas no
han continuado en sede judicial. Los índices referidos van en aumento lo que
demuestra la progresiva instalación de este mecanismo.
Es interesante destacar la incorporación al ámbito nacional de los
Tribunales Arbitrales de Consumo como método alternativo de resolución de
disputas entre consumidores y proveedores de bienes y servicios que en el
par de años que lleva en vigencia ha demostrado ser un instrumento eficaz
para resolver un universo de conflictos que en su mayoría no encontraban
solución. La simpleza, transparencia, gratuidad, y rapidez del arbitraje del
consumo, permitió en el primer año de su implementación dar solución a un
30% de los reclamos interpuestos,
Ahora bien, a la luz de todas estas experiencias, corresponde formular
algunas reflexiones.
En primer término, cabe recordar que, al abordar el tema de las
reformas de la administración de justicia, estamos hablando de un proceso
que, como tal, comporta diversas etapas de desarrollo gradual y supone la
convivencia, durante un tiempo determinado, del sistema que se pretende
sustituir con las nuevas disposiciones adoptadas. Esto conspira contra la
obtención de resultados inmediatos y es posible que genere una cierta
insatisfacción, pero ignorarlo no haría más que acentuar el riesgo de tal
sentimiento.
8
Puede ocurrir, asimismo, que encomiables proyectos, excelentes en su
formulación teórica, no produzcan los resultados esperados o no sean
operativos por prescindir del contexto en el cual han de ser aplicados. Es que
deben ser tenidos muy en cuenta las características propias de la realidad de
cada país y las particularidades de sus sistemas jurídicos.
Contribuiría a facilitar una implementación más satisfactoria la
instrumentación de programas de difusión de los nuevos institutos para que
la ciudadanía no solo los conociera sino que advirtiera su conveniencia,
como ha ocurrido con la mediación.
Quizás estas observaciones pueden parecer obvias pero lo cierto es
que algunas experiencias vinculadas a las reformas judiciales no han tenido
el éxito esperado porque fueron diseñadas respondiendo a expectativas de
determinados sectores, como podrían ser el fiscal, el bancario, o el de
entidades internacionales, sin que se escuchara oportunamente a los sectores
judiciales que, por su experiencia en la materia, hubieran evitado tal vez
algunos fracasos previsibles en razón de las deficiencias técnicas de los
proyectos. Esto es particularmente verificable en áreas como la económica,
sensible a las fuerzas que en ella operan, y que llevó a la construcción de
mecanismos judiciales que resultaron inviables más por sus deficiencias
jurídicas que por otras razones. Señalo que en algunos proyectos de reforma,
la falta de definición del marco teórico desde el que se formularon, llevó a
prescindir de una adecuada discusión sobre la protección que merecían los
valores jurídicos enjuego y, de este modo, se confundió “celeridad procesal”
con “seguridad jurídica” y “resolución rápida” con “sentencia justa”,
sacrificando, en aras de una supuesta eficiencia, la protección de los
derechos.
Considero que una de las formas posibles de atenuar ciertas aristas
negativas de estos procesos es la de atender especialmente a las experiencias
de la magistratura, los jueces conocen las necesidades de quienes recurren a
los estrados y también las que se verifican en el ejercicio cotidiano de la
función. Conocen los aspectos negativos y los positivos de los instrumentos
legales y materiales de que se valen. Pueden entonces aportar sus reflexiones
en la formulación de propuestas de modificación, en la definición del marco
teórico de los proyectos y también en el seguimiento paulatino de su
implementación. Esta participación de la magistratura es relevante y debe ser
activamente ejercida.
La Corte Suprema de Justicia tiene en estos momentos a su
consideración un proyecto de convenio de cooperación para la reforma
judicial, a celebrar con el Ministerio de Justicia, del que participará
asimismo el Consejo de la Magistratura. Se pretende así poner en práctica
una experiencia de actividad conjunta para la elaboración de propuestas
integrales sobre la problemática judicial y la coordinación de todos los
proyectos que se están desarrollando en la Argentina a fin de aunar
esfuerzos.
Como se advierte, poner en práctica mecanismos tendientes al
fortalecimiento de nuestros poderes judiciales y a dotarlos de la capacidad de
dar una respuesta eficaz a los requerimientos de la sociedad es una tarea que,
ineludiblemente, debe contar con una participación protagónica del Poder
Judicial. Si bien la contribución de los técnicos resulta inexcusable, quienes
pueden enriquecer del mejor modo su labor son los magistrados al aportar
sus conocimientos y experiencia. La función de administrar justicia no es
una mera aplicación formal del derecho vigente al caso sino que ella encierra
10
la realización de un valor imprescindible a toda sociedad democrática en la
que se realice el bien común de los individuos que la integran.

JURISPRUDENCIA DE LA CSJN. AMPARO CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Y LIBERTAD DE EXPRESION

SEMINARIO SOBRE JURISPRUDENCIA DE LA
CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA NACION
Comunicación de doctor Julio S. Nazareno
Presidente de la Corte Suprema
Quiero aprovechar esta oportunidad para expresar,
en primer término, mi reconocimiento a la labor intelectual desarrollada por
la Universidad Católica Argentina en nuestro país, dado que el 7 de marzo
del año en curso se ha cumplido el cuadragésimo aniversario de su
fundación.
Quienes se han ocupado de la historia de esta
prestigiosa institución han afirmado, a mi juicio con razón, que los Obispos
argentinos que la fundaron no hicieron otra cosa que continuar la tarea
emprendida por la Iglesia a principios de la Edad Media en Europa; porque
es oportuno recordar que fue la Iglesia la que contribuyó a forjar las más
antiguas e ilustres universidades del Viejo Mundo: París,
Oxford,Cambridge, Heidelberg, Lovaina, Salamanca, Bolonia, por citar
algunas, fueron y siguen siendo los centros más fecundos de irradiación de
la cultura y la investigación.
El espíritu que animó la creación de esas verdaderas
comunidades intelectuales siguió soplando en nuestro continente y, entonces,
tuvimos las primeras universidades americanas: Santo Domingo, San
Marcos, Chuquisaca, y en nuestro país, la tres veces centenaria de Córdoba,
entre otras más que fueron inauguradas más tarde.
-2-
La institución que hoy nos acoge se plantea el mismo
desafío que aquéllas: no se conforma con la transmisión de un saber
libresco, sino que pretende inculcar los hábitos intelectuales aptos para el
discernimiento de la verdad; rechaza aquellos criterios educativos que, por
excesivamente pragmáticos, terminan por ser deshumanizantes; y ello
porque lo que se propone, ante todo, es el perfeccionamiento de la persona
en el marco del humanismo cristiano.
Esa concepción del quehacer académico sumada a la
acción de hombres de la talla de Angel José Battistessa, Tomás Darío
Casares, Jorge Joaquín Llambías, Mariano Castex, y Werner Goldschmidt,
entre muchos otros, han producido -y siguen produciendo- frutos fecundos.
Entre los logros más evidentes se encuentra el
crecimiento sostenido que esta universidad ha experimentado desde su
fundación, el cual, por lo visto, se proyecta hacia el futuro al ritmo que la
ciencia y los tiempos exigen.
Pero ese crecimiento fue posible porque esta
institución captó la idiosincrasia de los hombres y mujeres que estaba
destinada a educar, detectó las necesidades culturales que aquéllos
demandaban y tuvo la vocación y los medios para satisfacerlas; en suma,
comprendió la tradición cultural de la comunidad que la había visto nacer
y contribuyó a preservarla y enriquecerla demostrando -al obrar de tal
modo- que la fe no está reñida con la razón ni, mucho menos, con la
inteligencia. He aquí su logro más trascendente por el que expreso mi
sincero reconocimiento.
Este seminario no es sino un nuevo eslabón de la
inquebrantable misión formativa -intelectual, institucional y humanista- que
-3-
distingue a esta alta casa de estudios, pues los cuatro temas seleccionados
para ser abordados presentan una indisimulable trascendencia desde de las
distintas visiones que he señalado.
* El primero de ellos es el amparo.
El 27 de diciembre de este año se cumplirán cuarenta
y un años del fallo de la Corte Suprema Federal que consagró a ese instituto
como un remedio procesal apto para el resguardo de los derechos
constitucionales distintos de la libertad personal.
Tal como se desprende de la fecha de aquel
pronunciamiento, fue una Corte integrante de un gobierno de “facto” la que
consagró la admisión de ese instituto; y lo hizo contrariando el criterio
obstativo que -salvo alguna afortunada disidencia- venía sosteniendo el
Tribunal desde el siglo pasado y superando, además, el óbice relativo a la
inexistencia de un régimen legal que regulara los pormenores del amparo.
Creo que la explicación de esa circunstancia histórica
casi paradójica para el derecho constitucional radica en la convicción que
tuvieron los jueces que tomaron aquella decisión de ser, permítaseme la
expresión, “revolucionarios” frente al caso que debían juzgar.
He empleado el término “revolucionario” -al igual que
lo ha hecho algún sector de la doctrina- por oposición al de “conservador”,
teniendo en cuenta que -con prescindencia del significado corriente que se
les atribuye a estas palabras- ellas caracterizan la actitud intelectual que
uno y otro tienen frente a las circunstancias, pues mientras el primero mira
al futuro y cree en la posibilidad de conformarlo, el segundo mira al pasado
y tiende a considerarlo como un orden inmutable.
La visión institucional que tuvo la Corte en el caso
-4-
“Siri” denota un concepto dinámico de nuestra Ley Fundamental; en
definitiva, el criterio demostrado en esa sentencia nos revela que la
Constitución no se reduce a un conjunto de normas que establecen el
esquema de organización de las funciones de un Estado ni a un mero
reconocimiento de derechos, sino que también y principalmente es una
forma abierta a través de la cual pasa la vida; de ahí que la realización
efectiva de los derechos fundamentales que ella consagra constituye un
imperativo vital que, por ser tal, no puede quedar subordinado a
condicionamientos subalternos.
La doctrina sentada por el Tribunal en el precedente
citado fue complementada -como Uds. saben- en los casos “Kot” y “Outon”;
en este último se superó el obstáculo que representaba el art. 2, inc. d) de la
ley 16.986 para obtener la declaración de inconstitucionalidad de un decreto
del Poder Ejecutivo Nacional; es decir que así como la inexistencia de un
régimen legal que regulara el amparo no constituyó un obstáculo para que
la Corte protegiera los derechos de los particulares, tampoco la vigencia de
la ley 16.986 impidió al Tribunal efectuar el control de constitucionalidad
que le incumbía.
Debo agregar que la Corte ha admitido el control de
constitucionalidad mediante el amparo, implícitamente, en el precedente
“Dercoem S.A.”, sentenciado el 27 de julio de 1982, y expresamente en el
paradigmático caso “Arenzón” fallado en 1984; dicha doctrina fue reiterada
después que el Tribunal ampliara su integración en 1990 en la causa
“Peralta” del 27 de diciembre de ese año.
Ahora bien, en la actualidad este valioso instrumento
de resguardo de las garantías y derechos constitucionales está corriendo el
-5-
riesgo de ser utilizado para fines que no tienen ninguna relación con
aquellos que motivaron su aceptación jurisprudencial, legal y constitucional.
Me refiero a la desnaturalización del amparo que se
produce cuando dicho remedio es empleado para cuestionar actos cumplidos
por los poderes del Estado en el ámbito de sus facultades privativas; o bien,
cuando la promoción de la demanda encubre el logro de propósitos políticos
que se han visto frustrados en su realización en el ámbito que les es propio.
La experiencia indica que mediante tales prácticas se
ha pretendido -bajo la apariencia de una controversia- judicializar
cuestiones de carácter político que no están deferidas a los jueces en el
diseño institucional de la República instaurado por nuestra Constitución
hace ciento cuarenta y cinco años.
La finalidad que ha animado a esas presentaciones
judiciales queda al descubierto cuando se advierte que, en muchas de ellas,
se obtuvieron medidas cautelares que -por la naturaleza de la acción
intentada- importaron el cumplimiento de una sentencia de condena para
uno de los poderes de la Nación.
Conviene tener en cuenta, en este orden de
consideraciones, que en la causa “Prodelco”, fallada el 7 de mayo de 1998
y en la cual se impugnaba el rebalanceo de las tarifas telefónicas, el voto de
todos los jueces que integran el Tribunal coincidieron en que el amparo no
es la vía idónea para resolver materias que, por su evidente complejidad
técnica, requieren de mayor amplitud de debate y prueba; se sostuvo,
además, que el art. 43 de la Constitución nacional no obstaba a la adopción
del criterio enunciado. Por otra parte, los Sres. jueces Moline O’Connor,
Petracchi, López, Vázquez y el que les habla consideraron que la calidad de
-6-
diputado no autoriza a entablar una acción judicial cuando lo que se
persigue consiste en la realización, en el mejor de los supuestos, de un
interés abstracto e indefinido. Resalto que este último fundamento
encuentra sustento en la doctrina constitucional de nuestra Corte y de la
Suprema Corte de Estados Unidos de América en los precedentes, a saber,
“Powel v. Mc. Cormack” y “Coleman v. Miller”.
Estos aspectos del pronunciamiento no tuvieron, a mi
modo de ver, la difusión que merecían. En todo caso, la información dada
por los medios masivos estuvo más interesada en enfatizar el modo en que
habían votado cinco jueces del Tribunal, antes que en dar a conocer la
unanimidad de opiniones con relación a la manifiesta inadmisibilidad de la
vía procesal en cuestión y los fundamentos que sostuvieron dicha conclusión.
Por lo expuesto, entiendo que al acogimiento y
expansión del amparo que siguió a los precedentes jurisprudenciales
referidos precedentemente, parece sucederle una etapa en la que los jueces,
en el ejercicio de las atribuciones que la Constitución les confiere, deberán
encauzar ese formidable remedio dentro los límites para los que fue creado;
de ese modo, no sólo se consolidarán las bases que posibilitan el resguardo
efectivo de los derechos de los particulares sino que se preservará a los
miembros del Poder Judicial del desgaste que produce una actividad para
la que no fueron llamados por el constituyente.
* El control de constitucionalidad será abordado en la
segunda jornada de este Seminario.
Este tema se vincula estrechamente con el principio de
separación de poderes, el cual representa, según la acertada imagen que
-7-
ensaya Linares Quintana, la columna vertebral de toda constitución
republicana.
Los postulados filosóficos sobre los cuales se asienta
ese principio se pueden reducir a la conocida formulación de Loewenstein:
el poder tiende a corromper por lo que, si es absoluto, absoluta es la
corrupción que genera. A partir de esa premisa, el autor citado
concluye en que el poder político debe ser restringido y limitado en interés
tanto de los detentadores como de los destinatarios de ese poder.
En nuestro sistema representativo y republicado
incumbe al poder judicial la función de controlar la constitucionalidad de
los actos de los restantes poderes.
El 4 de diciembre de 1863, a pocos meses de comenzar
su labor y en el quinto asunto que debió resolver, la Corte Suprema de
Justicia ejerció por primera vez ese control al anular un decreto del Poder
Ejecutivo que le había asignado funciones judiciales a un capitán de la
armada usurpando así la atribución que la Ley Fundamental le confiere al
poder legislativo (Fallos: 1:32).
A partir de ese momento quedaba inaugurada una
secuela innumerable de precedentes en los que la Corte cumplió con esa
delicada misión; pero dentro de ese conjunto quisiera recordar a aquellos
-bastante peculiares, por cierto, y generalmente soslayados aun por los
autores de la doctrina especializada- en los que el Tribunal utilizó el control
de constitucionalidad combinándolo con el ejercicio de sus facultades
implícitas para preservar la independencia y el funcionamiento del Poder
Judicial.
Así, en el caso “Delfín N. Baca” del 14 de marzo de
-8-
1903, consideró como una atribución inherente a la naturaleza del poder
que ejerce, la facultad de juzgar la constitucionalidad y legalidad de la
designación de un magistrado que no había sido llevada a cabo por quien
desempeñaba la titularidad del Poder Ejecutivo.
Esta doctrina fue reiterada, con ligera diferencia de
matices, en los casos “Fernández Dupuy” del 2 de abril de 1945,
“Guerrero”, del 11 de febrero de 1957, “Alfredo Massi”, del 27 de junio de
1963, entre otros, y conceptualmente profundizada y materialmente
limitada en la causa “Díaz García” del 3 de junio de 1964.
En sentido análogo al de los precedentes indicados, la
Corte hizo uso de sus facultades implícitas frente a la invasión de los
Poderes Legislativo y Ejecutivo respecto de atribuciones que calificó como
propias e indelegables y desconoció la validez de una ley que modificaba la
jerarquía funcional y presupuestaria de un funcionario de una Cámara
Federal, ya que esa atribución sólo le compete a la Corte por el expreso
mandato constitucional de organizar el reglamento interno del Poder
Judicial de la Nación.
Una situación tensa entre el Poder Ejecutivo y el
Poder Judicial se presentó durante 1991.
Dado que la ley federal de autarquía financiera del
Poder Judicial facultaba a la Corte Suprema para confeccionar su
presupuesto y establecer las remuneraciones de los magistrados,
funcionarios y empleados del sector, el Tribunal procedió mediante sendas
acordadas a fijar las retribuciones correspondientes a dicho año.
Sin embargo, el Poder Ejecutivo dictó un decreto
suspendiendo -por ese año- la vigencia de la ley aludida y los efectos de los
-9-
actos llevados a cabo al amparo de esa norma, lo que implicaba desconocer
las acordadas de la Corte. Frente a tales circunstancias, el 8 de octubre de
1991, la Corte dictó una acordada de tono severo en la cual, despúes de
invocar los poderes inherentes a su condición de cabeza del Poder Judicial,
anuló el decreto del Poder Ejecutivo por tener éste un grave error de
derecho, esto es, que había sido dictado con un vicio de incompetencia.
El Poder Ejecutivo no sólo acató la decisión sino que
proveyó los fondos para el pago de las remuneraciones establecidas.
Cito, por último y sin tener la intención de agotar la
especie, la acordada del 26 de diciembre de 1996 que preservó el libre
ejercicio de la función jurisdiccional frente a las exigencias de una comisión
bicameral del Congreso que implicaban una suerte de subordinación de los
jueces a aquél órgano; se trataba de una invasión del Poder Legislativo al
ámbito propio de los tribunales que investigaban los trágicos atentados
perpetrados contra la Embajada de Israel y contra la sede de la Asociación
Mutual Israelita de la Argentina (A.M.I.A.).
De la breve reseña efectuada se desprende que cuando
la Corte Suprema de Justicia ha ejercido el control de constitucionalidad
con propósitos institucionales, lo ha fundado en sus facultades implícitas
deferidas por la Constitución Nacional y, por ende, no lo ha circunscripto
a un “caso” o “controversia” en el sentido que tradicionalmente la
jurisprudencia le asigna a estos vocablos.
La aceptación por parte de los otros poderes del
control de constitucionalidad llevado a cabo en cada uno de los precedentes
aludidos es el resultado de la prudencia, no exenta de firmeza, con la que el
Tribunal actuó para preservar la independencia del Poder Judicial y de las
-10-
atribuciones que le son propias.
Los restantes temas que nos convocan son, la libertad
de expresión, por una parte, y los tratados internacionales y el derecho
comunitario, por la otra.
* El primero de ellos tiene una generosa protección en
nuestra Constitución; configura una de las libertades reconocidas de modo
genérico en el art. 33, entre los derechos no enumerados, y específicamente
en el art. 14 que prohíbe la censura previa de las ideas publicadas por la
prensa.
Esta protección fue complementada -como todos
saben- por la reforma introducida en 1994 que le otorgó jerarquía
constitucional a varios tratados sobre derechos humanos (conf. art.75, inc.
22 C.N.).
Pero al reconocimiento que el constituyente le
dispensó a esa libertad corresponde sumarle el importantísimo aporte
efectuado por la Corte Suprema Federal que, desde sus orígenes, llevó a
cabo la interpretación de las normas constitucionales que rigen la materia
precisando la extensión de los derechos que ellas reconocen.
Así, en una breve y para nada exhaustiva reseña cabe
recordar los casos “Argerich” (Fallos: 1: 130); “La Provincia” (Fallos: 167:
121) y “Batalla” (Fallos: 278:73), en los que fueron deslindadas las
competencias de las provincias y la Nación para legislar y juzgar en materia
de delitos cometidos mediante la prensa.
En lo atinente a la responsabilidad civil derivada del
ejercicio abusivo del derecho de informar deben mencionarse los casos
“Ponzetti de Balbín” (Fallos: 306:1892), “Campillay” (Fallos 308:798) y
-11-
Costa (Fallos: 310:508).
Por los principios que establecieron en materia de
responsabilidad penal de los editores cabe incluir en esta reseña a las causas
“Eduardo Pérez” (Fallos: 257:308) y “Alejandro Moreno” (Fallos:
269:200); y por el alto valor institucional que tienen no pueden dejar de
citarse “Edelmiro Abal” (Fallos: 248:291), “Daniel Mallo” (Fallos: 282:
392), “La Prensa” (Fallos: 310:1715) y “Acuña” (Fallos: 312: 1114).
Entre los pronunciamientos relevantes que tuvieron
lugar después de que fue ampliada la composición de la Corte Suprema en
1990, corresponde mencionar al señero precedente “Ekmekdjian”, del 7 de
julio de 1992, en el que, además de sentar el rango prevalente de los tratados
respecto de las leyes, el Tribunal declaró operativo el derecho de
rectificación o respuesta previsto en el art. 14.1 del Pacto de San José de
Costa Rica; el caso “Servini de Cubría”, del 8 de setiembre de ese mismo
año, en el que la Corte revocó una medida cautelar equiparable -en las
circunstancias de ese caso- a la censura previa vedada por la Ley
Fundamental; la sentencia recaída in re “Conessa Mones Ruiz c/Diario el
Pregón” del 23 de abril de 1996 por la que se revocó una sentencia del
Superior Tribunal de Justicia de Jujuy que se había apartado de la doctrina
que emanaba de “Ekmekjian” y, por último, “Petric c/Página 12”, del 16
de abril de este año, en el que se reafirmó la vigencia constitucional del
derecho de rectificación después de la reforma de 1994, mas sólo frente a las
informaciones falsas o agraviantes.
Al fallar en las causas citadas la Corte ha tenido en
cuenta la dimensión que tiene la libertad de expresión en nuestro sistema
representativo y republicano de gobierno y el trascendente cometido que
-12-
cumplen los medios en las sociedades democráticas contemporáneas; pero
también ha considerado que la prensa no sólo informa sino que dirige la
opinión pública con relación a los problemas políticos y económicos, los
conflictos sociales, las coincidencias y las discrepancias que existen en el
seno de una sociedad; y ha sopesado, además, que la evolución técnica y
científica acaecida en materia de comunicaciones y la concentración de
capitales en torno a esa actividad impiden mantener la visión romántica del
tema que tenía Sarmiento para quien “El diario es para los pueblos
modernos lo que era el foro para los romanos”.
Tal como se expresa en uno de los fallos citados “El
acrecentamiento de influencia que detentan los medios de información tiene
como contrapartida una mayor responsabilidad por parte de los diarios,
empresas editoriales, estaciones y cadenas de radio y televisión, las que se
han convertido en colosales empresas comerciales frente al individuo, pues
si grande es la libertad también grande es la responsabilidad”.
En suma, diría -empleando las palabras que Julio
Ohyanarte utilizaba para referirse a los jueces- que al delinear su doctrina
la Corte ha tenido en cuenta, entre otras cosas, que los periodistas son sólo
hombres.
* En lo concerniente a los tratados internacionales y al
derecho comunitario debo señalar que -al igual que ocurrió en materia de
amparo y de derecho de rectificación- la Corte Suprema de Justicia marcó
hitos jurisprudenciales a partir de los cuales quedó abolido el conflicto
derecho interno-derecho internacional.
En efecto, el primer caso innovador fue “Ekmekjian”
en el que, como ya expresé, se resolvió que los tratados internacionales
-13-
tienen primacía sobre el derecho interno.
En ese fallo el Tribunal abandonó el criterio seguido
en la causa “Martín y Compañía Ltda. S.A. c/Administración Gral. de
Puertos” del 6 de noviembre de 1963 porque juzgó que la Convención de
Viena sobre el Derecho de los Tratados, vigente desde el 27 de enero de l980,
impedía que una parte pudiera invocar las disposiciones de su derecho
interno para justificar el incumplimiento de un tratado.
Ese precedente abonó el terreno para que, entre otras
cosas, el constituyente de 1994 proyectara el art. 75 inc. 22, hoy vigente,
según el cual los tratados “tienen jerarquía superior a las leyes”.
Con posterioridad a “Ekmekjian”, el 7 de julio de
1993, se resuelve la causa “Fibraca” que reitera el criterio recaído en aquél
“leading case”, en tanto que el 13 de octubre de 1994 la Corte dicta
sentencia en los autos “Cafés La Virginia S.A.” en los que se inclina -en un
contexto fáctico distinto al de los casos anteriores- por unmonismo con
preeminencia de los tratados internacionales.
Concuerda con esta línea jurisprudencial la causa
“Giroldi” fallada el 7 de abril de 1995 en la que se declaró inválida la
limitación establecida en el art. 459, inc. 2, del Código Procesal Penal, en la
medida en que dicha norma vedaba el recurso de casación por razón del
monto de la pena, y por ende, violaba la garantía de “recurrir del fallo ante
juez o tribunal superior” que consagra el art. 8, inc. 2 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos.
Las sentencias mencionadas trasuntan una captación
perspicaz -por lo demás, anticipada respecto de otros países- de lo que es la
realidad internacional.
-14-
Esa visión del asunto crea condiciones culturales
propicias para la apertura de lo transnacional; configura un aporte
invalorable para sentar las bases de una integración regional, distinta -por
cierto- del fenómeno comunitario europeo, pero igual de fecunda para la
armonización de los intereses de los pueblos y de su cooperación mutua.
No se me escapa que ese aporte debe ser correspondido
con la abdicación de las concepciones dualistas que en esta materia
subsisten en la región -tales los casos de las Constituciones de Brasil y
Uruguay- que obstan o retrasan el proceso de integración. Hasta
aquí el temario.
Antes de dar por terminadas estas palabras iniciales
quiero expresar mi grata sorpresa por la organización de este Seminario.
Desde la normalización institucional de la República
ocurrida en 1983, esta es la primera vez que una Facultad de Derecho invita
a todos los integrantes de la Corte Suprema de la Nación -todos sin
excepción-, a los profesores y especialistas en temas de derecho constitucional
de las más variadas líneas de pensamiento de nuestro país y a dos
distinguidos profesores extranjeros, para examinar y debatir sobre la
jurisprudencia del Tribunal que tengo el honor de presidir en la actualidad.
La respuesta a tal convocatoria ha sido auspiciosa; y
no podría ser de otra manera dado que la Universidad constituye uno de los
ámbitos más propicios para el debate y el esclarecimiento del pensamiento;
es en su sede donde se moviliza el espíritu humano de acuerdo a esa admirable
ley de la insatisfacción sobre la seguridad propia de las certezas
adquiridas.
Téngase en cuenta que, de acuerdo a una sabia
-15-
práctica parlamentaria -no siempre observada en la actualidad-, la opinión
expresada por los cuerpos docentes de una universidad eran tenidas en
cuenta, en ciertas materias, en el proceso de formación de las leyes que
deben gobernar una nación. Además, y esencialmente, los aportes que
efectúa la doctrina son trascendentales para la labor judicial en la medida
en que nutren los fundamentos de las sentencias de todos los jueces.
Uno de los distinguidos jueces que integra el Tribunal
se quejaba en un artículo publicado en 1987 en una revista jurídica, del
lamentable cerramiento de la doctrina constitucional argentina que él
atribuía a las desventuras políticas de nuestro país y a la ausencia de
actividades académicas de carácter exclusivo.
Han transcurrido once años y la situación no ha
variado demasiado a pesar de las grandes transformaciones políticas,
económicas e institucionales ocurridas.
Me sorprende la falta de genuino interés académico en
la elucidación de los problemas que hacen a nuestra disciplina y, a veces, el
clima ríspido que ellos generan en cierto sector de la doctrina.
Tantos años de cultura autoritaria determinan que, en
ocasiones se confíe más en la fuerza estentórea de los adjetivos que en el
poder de convicción de los argumentos.
Las decisiones de nuestra Corte Suprema han pasado
a ser base para el discurso desde la tribuna partidaria con fines
electoralistas, minimizando o directamente silenciando los fundamentos
constitucionales y legales que las sostienen. Se ha creado un pseudotribunal
paralelo destinado a monitorear exclusivamente los fallos de la Corte, pero
hasta la fecha se ignoran los contenidos de las críticas jurídicas efectuadas
-16-
con esa finalidad; se han formulado cuestionamientos de la mayor
trascedencia institucional, como lo han sido los pedidos de juicio político a
sus integrantes, tomando en consideración únicamente el resultado de los
fallos, sin examinarse -en cambio- los argumentos que fundaron las
conclusiones. Han sido derechamente ignoradas sentencias y acordadas por
medio de las cuales esta Corte ejerció su más delicada atribución, al
declarar la inconstitucionalidad de decretos del Presidente de la Nación en
ejercicio. Entre tales decretos cito, por ejemplo, el que incrementaba las
alícuotas de los impuestos internos y de los capitales; o bien el que creó el
tributo sobre el alquiler de videofilms, o, por último, el que separó de sus
cargos a los fiscales adjuntos de la Fiscalía de Investigaciones
Administrativas.
Tampoco superaron el test de constitucionalidad
efectuado por el Tribunal, la ley de consolidación del pasivo estatal con
respecto a las acreencias de ciertos jubilados y con relación a las
indemnizaciones correspondientes a expropiaciones o a daños a la
integridad corporal; la tantas veces mencionada ley de solidaridad
previsional fue declarada inconstitucional por no reconocer la movilidad de
los haberes jubilatorios durante un plazo significativo. También fue anulada
la ley que ratificó un decreto de necesidad y urgencia que incrementaba el
monto de obligaciones tributarias
En cuanto a las acordadas, más allá de lo señalado con
anterioridad, es conveniente recordar aquella que declaró inaplicable al
Poder Judicial la reducción salarial impuesta por el decreto 290/95 o la que,
en igual sentido, privó de validez a la ley que sustraía a la Corte Suprema
el control de la matrícula de los peritos judiciales para asignarla a la esfera
-17-
del Poder Ejecutivo.
Los jueces tenemos -en el decir de Bickel- la ventaja
de juzgar después que las esperanzas y las profecías contenidas en las leyes
han sido probadas mediante su aplicación a la generalidad de los habitantes;
pero ninguna ventaja nos aleja del error.
Por ello, debemos estar abiertos a estos espacios de
reflexión que son más propicios para el ejercicio de la humildad intelectual
que los despachos desde los que ejercemos nuestra función.
Espero que iniciativas como ésta erradiquen los falsos
recatos y logren congregar, paulatinamente, a todos quienes estén
interesados en el futuro de nuestra República.
A todos aquellos que hoy rehúyen el debate franco y
optan por la descalificación oblícua de las ideas en otros ámbitos les
responderé -sin originalidad- apelando a la sabiduría del más ilustre
riojano.
La Corte Suprema en su carácter de intérprete final
de la Constitución constituye un valladar “…contra las tentativas violentas
o pacíficas de las pasiones e intereses colectivos” y “contra los impulsos y
choques de las luchas civiles en que muchas veces se pone a prueba la
existencia misma de aquella ley vital de la Nación”.
Me estoy refiriendo -como ustedes saben- a Joaquín V.
González quien escribió estas líneas hace más de 100 años para ser eseñadas
en los cursos de Instrucción Cívica relativos a los establecimientos de
enseñanza secundaria.
La vigencia de las prevenciones de mi coterráno me
eximen de todo comentario adicional.
-18-
Muchas gracias.

RESOLUCION CONFLICTOS. 6ta CUMBRE IBEROAMERICANA DE CORTES Y TRIBUNALES DE SANTA CRUZ, TENERIFES

“VI CUMBRE IBEROAMERICANA DE
PRESIDENTES DE CORTES Y
TRIBUNALES SUPERIORES DE JUSTICIA”
PONENCIA DEL SR. PRESIDENTE DE LA
CORTE SUPREMA DE JUSTICIA DE LA NACIÓN
REPÚBLICA ARGENTINA
DR. JULIO SALVADOR NAZARENO
RESOLUCIÓN ALTERNATIVA DE CONFLICTOS.
Santa Cruz de Tenerife Mayo de 2001

En nuestro tiempo, quizás más que en otros, el juez debe procurar la paz social mediante la recta aplicación del derecho vigente. Durante años hemos pensado en el proceso judicial como única vía de dirimir el conflicto de intereses entre partes adversas; hemos partido de la idea de un pleito encaminado hacia una solución que lo dirima, que determine quién y en qué medida es el vencedor y quién el vencido. Una bien equilibrada balanza. Sin embargo, en algunas situaciones, los métodos alternativos de resolución de diferendos pueden constituir un adecuado complemento de la función jurisdiccional.
El panorama del mundo actual, muestra una proliferación de conflictos, que crecen en número, y encono, en el seno de las sociedades; conflictos que por su densidad constituyen un grave problema en sí mismo, en razón del estado de tensión que genera su puesta en evidencia a través de un proceso que con frecuencia se muestra lento y complejo. El gran crecimiento poblacional y económico, en todo el mundo, parecería superar la contención de las instituciones públicas clásicas y requerir el complemento de remedios alternativos, diseñados a partir de la creatividad y de la participación de la sociedad en la formulación de soluciones que
se adecúen a cada caso. En ese sentido, ofrece un interesante modelo comparativo la evolución de las relaciones internacionales en la segunda mitad de la centuria que acaba de concluir, tanto a nivel global como regional, donde se instalaron métodos alternativos de resolución de los diferendos. Al recurso a jurisdicciones
internacionales o regionales, tales como la Corte Internacional de Justicia o la Corte de Derecho del Mar en el marco universal, o las Cortes Interamericana o Europea de Derechos Humanos en nuestros ámbitos regionales, se sumaron esfuerzos a favor de la mediación o la conciliación entre las partes involucradas para ayudarlas a construir una solución. Una solución que, al reflejar los intereses sustanciales por ser fruto del acuerdo de voluntades, atempere dificultades de ejecución. Nuestro país, junto a la
República de Chile, son ejemplo de estos comportamientos y de sus positivos resultados. Diferendos que por años habían perturbado las relaciones bilaterales, tuvieron solución cuando ambas Partes en ejercicio de sus voluntades soberanas supieron concordar el método que entendieron más adecuado para resolver cada concreta disputa. De este modo, en un caso acudieron a las negociaciones con la asistencia de un Mediador, en otros las solas negociaciones bastaron, y aún en otros fue el recurso a la jurisdicción el medio que entendieron oportuno. Esta flexibilidad en la elección de los medios ha dado como fruto no sólo la solución definitiva de las disputas sino, a más, un positivo proceso de cooperación y un desarrollo de los vínculos comunes en áreas diversas. Aun en un mundo globalizado el ejercicio prudente de las soberanías estaduales y la convergencia de voluntades en un objetivo común, a través del acuerdo, son la mejor herramienta para resolver los conflictos y, en definitiva, hacer realidad el valor sustancial de la paz. Estas reflexiones inducen a pensar que, así como se cambió eso que podría llamarse una “cultura del conflicto” en el ámbito internacional, también es posible una evolución semejante en los ámbitos internos, generando opciones válidas que no impliquen necesariamente un final de un vencedor y un vencido, de manera de procurar, en aquellos casos en que se revele más adecuada, la conciliación posible de los oponentes, con la creciente intervención de las partes mismas, que deben comenzar por tomar conciencia de la raíz real de sus diferencias y, a continuación, dilucidar cuáles son las soluciones verdaderamente viables. Conciliación que, en lo posible, no se limite sólo a zanjar el pleito presente, sino a edificar un sistema que evite pleitos
futuros o lleve a resolverlos de un modo más racional y satisfactorio. Esta búsqueda de soluciones alternativas no sólo presenta un gran atractivo como medio de alivio para la congestión judicial, sino que proporciona además una fuente de mejor solución en función del tipo de controversia de que se trate. Cuando las partes buscan alcanzar lo que técnicamente se deben, podrían no quedar totalmente satisfechas o arribar a un desenlace con asperezas y cicatrices. Sólo el reconocimiento del
diferendo como una cuestión común entre ellas, las pondrá en el
camino de metas razonables. Claro está que navegar hacia esa “cultura de la negociación” exige adquirir las destrezas necesarias a tal fin. Esta reeducación en torno de nuevos horizontes en la resolución de conflictos debe alcanzar no sólo a jueces y partes, sino a todos los agentes de la profesión jurídica que se vean involucrados.
Ese proceso puede necesitar de transformaciones legislativas, pero junto a ellas se requiere también de una sincera disposición al cambio de toda la sociedad.
En nuestro país, las nuevas formas de conflicto -bien sea en razón del ámbito espacial, bien sea en razón de la materiaencontraron temprana disponibilidad en los Jueces para ser abordadas. Así, una vez que la Argentina fue parte de tratados de integración con Estados Latinoamericanos, las normas derivadas de estos procesos fueron aplicadas con jerarquía superior a las leyes nacionales, de manera de no comprometer la responsabilidad internacional del Estado. Otro tanto ocurrió con las disposiciones de los instrumentos internacionales sobre Derechos Humanos en los que el país es parte. Y esa interpretación del derecho vigente que se consolidó en los precedentes de nuestro Tribunal fue un instrumento adecuado para persuadir a la comunidad. En efecto, esta jurisprudencia fue receptada en el texto de la Norma Fundamental al resolverse su reforma en 1994. Al presente, el art. 75 de la Constitución Nacional, en el inc. 22, otorga a instrumentos de Derechos Humanos -en las condiciones de su vigencia- jerarquía constitucional, debiendo entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos. En lo que hace a los normas dictadas en procesos de integración, el inc. 24 del mismo artículo, otorga al Congreso de la Nación la facultad de aprobar tratados sobre dicha materia en los que se deleguen
competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales a los fines de la resolución de los diferendos que pudiesen plantearse en su ámbito, estableciendo que -en condiciones de reciprocidad e igualdad y siempre que respeten el orden democrático y los derechos humanos- tendrán en el ordenamiento interno jerarquía superior a las leyes nacionales. En el mismo orden de ideas, parece importante destacar que, en un mundo globalizado, en el que se han multiplicado los flujos de capitales y los intercambios comerciales, en procesos de integración como el MERCOSUR -que no cuenta con un órgano supranacional institucionalizado de resolución de diferendos- se
ha recurrido a la actuación de tribunales arbítrales ad hoc. Esta forma de resolver los conflictos resulta apta ante la dificultad que presenta la armonización de los sistemas jurídicos nacionales en relación con las normas internacionales en juego. En tal sentido, y en la región del cono sur, ha sido precursora la experiencia de la Argentina con la República Oriental del Uruguay en lo que hace a la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande -Ente Binacionaldonde todos los diferendos que se susciten en su ámbito,
cualquiera fuese su naturaleza, han de ser resueltos por un tribunal arbitral. Y ello en razón de la interpretación del tratado marco tempranamente efectuada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Por otra parte, frente a cierto tipo de conflictos en los que se insinúan con particular énfasis los contrastes de intereses del mundo actual, tales como los originados en problemas ambientales, o en la trasgresión de normas que tienden a preservar la competencia y a proteger los derechos de los usuarios y consumidores de bienes y servicios, se han procurado cauces adecuados tanto en el plano jurisdiccional como en el fértil terreno de los remedios alternativos. En el primero, sobre la base
de una reelaboración de los principios que atañen a la legitimación, toda vez que la Constitución Nacional reconoce hoy los llamados derechos de incidencia colectiva, por cuya lesión otorga a los afectados la posibilidad de interponer amparo contra todo acto u omisión de autoridades públicas o de particulares, y es así que a través de la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación expresamente se reconoció legitimación activa, no sólo a los individuos lesionados, sino también a entidades que agrupan a usuarios u organizaciones no gubernamentales que se presenten invocando la defensa de los intereses difusos en juego. Pero al mismo tiempo, en la órbita de
una Secretaría dependiente del Poder Ejecutivo de la Nación, se han organizado los denominados tribunales arbitrales de consumo, destinados a intervenir en cuestiones regidas por la ley de defensa del consumidor cuando les sean sometidas voluntariamente por las partes; y es preciso destacar que estos organismos cumplen una proficua y fructífera labor. En síntesis, los jueces en el ejercicio de nuestra función y por nuestra posición dentro de la sociedad no podemos estar ausentes en la consideración de métodos alternativos que contribuyan, cuando resulten pertinentes, a la resolución de los diferendos; e incluso sería útil que instemos a los justiciables a encontrar, aún dentro ya del litigio llevado a los tribunales, soluciones de esa naturaleza. El valor justicia, que ha de estar presente en cada decisión del imperium jurisdiccional, también
puede reflejarse a través de un adecuado acuerdo de voluntades al que libremente llegasen los interesados, sin que por ello pueda verse afectado su permanente derecho de acceso al Tribunal. Se trata -como la propia denominación lo expresa- de remedios que ofrecen una alternativa válida y ciertamente compatible con el ejercicio por parte del Estado de la función jurisdiccional que le es propia.
Es en razón de todo ello que se somete a la consideración de esta Cumbre la siguiente propuesta de
Declaración:
Los Presidentes de Cortes Supremas y Tribunales
Supremos de Justicia de Iberoamérica presentes en esta VI
Cumbre Iberoamericana, declaran que:
1. En el Estado de Derecho, la paz social constituye uno de los
anhelos de todas las comunidades. Conscientes de esa
responsabilidad, los Poderes Judiciales a más de su función
específica de administrar justicia, deben asumir el
compromiso de propiciar la implementación de sistemas de
resolución alternativa de conflictos, de manera de satisfacer
con objetividad y en término razonable, las demandas
ciudadanas de justicia.
2. Los poderes judiciales deben asumir el compromiso de
concientizar en la comunidad los beneficios de que en su
ámbito sea resuelta la mayor cantidad de conflictos en aras
del logro y la consolidación de la paz social. Difundir para
ello el conocimiento en la población de que en ciertas
oportunidades y, en relación con materias determinadas, la
resolución alternativa de conflictos puede ser positiva para
las partes involucradas en el diferendo y, por ende,
proyectar los beneficios del sistema a la comunidad en que
conviven.
3. Combinar los esfuerzos nacionales e internacionales en la
aplicación de métodos alternativos de resolución de
conflictos que permitan generar directrices y políticas
integrativas con esfuerzos compartidos y de clara atención a
todos los sectores de la sociedad, a fin de que la resolución
de diferendos se convierta en un servicio directo, fácil y
accesible que la comunidad valore por su efectividad.
4. Todo diseño de medios alternativos debe responder a
parámetros de necesidad, idoneidad y preparación
adecuada. En razón de ello, los casos, los procedimientos,
los sujetos intervinientes y sus funciones, deben encontrarse
reglamentados mediante normas claras, expresas y previas.
5. A fin de contar con herramientas de investigación
adecuadas y que den sustento a las resoluciones generales,
cada Estado debe preocuparse por recopilar, procesar y
evaluar datos estadísticos, cuantitativos y cualitativos, en
torno a los métodos alternativos de resolución de conflictos
realizados, el servicio prestado y la respuesta de los
usuarios.
Para ejecutar esta declaración, las Cortes Supremas y los
Tribunales Supremos de Justicia de Iberoamérica ratifican su
voluntad de llevar a cabo las siguientes acciones, en el ámbito
de sus competencias:
1. Propiciar programas de sensibilización, concientización y
ejecución de la práctica de la resolución alterna de
conflictos, en todos los niveles educativos.
2. Asumir el compromiso de implementar exigentes programas
de capacitación y formación de expertos en medios alternos
de solución de conflictos, lo que contribuirá sin duda a que
su desempeño sea más eficiente.
3. Exhortar a los abogados y a los bufetes jurídicos gratuitos a
fin de que acudan a métodos de resolución alterna de
conflictos.
4. Recomendar que en los programas de capacitación y
formación continua de los magistrados y funcionarios
judiciales se contemple necesariamente el conocimiento de
los métodos alternativos de resolución de conflictos.
Propiciar la comunicación e intercambio sistemático de
información entre las Unidades de Resolución Alternativa de
Conflictos a fin de compartir estrategias que beneficien a todos
los países y se aproveche los resultados para mejorar los
sistemas de este tipo en Iberoamérica.